A unos 16 kilómetros de Ocaña,
con acceso desde ésta y desde Aranjuez,
está el pueblo abandonado de Oreja.
Se halla en lo alto de los primeros cortados
que elevan la Mesa de Ocaña
en la margen izquierda del Tajo,
en medio de un paisaje yesífero de cerros y
vaguadas.
Un lugar apartado desde el que se abarca un
amplio territorio,
la vega del Tajo, Aranjuez,
las nieves de Navacerrada en el horizonte;
cerca, un arroyo;
desde lo alto de los escarpes, la extensión de la
Mesa,
una amplia estepa poco habitada; kilómetros de
estepa...
***
De Noblejas y Ontígola salen sendas pistas que
luego se juntan
y llevan al poblado.
Pero desde Aranjuez, un cómodo camino de 12
kilómetros
es el acceso más fácil.
Desde el Jardín del Príncipe, a la altura de la
Casa del Labrador,
cuando acaba el Jardín,
antes de cruzar el puente de la Reina sobre el
Tajo,
sale a la derecha una pista asfaltada
(la calle de Mariano el Artillero, a continuación
la calle de las Aves)
hacia la urbanización Sotomayor.
A la izquierda se rebasa el Centro de
Mantenimiento
de los Sotos Históricos de Aranjuez.
La pista hace una curva a derecha;
antes de la curva, a la izquierda,
se encuentra la llamada Playa de La Pavera,
en un punto donde se remansa el Tajo.
La pista, tras la curva, cruza un puente.
Frente a él se halla la puerta de la Casa de la
Monta,
yeguada fundada a finales del siglo XVIII, ahora
abandonada.
Desde aquí el camino continúa a la izquierda,
junto a las casas de la urbanización Sotomayor.
Al salir de ésta, terminan los árboles;
el camino, ya de tierra, discurre a pleno sol.
El punto en el que se franquea una puerta de
ladrillo
marca el fin de la provincia de Madrid y la
entrada en la de Toledo.
El camino se interna en la finca de Soto de
Oreja,
una gran explotación agrícola;
la Casa del Soto queda a la derecha.
Se divisa ya, todavía lejano, el castillo de
Oreja,
sobre un risco, a la derecha del camino.
A lo largo de todo el trayecto,
a la izquierda, numerosas sendas conducen a la
ribera del Tajo.
Tras superar el castillo, a la derecha,
tras una gran roca se abre un sendero
que asciende hasta el poblado.
***
En época prerromana hubo ya aquí un importante asentamiento.
Sobre él los romanos levantaron una villa a la
que llamaron Aureliae.
Tras la Reconquista, la Orden de Santiago
impulsó la repoblación de la zona
en torno a la encomienda de Oreja.
Pero desde el siglo XV la población de Oreja fue
disminuyendo
en favor de núcleos más pujantes como Aranjuez u
Ontígola,
municipio al que en la actualidad pertenece.
***
El casco urbano está dividido en dos partes
separadas por un barranco:
Una, antigua, junto al castillo,
y otra, moderna, sobre el cerro contiguo,
a unos 300 metros.
Según el catastro, ambos núcleos
se hallan ubicados en sendas fincas rústicas:
El primero, castillo incluido, en una gran finca
de unas 25 hectáreas,
y el segundo en una más pequeña, de una media
hectárea.
En la finca mayor se encuentra también
un tercer grupo de construcciones
que fueron cobertizos para el ganado.
Éstos se ubican en la parte baja del barranco que
da al Tajo.
Las edificaciones del primer conjunto
se hallan en muy mal estado, completamente
derruidas.
Algunas de ellas fueron acondicionadas con fines
militares
durante la Guerra Civil.
Se advierten, entre las ruinas,
numerosas cuevas excavadas en la roca,
con aspecto de búnkers,
que debieron ser bodegas o despensas.
El segundo conjunto, mayor,
está formado por dos líneas de edificaciones
adosadas
en un total de 14 viviendas
que delimitan una calle central sin salida
(la “calle Principal” o “calle de Enmedio”);
las viviendas tienen fachadas por ambos lados,
trazándose así otras dos calles exteriores,
a las que dan los patios.
