Pareciéndoles a nuestros cronistas
que era necesario dar causas y razones
de cómo se pudo perder España en tan poco tiempo,
siendo un reino tan grande, fuerte y poderoso,
y de gente tan belicosa;
y que no sólo le pudieron ganar los moros,
mas poblarle y sostenerle por tantos centenares de
años,
escriben que la causa de ello fue
la fuerza que el rey Don Rodrigo hizo
a una hija del conde Don Julián, que era gran
señor de España.
Y que, además de esto, el rey Witiza, su antecesor,
pensando conservarse en su estado,
hizo derribar los muros de las ciudades y villas de
España
y mandó deshacer las armas y hacer de ellas rejas y
azadas;
y que envió a vender fuera del reino
todos los caballos que había en él;
siendo todas estas cosas tan contrarias a la razón.
Y la forma como se vino esto después a cumplir
fue que dos hijos del rey Witiza, llamados Sisebuto
y Eban,
viéndose echados del reino que había sido de su
padre,
que de hecho era suyo,
se juntaron con el dicho conde Don Julián
y con el arzobispo Don Opas,
y con otros parientes y amigos suyos,
los cuales se aliaron contra el rey Don Rodrigo,
acordando pedir ayuda para ir contra él a los
moros,
que eran ya señores de toda África y de otras
muchas partes.
Con el cual acuerdo pasaron los moros a España
y la sometieron toda,
como nuestros cronistas lo escriben.
Era Don Rodrigo hombre esforzado
y diestro en la guerra y en los negocios,
mas no menos destacado en los vicios,
así en la crueldad como en la destemplanza
y en el mal vivir y dañadas costumbres.
El rey Don Rodrigo desterró de España con gran
vileza y deshonra
a los dos hijos del rey Witiza,
no contento con haberlos despojado del reino de su
padre.
Y además de esto, hizo fuerza a una hija del conde
Don Julián,
que el dicho Don Rodrigo tenía en su palacio por
dama,
que se llamaba Florinda, a la cual los árabes
llamaron la Cava,
por nombre infame, que quiere decir mala mujer.
Los pormenores de la fuerza por el rey Don Rodrigo
hecha a la Cava
son tratados de muy diversas maneras,
según las crónicas en las que se recoge tan cruel
episodio.
En la crónica de Fatho-l-Andaluci
se dice que existía en España en aquellos tiempos,
entre las personas ricas e ilustres,
la costumbre de llevar a sus hijas al alcázar del
gran rey,
donde recibían una buena educación con las hijas
del monarca,
enseñándoles lo que aprendían éstas de
conocimientos y labores;
luego, elegía el rey entre los hijos de sus nobles
los que con ellas habían de desposarse
y las equipaba para la boda.
El dicho Don Julián envió a Toledo a su hija
y estaba ésta en el palacio de Rodrigo,
al que visitaba una vez al año, por agosto,
llevándole presentes, objetos preciosos y
delicados, y aves de presa.
Era su hija de las mujeres más hermosas,
y sobre ella cayó la mirada de Rodrigo.
Hallándose éste un día completamente embriagado,
tuvo comercio carnal con ella y la deshonró.
Cuando estuvo sereno, le contaron lo sucedido y se
arrepintió,
y mandó que se ocultase
y que se impidiese a la joven hija de Don Julián
hablar a solas con nadie, para que no lo contase
o escribiese una carta a su padre
con que se informase éste del asunto.
No pudiendo la joven hablar a solas con nadie para
contarlo
o escribir una carta a su padre,
le envió un regalo de objetos preciosos y raros,
y entre ellos un huevo corrompido.
Llegó el regalo a su padre, que vio el huevo con
extrañeza;
y considerando el asunto, con su inteligencia
comprendió
que su hija había sido corrompida.
Fue a ver al rey en tiempo distinto del
acostumbrado;
esto es, en el mes de enero.
Y le preguntó Rodrigo: “¿Qué te trae en este
invierno cruel?”
