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sábado, 31 de marzo de 2012
viernes, 30 de marzo de 2012
VALENCIA. Convento de Santo Domingo. Mencía de Mendoza
En la Alcarria, en Jadraque, el 1 de diciembre de 1508,
nació doña Mencía,
biznieta del Marqués de Santillana,
nieta del Gran Cardenal,
hija de don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza,
conde del Cid y marqués de Zenete.
La que va a ser una de las mujeres
más cultas y ricas de la España del Renacimiento.
Su carácter fuerte y decidido
lo heredó de su madre doña María de Toledo,
que se enfrentó no sólo a su padre
sino a la misma reina Isabel la Católica
para casarse por amor con Rodrigo de Mendoza.
Doña Mencía era una Mendoza,
pertenecía a uno de los grandes linajes de Castilla,
a una de las familias más poderosas,
más altivas y más refinadas.
Se educó entre humanistas,
creció entre los libros de su padre,
conoció a artistas y poetas.
Su formación intelectual fue excelente.
Cuando Mencía contaba cinco años
la familia se trasladó a Valencia.
Allí, Rodrigo de Mendoza se ocupó de educar
tanto a Mencía como a sus otras dos hijas
en música y danza, necesarias para la vida cortesana.
Mencía aprendió a tocar el clavicordio y la vihuela.
Buenos preceptores la introdujeron en las letras.
El primero de ellos fue un amigo de Luis Vives,
Juan Andrés Strany,
uno de los primeros representantes del humanismo valenciano,
quien instruyó a Mencía en la lectura de Dante y Petrarca.
A los catorce años huérfana, heredó de su padre
el orgullo por la propia estirpe,
la biblioteca, el condado del Cid y el marquesado.
A los catorce años huérfana,
heredó el mayorazgo alcarreño de su padre
y se convirtió en la mujer más rica de Castilla.
Era una joven rica y hermosa,
con una gran cultura y sensibilidad;
una princesa codiciada.
***
El mismo emperador preparó su boda.
Eligió para ella a Hendrik van Nassau-Dillemburg,
Enrique, conde de Nassau, un hombre de cuarenta años,
vizconde de Anvers, señor de Breda,
gobernador de las provincias de Holanda, Zelanda y Frisia,
miembro de los Consejos de Estado, de Hacienda y de Guerra,
y capitán general del ejército.
Hendrik era uno de los hombres de más confianza de Carlos I,
chambelán y miembro de los Consejos del emperador,
aunque prefería la milicia
y fue jefe de varios ejércitos imperiales.
Los Mendoza aceptaron el enlace tras una larga negociación
en la que Mencía obtuvo buenas cláusulas si enviudaba
y la primacía del apellido Mendoza sobre el Nassau
en caso de tener hijos.
La boda se celebró en Burgos
el 27 de junio de 1524.
En 1530 Mencía se trasladó a Breda con su marido.
En Flandes conoció la cultura y el arte flamencos.
Allí compró cuadros, patrocinó a artistas,
fue mecenas de pintores como Gossaert o Van Orley,
quienes la retrataron sola y con su esposo.
Contribuyó a introducir el arte español en los Países Bajos
y el arte flamenco en España.
Fue un contacto importante
en las relaciones culturales entre los Países Bajos y España.
En Flandes se reencontró con Juan Luis Vives,
a quien había conocido en Valencia, y lo tomó como preceptor.
Juan Luis Vives vivía recurriendo a la generosidad de los amigos;
así había sido en Valencia,
donde era protegido del duque de Gandía;
así volverá a ser en Flandes,
donde Mencía lo acogerá en el castillo de Breda,
residencia de los condes de Nassau.
En Valencia, Vives había descrito a Mencía
como promesa de gran saber y discreción.
En Flandes, el humanista enseñó a la condesa
latín y literatura clásica
(Mencía buscó también quien le diera clases de griego),
la asesoró en la adquisición de libros
y la introdujo en el círculo erasmista.
Mencía se convirtió en gran admiradora de Erasmo,
a quien quiso conocer,
pero éste falleció en Rotterdam antes de producirse el encuentro.