Todas las casas son de dos plantas.
Muchas de ellas eran dos viviendas
independientes,
accediéndose a la de la planta superior,
en algunos casos abuhardillada,
por escaleras situadas en el patio.
Todas las casas disponen de al menos una
chimenea,
de estilo francés,
situada en la dependencia que hacía de salón.
Algunas viviendas incluso disponen de otra
chimenea
en la habitación principal.
Hay cocinas de leña,
en alguna de las cuales se conservan aún
los huecos donde estuvieron las estanterías de
las alacenas.
Da la impresión de que fueron casas bonitas,
con chimenea y jardín o corral.
Ahora, desmanteladas, con los techos
semiderrumbados,
sus únicos habitantes son los insectos
y las golondrinas que vuelan veloces de
habitación en habitación.
Todas las construcciones son de piedra o adobe,
con gruesas vigas de madera.
Pero en algunas de ellas hay restos
de reformas de tiempos recientes,
paredes de ladrillo, puertas de chapa,
que desentonan con el resto de la edificación.
En el extremo abierto de la calle, hay una
ermita.
Mientras que los demás edificios están en ruinas,
la iglesuela se mantiene en buen estado,
periódicamente encalada.
En los alrededores de las ruinas hay cuevas
y trozos de muro de difícil identificación.
En la ladera del farallón calizo donde se asienta
el pueblo
se encuentran, pertenecientes a la finca de mayor
extensión,
las ruinas de la Casa del Soto,
con rediles para las ovejas y cabañas para los
pastores.
Por allí pasaba el antiguo sendero que subía al
pueblo.
***
Durante mucho tiempo, la mayoría de los orejanos
trabajaron a jornal en la gran finca agrícola de
Soto de Oreja,
propiedad de la familia Monegre,
situada en la vega, debajo del pueblo.
Tenían escuela y maestra
y un cartero que residía en el pueblo
e iba a Noblejas a recoger el correo.
No había médico,
los enfermos tenían que desplazarse a Aranjuez u
Ontígola.
Algunos domingos subía el párroco de Aranjuez a
oficiar misa
y otras veces lo hacía algún fraile
de la residencia El Deleite de Aranjuez.
Apenas recibían visitas de vendedores ambulantes,
por lo que los orejanos, para hacer sus compras,
tenían que acudir a Aranjuez o a Ontígola.
Oreja celebraba su fiesta patronal el 15 de
agosto,
en honor a la Virgen de la Asunción.
Había misa, una procesión
y por la tarde baile en la explanada frente a la
ermita.
La música la ponía un organillero, el ¨Galguete¨
de Aranjuez.
De Aranjuez subían también turroneros y
almendreros
a instalar sus tenderetes...
Hubo un proyecto de subir la luz desde la finca
de Soto de Oreja
mediante un transformador,
pero los orejanos no quisieron asumir el gasto,
por lo que hasta el final se iluminaron con
velas, candiles y quinqués.
Otro tanto ocurrió con el agua,
el proyecto de canalizar una fuente cercana no
cuajó
y los orejanos siguieron suministrándose del río
Tajo,
adonde bajaban con cántaros en caballerías.
Los jóvenes fueron marchándose
a Aranjuez, Ontígola, Noblejas, Colmenar,
aunque algunos siguieron yendo a Oreja a trabajar
las tierras.
Los más ancianos murieron en el pueblo.
En 1959 no quedaba nadie.
Sin embargo, todavía hoy los antiguos vecinos y
sus descendientes
continúan reuniéndose el 15 de agosto
para celebrar la fiesta del pueblo.
Ellos mantienen la ermita en buen estado.
En los últimos años, ha habido algún intento de
restaurar el pueblo.
Ha habido quien se ha puesto en contacto con los
propietarios.
Sin embargo, al parecer éstos prefieren que sus
casas se arruinen
antes que venderlas o cederlas,
debido a un extraño apego a la propiedad.
***
Hasta comienzos del siglo XXI, el pueblo,
abandonado,
se mantuvo casi intacto.
En las casas quedaban incluso muebles
y armarios con ropa.
Luego se puso de moda para organizar festejos.
Ése fue el comienzo del fin.