A lo que contestó: “Vengo en busca de mi hija,
porque su madre está enferma y a punto de morir,
y me ha dicho: «No puedo pasar sin ver a mi hija
y recrearme con ella antes de morir».
Rodrigo le dijo: “¿Tienes algún ave?”
A lo que contestó: “En efecto, cuido para ti aves
que no hay semejante a ellas y pronto te las
traeré, si Dios quiere”.
Referíase con esto a los árabes.
Tomó a su hija y marchó sin demora a África, en
busca de Muza,
al que contó la historia de su hija y le despertó
la codicia de España,
ponderándole lo fácil de su conquista
y la abundancia de sus riquezas y su fertilidad.
A propósito de cómo llegó al Conde Don Julián
la triste nueva de la vileza que el rey Don Rodrigo
hizo en Florinda
hay muy diversas opiniones.
Trae en su Historia el padre Juan de Mariana una
carta,
admitiendo que la injuriada Cava logró escribirla
y hacerla llegar a manos de su desconsolado padre.
En aquella carta, entre otras cosas, decía lo
siguiente:
“Ojalá, padre y señor, ojalá la tierra se me
abriera
antes que me viera puesta en condición de
escribiros estos renglones
y, con tan triste nueva,
poneros en ocasión de un dolor y quebranto
perpetuo.
Con cuántas lágrimas escribo esto,
estas manchas y borrones lo declaran...
¿Qué salida tendrán nuestros males?
¿Quién, sino vos pondrá reparo a nuestra cuita?
¡Oh triste y miserable suerte!
En una palabra; vuestra hija, vuestra sangre, por el
rey Don Rodrigo,
al que estaba encomendada, como la oveja al lobo
con una maldad increíble ha sido afrentada.
Vos, si sois varonil, haréis
que el gusto que tomó de nuestro daño se vuelva en
ponzoña
y no pase sin castigo la burla que hizo
a nuestro linaje y a nuestra casa”.
Cierto cronista de nombre no conocido
relató los pormenores de la historia del rey
Rodrigo y la Cava
con mucho lujo de detalles.
Este anónimo escritor, con toda probabilidad
toledano de nación,
comienza su crónica recreándose en pintar
los deleitosos vergeles que había hecho el rey
Rodrigo
en lugar cercano a su alcázar.
Frutales muy variados y selectos, cipreses, arrayanes
y laureles
daban sombra y perfume a la huerta,
en cuyo centro estaba una alberca muy grande,
llena todo el día de agua del Tajo, por medio de
canales.
Dice el cronista que mandó allí poner
una muy gran multitud de pavones,
y tantos y tan hermosos eran, y tanto entre sí
multiplicaban,
que hubo aquella huerta de tomar de aquella parte el
nombre
y llamábase el corral de los pavones.
E muchas doncellas –prosigue–,
hijas de muy altos hombres que con la reina estaban,
cada que algunas horas se habían ganas de bañar en
aquella alberca,
dejaban al rey y a la reina durmiendo
e íbanse a recrearse allí aquellas a quien placía
de aquel deporte.
Y fue así que, dejando estas doncellas
al rey y a la reina durmiendo una siesta,
apartáronse dos doncellas de las otras,
una a la que decían la Cava, hija del conde Don
Julián,
y la otra doncella que la acompañaba;
y fuéronse ambas a la alberca de la huerta,
y desnudáronse como nacieron y metiéronse en el
agua.
Y tanto tiempo se estuvieron por allí divirtiéndose,
hasta que el rey despertó e dejó durmiendo a la
reina,
así como otras veces hacía,
y comenzóse a pasear por las galerías y corredores
de su alcázar.
Y andando así, llegó a una ventana
descuidadamente,
donde vio estar las doncellas en el modo antes
dicho.
Y como aquella doncella Cava, hija del conde Don
Julián,
era de muy gracioso cuerpo, alba como la nieve,
fue de súbito el rey de ella enamorado
en tanto grado que quería morir por ella.