Mencía tuvo varios embarazos malogrados
y un hijo, Rodrigo, fallecido muy pronto.
Enrique murió en Flandes en 1538.
Doña Mencía regresó a Valencia.
***
Doña Mencía regresó a Valencia
con su colección de escogidos libros,
tablas de los mejores pintores y valiosas tapicerías.
La serie de tapices denominada “De la Muerte”,
diseñada por Van Orley en 1539
y confeccionada en los talleres de Van der Moyens,
había sido expresamente concebida para Valencia,
para ornar la capilla funeraria de los padres de doña Mencía.
Mencía era una mujer de treinta años,
atractiva y segura de sí misma,
una generosa y entendida mecenas,
una princesa deslumbrante.
El emperador le propuso como nuevo marido
a un hijo del marqués de Mondéjar.
Doña Mencía, ofendida, indignada, hizo saber al César
que no aceptaba la humillante oferta:
«No deseo ver la espalda de ninguna dama de la corte».
Pues por su posición doña Mencía
siempre había estado en primera fila.
El emperador encajó el rechazo y le hizo otra propuesta:
El duque de Calabria, don Fernando de Aragón,
virrey de Valencia y viudo a su vez de Germana de Foix,
calificado por Vives como varón doctísimo,
espejo de sabios y de hombres buenos.
La gran estima que el filósofo profesaba al duque,
con quien mantenía correspondencia,
influyó en doña Mencía,
y ésta aceptó la propuesta imperial,
siempre y cuando el duque expulsara de su corte a Esperanza,
dama con la que don Fernando mantenía relaciones.
Mencía y Fernando se casaron el 2 de febrero de 1540.
Fernando era veinte años mayor que Mencía.
Ambos se habían conocido años atrás,
con motivo del matrimonio del emperador,
y ahora se encontraban de nuevo,
en una boda que ninguno de los dos deseaba.
Los dos enlaces de Mencía fueron
fruto de la voluntad del emperador,
aunque obtuvieron el beneplácito expreso de la Marquesa.
Doña Mencía, convertida en virreina,
se instaló en el Palacio que ya había frecuentado en su infancia.
En noviembre de 1542, se recibió aviso
de que se aprestara el Palacio
para recibir la visita del emperador y su hijo.
Se hicieron entonces reparaciones
en establos, terrados y miradores,
se arreglaron las estancias del duque y la duquesa,
que serían ocupadas por la familia real,
se hicieron compras para atender la iluminación y la cocina,
se añadieron camas para los oficiales del rey,
se reforzó la seguridad,
se dispuso la colocación de flores en las salas,
se prestó cuidado a los jardines,
se construyeron estrados de madera
para presenciar los espectáculos previstos,
se organizaron fuegos artificiales y fiestas,
se hizo acopio de todo lo necesario
para el despliegue de abundantes regocijos,
se limpió el Llano para acoger a las multitudes,
se izaron en los mástiles las banderas reales...
Valencia era corte real una vez más.
Desde la llegada de Mencía a Palacio
artistas y escritores lo habían celebrado,
viendo en ella grandes expectativas de mecenazgo.
Desde su nueva corte, doña Mencía pudo
controlar sus propios dominios
y continuar ejerciendo la promoción artística
y recibiendo a pintores y a poetas
y a sospechosos erasmistas vigilados por la Inquisición.
Doña Mencía trajo consigo desde Flandes
sus valiosos objetos artísticos.
El coleccionismo de pintura llegó a Valencia
con la nueva virreina,
perfecta encarnación del patrocinio
ejercido por los españoles sobre el arte flamenco
en la primera mitad del siglo XVI.
Su privilegiada situación económica
permitía a la virreina adquirir todo lo que deseaba
y sus títulos de Marquesa, Condesa y Duquesa
la hacían objeto de multitud de presentes.
El resultado fue una soberbia colección de pinturas, tapices y joyas
que impresionó a sus contemporáneos.