En la actualidad el despoblado se ha convertido
en un vertedero:
hay, en todos los rincones,
montones de latas, botellas, cartones y bolsas de
plástico.
Las paredes están llenas de pintadas.
El solitario enclave es escenario frecuente
de fiestas rave, botellones y actos vandálicos.
Últimamente parece que a las gamberradas se han
añadido
juegos de “airsoft” o “pintball”.
Las casas han sido saqueadas y destrozadas,
todo está lleno de basura.
El estado de ruina ya es irreversible.
***
El cementerio se halla algo apartado del pueblo,
en un pequeño recinto.
Los vecinos siguen llevando flores a las tumbas.
Pero había otro cementerio...
***
Cuando desciendo la cuesta veo una cruz a la
izquierda del camino.
No la vi al subir,
quizás porque iba atenta a la aparición del
despoblado.
Junto a la cruz hay un hombre flaco y encorvado.
Al acercarme,
veo que tiene una pala en las manos y un pico a
su lado.
Veo también que, al borde del camino,
hay unas cuantas cruces tiradas, amontonadas,
y que el hombre se halla en lo que parece ser un
cementerio.
O, mejor, los restos de un cementerio,
porque el hombre parece estar levantándolo,
está excavando, arrancando las cruces, removiendo
las fosas.
Advierto que en la cuneta hay también un ataúd de
madera de pino.
Estoy sola en medio del campo,
frente a un hombre con un pico y una pala
que está destruyendo un cementerio.
Estoy a unos pasos de un ataúd recién sacado de
su fosa,
y a unos pasos del hombre que lo ha sacado.
Es una situación extraña.
Me encantaría tomar unas fotos del truculento
escenario,
pero me digo que quizás al hombre no le guste la
idea.
Al final, considero más prudente seguir andando.
Seguramente hay una razón lógica y sencilla
que explica que este hombre esté desmantelando
lo que parece un cementerio antiguo.
Pero, como la desconozco,
su acción se me antoja absurda y siniestra.
En los días siguientes no dejo de pensar en
aquella escena.
Decido volver.
Recorro el sendero cuesta arriba,
esta vez mirando no al frente sino a mi derecha,
buscando lo que pueda quedar del cementerio.
Pero llego hasta el despoblado sin haber visto
nada
que siquiera recuerde a un camposanto.
Extrañada, me digo que quizás al ascender algo lo
oculte
y que sea más visible yendo en dirección
contraria,
así que emprendo nuevamente el descenso,
fijándome en el lado izquierdo del sendero.
Otra vez, la cuesta se termina sin que haya visto
nada
parecido a una cruz ni a una tumba.
Estoy desconcertada. Aquí había un cementerio.
Aquí vi a un hombre arrancando cruces y abriendo
tumbas.
No he tenido una alucinación. Vuelvo a subir,
despacio.
Llego a la conclusión de que sólo hay un punto
en el que pudo estar el cementerio.
Sólo hay una explanada que pudiera darle acogida.
Así que me adentro en ella,
mirando con detenimiento la tierra que piso.
Tuvo que estar aquí, pero no queda ni rastro.
Incluso la maleza parece haber crecido a gran
velocidad.
Casi ni rastro.
A fuerza de caminar por la explanada,
acabo descubriendo unos pocos túmulos,
pequeños amontonamientos de piedras
que tal vez señalan los lugares en los que hubo
enterramientos.
Nada más.
Nadie que pasara por aquí ahora podría adivinar
que este llano junto al sendero
fue hasta hace unos días un camposanto.
¿Qué ha pasado?
¿Por qué este cuidado
en hacer desaparecer todo rastro del cementerio?
Ahora lamento doblemente
no haber fotografiado el lugar en mi primera
visita.
Quizás fui la última persona que vio el
cementerio.
Tomo, de todas formas, unas fotos de los
montoncitos de piedras,
continúo aún un rato examinando el terreno
con la esperanza de encontrar algún otro resto,
y sin conseguir dar una explicación razonable a
lo ocurrido.
Me alejo de allí con una sensación extraña,
sin poder dejar de preguntarme quién y por qué
ha hecho desaparecer el cementerio.