Y como los sus amores no podía conseguir,
procuró en muy grande secreto cómo con ella
durmiese.
Y fue así que plogó a Dios que la doncella fuese
preñada del rey.
Era entonces Don Julián gobernador de Ceuta
y capitán de las fronteras de África,
adonde a la sazón estaba cuando mancilló Don Rodrigo
a Florinda.
Los hijos de Witiza se embarcaron para África
y se aliaron con el conde Don Julián,
y concertaron para vengar sus injurias
de llamar y convocar a los moros, que viniesen
contra España.
El conde Don Julián aceptó de buena gana el acuerdo,
queriendo vengar su particular injuria;
y así, se fue para África
y concertó con Muza, gobernador de aquellas
tierras,
de entregarle todo el imperio de España
si le daba bastante ejército, con todo lo necesario
para la guerra.
Y el gobernador Muza,
habiendo probado la fidelidad del conde Don Julián,
envió doce mil hombres de nación moros
con un capitán llamado Tarik, que era tuerto;
el cual, pasó discretamente a Gibraltar y Tarifa
en navíos de mercaderes.
Ya en España, Tarik y los suyos
destruyeron muchos pueblos y ciudades,
robando y devastando toda la tierra que pisaban.
Sabido esto por el rey Don Rodrigo,
envió contra ellos un primo hermano suyo, llamado
Íñigo;
y, llevando gente poco práctica y ejercitada en la
guerra,
dicen que fue vencido del capitán Tarik,
quedando los moros y el conde Don Julián y sus
parciales
más soberbios que antes.
Cuando las gentes africanas supieron la victoria del
capitán Tarik,
crecióles tanta codicia de las riquezas de España;
comenzaron a pasar muchedumbre de moros,
como a tierra tan excelente y rica y cercana a la
suya.
El rey Don Rodrigo, a la vista de cuanto pasaba,
juntó las más gentes que pudo y fue de seguido
contra los enemigos,
y entró en batalla cerca de la ciudad de Jerez,
en la ribera del río Guadalete,
donde pelearon ocho días continuos sin poderse
conocer la victoria.
Y en el último día, que fue el once de septiembre,
pelearon fortísima e inhumanamente,
por lo cual el rey Don Rodrigo, descendiendo de su
carro de marfil,
donde estaba con su corona de oro y vestidos reales,
conforme a la dignidad y uso de los reyes godos,
subió en un caballo llamado Orelia, por animar a
los suyos,
que conocía no podían resistir al ímpetu de la
multitud de los moros.
Los cuales, cargando con furia y vocería sobre los
godos,
gente cansada y no acostumbrada a batallas,
alcanzaron la victoria.
En esta infeliz batalla pereció
la potencia de los reyes godos de España,
que en los tiempos antiguos había sido tan famosa
y celebrada en el mundo.
Toda España vino en poder de los moros,
excepto las Asturias y Cantabria.
Del rey Don Rodrigo qué se haya hecho no se sabe;
unos dicen haber muerto en la batalla, otros lo
niegan.
Algunos escriben que se halló
su caballo y las insignias reales en un muladar,
mas el cuerpo nunca más apareció.
Cuentan algunos narradores de leyendas
a propósito de esta oscura historia de Don Rodrigo
y la Cava
que, tiempo después de ganada Toledo por los
musulmanes,
los habitantes de la ciudad andaban atemorizados,
pues todas las noches comentaban con terror
la aparición de una mujer loca y desmelenada
que, dando gritos y entre carcajadas,
recorría con extraviados pasos
las orillas del río cerca del puente romano,
al tiempo que escudriñaba las aguas del Tajo
murmurando palabras extrañas,
que inundaban de miedo y tristeza a cuantos la
veían y oían.
¿Era un ser humano? ¿Era un fantasma?
¿Tenía cuerpo real,
o era imaginaria la forma con que se presentaba a
los mortales?