La virreina formó una colección artística excepcional,
la primera y más importante del Renacimiento español
y una de las más destacadas de Europa:
218 pinturas, sobre tabla y sobre lienzo,
200 tapices, 918 medallas,
un sinfín de piezas de plata y oro y piedras preciosas
(joyas, pequeñas estatuas)
y objetos curiosos y exóticos llegados de las Indias.
Junto con las piezas de metal precioso,
la tapicería constituía el signo de ostentación por excelencia,
la representación de la riqueza y poder del patrón
y el medio figurativo monumental idóneo
para plasmar las imágenes de los antepasados,
de conquistas militares y otras hazañas familiares
y de personajes históricos o religiosos
con quienes se deseaba ser asociado.
Se recogía en los tapices
escenas de batallas, relatos mitológicos,
vistas de ciudades, temas literarios...
Los salones del Palacio constituían
los máximos escaparates del poder nobiliario,
y de ahí el empeño en que su decoración
fuera exponente del lujo de la vida palaciega.
Pinturas, tapices, alfombras y piezas de oro y plata
contribuían a la magnificencia del espectáculo.
La influencia humanista marcó
las preferencias iconográficas de la Marquesa
y así entre las series de tapices figuraban
los Triunfos, de Francesco Petrarca,
que ya se habían plasmado en tapicerías
para los duques de Borgoña o la familia Medici.
Junto con los tapices, numerosos retratos cubrieron
las paredes de las salas de Palacio.
Se trataba de 59 pinturas que formaban
la primera galería de retratos del Renacimiento español,
anterior a la del Palacio del Pardo.
En Flandes Mencía había conocido
los retratos que Margarita de Austria
conservaba en su Palacio de Malinas,
y la colección que María de Hungría
exhibía en el Palacio de Turnhout.
Entre los personajes pintados
en la galería de retratos del Palacio valenciano
se encontraban los principales miembros
de la dinastía de los Austrias,
representantes de otras casas reales,
el árbol genealógico de Mencía de Mendoza
y algunos nobles y humanistas cercanos a la Duquesa.
A través de las representaciones de la dinastía del emperador,
los virreyes, sus vicarios, hacían afirmación de poder,
y mediante las imágenes de su propio linaje,
Mencía relacionaba a su familia con la dinastía real.
La promoción artística desplegada por Mencía de Mendoza
no se limitó a la adquisición de obras de arte,
sino que patrocinó empresas artísticas
como la construcción de la iglesia de la Asunción en Ayora,
impulsó un proyecto universitario en la ciudad de Valencia
y financió los estudios de estudiantes valencianos
en distintas universidades españolas y europeas.
En su anterior estancia en Valencia
Mencía se había relacionado con las amistades de su padre.
Ahora será ella misma quien elija a sus amigos.
Mencía prosiguió su formación y su estudio.
Se rodeó de los mejores humanistas valencianos
que, favorecidos por su patronazgo,
escribieron obras para ella o le dedicaron sus escritos.
Mencía, junto con su marido, bibliófilo como ella,
se convirtió en continuadora
de la actividad cultural de los Mendoza en Valencia.
La corte de la virreina fue un importante centro literario,
vigilado a distancia por la Inquisición
por las ideas erasmistas que allí imperaban
(doña Mencía llegó a ser considerada
“la mayor erasmizante de España”).
Tan significativa como su colección de obras de arte
fue la biblioteca de doña Mencía,
que se unió en el Palacio a la del Duque.
Los libros, además de vía de conocimiento y solaz,
eran también testimonio de riqueza y de lujo.
Entre los muchos bienes que Mencía heredó de su padre,
se encontraba la biblioteca.
Se trataba de 632 volúmenes repartidos en dos lugares:
58 en un estudio del palacio arzobispal de Valencia,
en donde había muerto Rodrigo,
y el resto en el castillo de Ayora.
Mencía aumentó el número de ejemplares de la biblioteca paterna,
en mayor medida que su padre lo había hecho
con respecto a la recibida de su abuelo.
Su biblioteca fue la mejor de la Valencia del Renacimiento
y una de las principales de España,
sólo superada por la de Fernando Colón.
Gracias a las adquisiciones de sus antepasados,
Mencía ya contaba con ejemplares de humanistas italianos;
había textos de Leonardo Bruni, Lorenzo Valla,
Eneas Silvio Picolomini, Giovanni Pontano, Niccolo Perotti,
Marsilio Ficino y Pico della Mirandola,
Alberti y Vitrubio.
Mencía efectuó nuevas compras:
Alberto Durero, Ariosto, Pietro Bembo, Castiglione...
Incorporó también obras de autores valencianos,
con los que Mencía estableció una estrecha relación,
como Juan Ángel González,
a quien encargó el Tragitriumpho de don Rodrigo de Mendoza
para honrar la memoria de su padre
y defender su cuestionado comportamiento
durante la Guerra de las Germanías.
La Marquesa sentía predilección
por los dos máximos exponentes del humanismo cristiano:
Juan Luis Vives y Erasmo de Rotterdam;
su padre había adquirido 2 textos de Erasmo,
Mencía compró otros 44;
en el caso de Vives, los 22 volúmenes de este autor
fueron adquiridos por Mencía.
Había en la biblioteca de Mencía
libros de Plinio, Plauto, Terencio, Ovidio, Horacio y Cicerón,
Savonarola, Guillermo Budé, Petrarca, Antonio Nebrija;
novelas de caballerías...
Del atractivo que la ciudad de Valencia
ejercía en poetas de corte que buscaban patronos
es muestra la obra de Jorge de Montemayor
Los siete libros de Diana, publicada en Valencia hacia 1558.
De origen portugués, Montemayor llegó a España en 1543
con el séquito de la princesa María de Portugal,
primera mujer de Felipe II.
La actividad de Montemayor aparece
estrechamente vinculada a los círculos cortesanos,
hacia 1548 estaba al servicio de María de Austria,
hermana de Felipe II, como cantor de su capilla,
y de 1549 a 1552, también como cantor,
al servicio de su otra hermana la princesa Juana.
En Los siete libros de Diana,
el autor describe una naumaquia en el río Turia,
con la participación de doce barcas
y personajes disfrazados de ninfas y salvajes,
en la línea de una tradición de celebraciones
muy arraigada en la ciudad.
Montemayor refleja en su obra
el ambiente áulico y festivo que imperaba en el Palacio Real,
sus naumaquias, torneos, justas poéticas,
máscaras y espectáculos teatrales, luminarias y saraos,
y escenografías efímeras por medio de las cuales
la ciudad se veía transformada
en el espacio del ceremonial cortesano.
Don Fernando de Nápoles murió en 1550.
Mencía sobrevivirá a su segundo esposo cuatro años.
No tuvieron descendencia.
En sus últimos años, doña Mencía perdió el cabello
y sufrió de una hiperobesidad que le impedía respirar,
triste fin de una mujer que había sido tan hermosa.
En sus últimos años, doña Mencía fue
una melancólica princesa envejecida,
una viuda sin hijos, una mujer enferma de cuarenta años;
su belleza se había extinguido; tomaba aire con dificultad.
***
En Valencia, en el convento de Santo Domingo,
el emperador donó a doña Mencía
la mejor de las capillas para panteón familiar.
El convento de Santo Domingo estaba situado junto a la Ciudadela,
al otro lado del puente que comunicaba el Palacio con la ciudad.
Había sido fundado en 1239 por los dominicos
sobre terrenos concedidos por el rey Jaime I.
Desde época de Alfonso el Magnánimo
hubo una especial vinculación entre ambos edificios,
pues durante un tiempo el rey quiso establecer en el cenobio
el panteón funerario de su estirpe.
En aquellos momentos se confirió al Palacio cierto criterio urbano
al acondicionar el Llano del Real,
una diáfana extensión delante de su acceso principal,
que constituiría el lugar de encuentro entre la ciudad y el rey
a través de las manifestaciones festivas,
comunicado con la ciudad por uno de los puentes sobre el Turia,
puente que debía enlazar la residencia del rey
con su última morada en el panteón dinástico dispuesto
en la capilla de los Reyes del convento de Santo Domingo,
al que se dotó también de una plaza
capaz de albergar actos multitudinarios.