Nadie logró dar respuesta a tan extrañas apariciones.
Mucho tiempo pasó así;
mucho tiempo fue objeto de conversaciones
mantenidas en voz baja y al oído,
y de las más aventuradas hipótesis.
Un día desapareció y nadie volvió a verla.
Pero, desde entonces, ocurrió una cosa muy
extraña:
todas las noches,
apenas el sol hundía en el horizonte su disco de
diamante
y las nubes encapotaban el cielo,
en esos momentos de calma que preceden a la
tempestad,
veíase, en pie sobre el torreón que hoy se
conserva
de los baños de la Cava,
una figura descarnada y seca, con el cabello suelto
al aire,
volviendo a todas partes la triste mirada de sus
ojos,
sin expresión y sin vida;
de repente, elevaba la vista hacia el palacio
que fue residencia de Don Rodrigo;
el viento, que rugía, modulaba un grito prolongado;
y, al espirar, otra sombra, la sombra de un
caballero armado
surgía también sobre el viejo palacio real.
Y los dos fantasmas se miraban,
clavaban uno en otro sus pupilas sin luz,
y entonces la claridad de la luna desaparecía por
completo
y las tinieblas más espesas reinaban sobre la
ciudad amedrentada.
En aquellas horas nadie se atrevía a salir a la
calle,
por miedo a encontrarse entre las sombras de la
noche
con aquellas fantasmales figuras
que vagaban por las tenebrosas riberas del Tajo.
Algunos atemorizados toledanos,
para buscar remedio a tantos males,
acudieron a un viejo ermitaño,
a quien relataron los extraños sucesos
que tan poderosamente llamaban su atención,
pidiéndole que implorara del cielo la gracia
de que aquellas sombras volvieran a dormir
sosegadas en su sepulcro.
Púsose en oración el anciano
y, cuando a la noche acarició el sueño sus
pupilas,
apareciósele una figura, semejante a la que
pintaban los toledanos,
y esta figura abrió los labios para hablar y le
dijo:
— Yo soy Florinda la maldita, Florinda la Cava,
la hija impura del conde Don Julián.
Cuando supe que España era, por mi desgracia,
esclava de los hijos de Mahoma,
una voz se alzó en lo más profundo de mi alma,
mandándome venir en busca de mi honor perdido
en las revueltas aguas del Tajo.
Y así lo hice; y, evocada por mi llanto,
el alma de Don Rodrigo baja también a llorar su
culpa
a las rotas almenas de su palacio.
Ve allí; bendice en nombre del Omnipotente
aquellos lugares malditos,
y mi alma no volverá a aparecer en ellos.
Y la sombra desapareció, perdiéndose en el
espacio.
Despertó sobresaltado el ermitaño,
y aquella noche, seguido de muchos toledanos
que portaban teas encendidas,
trasladóse a los baños de la Cava, aguas abajo del
puente romano,
llevando entre sus manos una tosca cruz de madera.
Apenas llegó el anciano monje a las proximidades
del torreón,
de su interior salió el cuerpo corrupto de la
hermosa Florinda
y fue a sumergirse en el río, con admiración de
todos.
El ermitaño bendijo aquellos parajes en nombre de
Dios
y, postrándose de rodillas,
rezó por las extraviadas almas de Don Rodrigo y la
Cava,
que jamás volvieron a aparecerse,
para descanso de los atribulados ciudadanos de
Toledo.
PEDRO DE ALCOCER.
Historia de la Imperial
Ciudad de Toledo
Libro Primero. Capítulo XLII
FRANCISCO DE PISA.
Descripción de la
Imperial Ciudad de Toledo
Libro Segundo. Capítulo XXXII
JUAN DE MARIANA.
Historia General de
España
Segunda Parte. Libro IV. Capítulo VII
JUAN MENÉNDEZ PIDAL.
El último rey Godo
EUGENIO DE OLAVARRÍA.
Tradiciones de Toledo