En 1431 se construyó en el convento una capilla
en piedra de Murviedro oscura y desnuda
para enterrar en ella al Rey Magnánimo
y a su esposa María de Castilla.
Después, los cónyuges, desavenidos,
habían preferido otros enterramientos,
dejando en las paredes de la capilla funeraria
dos arcosolios vacíos.
El duque de Calabria había intentado
recuperar para sí el proyecto de su antecesor,
pero el emperador se había opuesto.
Fue el mismo emperador, sin embargo,
quien donó la capilla a doña Mencía.
Mencía dejó encargado para sus padres
un sepulcro de mármol que ella ya no vería.
Para sí misma sólo dispuso una sencilla lápida de alabrastro
al pie de las figuras paternas.
Aquí, en el centro de la Capilla de los Reyes, yace,
a los pies del magnífico sepulcro,
en el centro de la ciudad de la que fue virreina,
doña Mencía de Mendoza y Fonseca,
en una capilla construida para mausoleo real,
en una capilla de oscura piedra,
sin más adorno que un pequeño retablo
con las figuras orantes de Alfonso el Magnánimo
y de Juan Segundo.
Sobre la lápida, una inscripción nos dice:
«A la princesa doña Mencía Mendoza;
hija de don Rodrigo Mendoza y doña María Fonseca su mujer,
marqueses de Zenete;
esposa de don Fernando de Aragón, duque de Calabria;
excelentísima y singular matrona enaltecida con brillantes dotes
de espíritu, ingenio, virtud, fortuna y nobleza,
que vivió 45 años, 1 mes y 5 días
y murió en 4 de enero de 1554.
Su heredero, don Luis de Requesens,
comendador mayor de Castilla, de la Orden de Santiago,
para que quedase un perpetuo monumento de su cordial gratitud
e imperecedera memoria de los ilustres antepasados de la difunta,
de su propio peculio hizo costear
estos sepulcros y estatuas de mármol de Paros».
Aquí la Marquesa comparte para siempre la tierra
con el pintor Juan de Juanes,
cuyos restos en 1850 fueron sacados
de la desaparecida Iglesia de la Santa Cruz de Roteros
y enterrados aquí, en una cripta bajo la ilustre sepultura.
***
La hermana de Mencía, Catalina,
casada con Juan Sancho de Tovar y Velasco,
tampoco tuvo descendencia.
La hermana menor, María,
heredó los bienes y títulos de Mencía
y, casada con su primo Diego Hurtado de Mendoza,
primogénito de la Casa del Infantado,
unió los títulos paternos a los de la rama principal de los Mendoza
en su hijo, quinto Duque del Infantado.
Doña Mencía murió en 1554.
Sus libros fueron depositados en el convento de Santo Domingo
y entregados posteriormente a su heredero, Luis de Requesens.
En 1560, su espléndida colección de cuadros,
entre los que figuraban algunos Boscos,
se vendió en almoneda,
y el olvido cubrió su figura para siempre.
***
El convento en el que yacían sus restos, sin embargo,
mantuvo su especial relevancia.
La fachada de su iglesia es del siglo XVI,
obra del arquitecto Francisco de Mora
por encargo de Felipe II.
Y aún Felipe III eligió Santo Domingo como residencia
cuando en 1604 regresó a Valencia con motivo de las Cortes
que se celebraron en el mismo cenobio.
Era entonces Valencia conocida
como “la ciudad de las mil torres”,
una de las ciudades españolas
con más conventos, monasterios e iglesias.
***
Tras la muerte de Fernando y Mencía
no volvió a tener el Palacio Real
virreyes vitalicios ni de tan alta alcurnia,
pero aún, en los siglos siguientes,
se vivieron en él grandes momentos
con ocasión de las visitas reales.
Felipe II ordenó en varias ocasiones al maestre racional
que desde la almáciga del Real de Valencia
enviase naranjos, limoneros, moreras y plantas florales
para embellecimiento de los jardines de su Palacio de Aranjuez.
En abril de 1564 Felipe II habitó el Palacio
con ocasión de celebrar Cortes y jurar los Fueros del Reino,
y el Palacio desplegó con suntuosidad la etiqueta de Borgoña.
En enero de 1586
Felipe II regresó acompañado por sus hijos
el príncipe Felipe y la infanta Isabel Clara Eugenia,
así como por amplio séquito en el que se encontraba
el notario apostólico y arquero de la guardia del cuerpo real,
Henri Cock, que en su relación del viaje dice:
«No habemos de dexar de referir
los más principales edificios de la ciudad,
entre los cuales se ofresce primeramente el Real,
que en otro tiempo fue de los moros,
de muy linda fábrica, y está al norte, fuera de la ciudad,
como un tiro de ballesta del rio Guadalaviar,
y dícese que tiene tantos aposentos como hay días en el año.
Tiene ansimismo lindas huertas,
y en una dellas hechos caballeros de verduras, que rompen la lanza,
y diversos animales fechos de mirtho.
En otra huerta hay un estanque lleno de buenos peces.
Críase tambien en este Real un leon y leona a costa de Su Majestad».
Se refería Cock al llamado Jardín de los Personajes,
en el que los jardineros recortaban los arbustos
creando caprichosas figuras.
Ondeó la bandera real en cada visita de Felipe II
y en 1571 con la victoria de Lepanto,
y con ocasión de cada fiesta y alegría notable.
De la importancia de las obras
que constantemente se llevaban a cabo en Palacio
da idea el hecho de que en 1578
el maestro de obras Joan Salvador reclamaba salarios
semejantes a los que se pagaban a los diputados e inquisidores.
Felipe III eligió Valencia
para celebrar su enlace con Margarita de Austria.
En noviembre de 1598,
dos meses después de la muerte de Felipe II,
se escribía desde El Pardo al alcaide del Real
sobre las obras que debían acometerse,
según trazas de Francisco de Mora, arquitecto del rey.
También era éste aposentador de palacio,
por lo que dio trazas sobre otros lugares
que debían alojar a los monarcas,
como el monasterio de San Miguel de los Reyes.
Entre 1598 y 1599 se prestó atención a lo lúdico
con el aprovisionamiento de leones,
peces para el vivero y cuidado de los huertos.
Unos versos en la entrada triunfal del Mercado
dispuesta para recibir a la nueva reina,
apuntaban cómo los jardines y huertas del Palacio
evocaban los Campos Elíseos
y superaban a los de Aranjuez y El Pardo.
Los novios permanecieron en la ciudad
desde el 19 de febrero al 4 de mayo de 1599.
Valencia se convirtió de nuevo en corte
y la boda se celebró en la catedral
en medio de un fastuoso ceremonial.
El romance del estudiante Miguel de Vargas,
dedicado a Felipe III con motivo de su llegada en 1599, decía:
«Y es el Real Palacio
Cassa de Reyes bien digna.
El sitio do esta el Real,
Quantos lo vehen ymaxinan
Un paraysso en la tierra
Cercado de mil dilicias.
Desde alli se vehe la mar
Y la ciudad que se hos pinta
Y es xardin quanto rodea
Del horizonte la vista.
Y por delante su puerta
Guadalaviar camina
Planteando con sus hondas
Su verde margen y horilla.
El que tiene cinco puentes
Todas de piedra macissas,
Y hes grandeza que una dellas
Para el Real sola sirva.
Y porque por esta parte
Turia en los muros batia,
Para su defensa y gala
Ay muralla grosisima».
Y el poeta valenciano Gaspar Aguilar,
en sus Fiestas Nupciales, escribía ante la boda real:
«Fue al mismo punto en el palacio abierto
Uno de los mas bellos miradores,
De damas y de luzes tan cubierto
Como el abril de frutas y de flores,
Do los Reyes, con horden y concierto
Salieron a mirar los resplandores
De aquellos que mirados desde lexos
Hazian en los hojos mil refflexos».
El banquete de bodas se celebró el 18 de abril.
La capilla se puso al servicio de los actos lúdicos
organizados en el salón principal,
que estuvo amenizado por músicos invisibles,
porque se hallaban en la tribuna de la iglesia contigua.
En el mismo salón tuvo lugar
la ceremonia del Lavatorio de los Pies a los Pobres,
que realizaron Felipe III y su hermana el día de Jueves Santo.
Felipe III mantuvo la torre principal y dependencias anejas
como centro de su vida en el Palacio,
y en la Sala de los Ángeles recibía a sus más allegados.
Felipe IV se alojó en Palacio en 1645,
con motivo de la celebración de Cortes en Valencia.
Un año antes, el virrey, a semejanza de lo realizado
en los alrededores del Palacio del Buen Retiro,
mandó plantar una arboleda de álamos en el lado oriental del palacio,
entre el puente del Real y el del Mar,
que fue el origen de la Alameda.
En tiempos de Carlos II, se hizo costumbre festejar su aniversario
con ejercicios ecuestres en el Llano del Real
y encuentros literarios
como la Academia a los años de Carlos II celebrada en 1669
o la Academia al casamiento del rey en 1679,
con motivo de su boda con María Luisa de Borbón,
que también supuso que en el Llano se corrieran y rejonearan toros,
y se celebraran noches de luminarias y otras fiestas,
y se fabricaran teatros desmontables para la Sala de Comedias,
para que con mayor decencia se pudiesen hacer las representaciones.
En agosto de 1681 se pasó en el Llano
muestra y reseña general de la milicia que el rey tenía en la ciudad,
y ese mismo año se creó la Academia del Alcázar,
que organizó tertulias semanales en Palacio.
El romance que acompañaba el discurso de fundación
establecía un símil entre los dos alcázares,
la academia y el edificio que la acogía, y concluía:
«Y en fin, eminente Alcáçar,
Palacio cortés, ameno
Jardín, siempre pertrechado
Castillo, y glorioso templo;
A quien representación,
Política, istoria, verso,
Y música, asisten doctos:
Ved si arto que admirar tengo».
En el Alcázar, esta Academia llevó a escena
la comedia Aire, tierra y mar son fuego,
escrita por el alcazarista José Ortí y Moles en 1682.
En 1687 se celebró en Palacio la Academia Matemática,
que trasladó al Alcázar sus reuniones.
En 1690 el virrey encargó,
entre los regocijos por la segunda boda de Carlos II,
la representación, en el Salón de Alabarderos del Palacio,
de La fiera, el rayo y la piedra, comedia de Calderón de la Barca,
que se adaptó, introduciendo en el texto interpolaciones
como la mojiganga de autor local
“Las fiestas de Valencia en el jardín de Flora”,
para situar la acción en el palacio valenciano.
Todavía a finales del siglo XVII
el virrey ordenaba traer a Palacio diversos animales,
se seguían celebrando torneos en el Llano
y se festejaban los aniversarios del monarca
con procesiones, invenciones de máscaras
y juegos como el de alcancías,
en el que los caballeros se lanzaban
bolas huecas de barro secado al sol,
del tamaño de naranjas y rellenas de ceniza o de flores,
parándolas con el escudo, contra el que se quebraban.
El cronista Gaspar Escolano en el siglo XVII describía el Palacio:
«Es hoy una de las mayores y mas apacibles casas
que tenga el rey de España en sus estados
pues pasan de trescientas llaves con las que se cierran
las puertas de sus infinitos aposentos».
Sin embargo, con los Borbones desapareció el cargo de virrey
y el Palacio se convirtió en Capitanía General.
Un siglo después, el 12 de marzo de 1810,
el Palacio Real de Valencia fue demolido
en el transcurso de la guerra contra el francés.
Sus restos fueron saqueados.
Sólo se salvó de su grandiosa fábrica
algún fragmento de artesonado
que se conserva en el Archivo del Reino de Valencia.
En 1814 el capitán general de Valencia,
don Francisco Javier Elío,
ordenó amontonar en los jardines
los escombros del derribado Palacio,
y formó con ellos dos pequeños montículos,
las llamadas “montanyetes d'Elio”,
que rodeó de arbustos y flores.
Dos pequeños montículos en medio de un jardín
es cuanto queda de lo que fue,
en tiempos de Mencía de Mendoza,
el mejor Palacio de España.