El río Duratón (“Duero pequeño”)
nace en Madrid, en el término de Somosierra,
a partir del arroyo de las Pedrizas;
atraviesa Segovia,
donde da nombre a la aldea de Duratón, junto a Sepúlveda;
y desemboca en el Duero,
junto a Peñafiel, en la provincia de Valladolid.
Cerca de Sepúlveda se abre el cañón del Duratón,
cuyos meandros y hoces se van haciendo más pronunciados y hondos
hasta llegar al fin del cañón en Burgomillodo.
Desde la Prehistoria, hubo asentamientos humanos
en estas penínsulas que el Duratón fue creando en su cuenca,
en las cuevas que se formaron en las paredes del tajo,
en las que se conservan pinturas rupestres...
En el siglo III, en la época de las persecuciones romanas,
los cristianos se ocultaron en estas cavernas.
Un primer mártir de ese tiempo fue San Pantaleón,
que será venerado después en la zona.
En la época visigoda hubo en las hoces
pequeños centro de culto
y ermitas habitadas por solitarios anacoretas.
Quizás hubo, en el lugar donde se erigirá el monasterio de la Hoz,
un primitivo cenobio que fue destruido por los árabes.
En un lugar remoto.
Colgado de un risco sobre el agua.
Aquí, en milagroso equilibrio,
construyeron los frailes su retiro
para vivir el milagro permanente del sol reflejado en el río
y el vuelo circular de los buitres
recortado contra el horizonte en el crepúsculo.
***
En el año 1231, tras la clásica aparición de la Virgen a un pastor,
los benedictinos de San Frutos, que tenían derechos sobre la zona,
donaron una de las penínsulas, a unos 3 kilómetros de San Frutos,
en un lugar donde quizás ya hubo un templo visigodo,
a la Orden de los franciscanos,
que fundó en el lugar, casi al borde del agua,
cercado por grandes peñascos,
el monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles de la Hoz.
Una especie de barco varado en la estrecha lengua de roca.
Una de esas fundaciones que los franciscanos llamaron “desiertos”,
por hallarse en lugares despoblados.
En la mañana del 7 de septiembre de 1492 el edificio se derrumbó,
debido a un desprendimiento de rocas provocado por una tormenta.
No murió ningún monje,
porque todos estaban rezando maitines en la iglesia,
y ésta permaneció intacta.
Los franciscanos pidieron ayuda a Isabel la Católica.
La reina costeó la reconstrucción, reservando para sí una estancia.
Isabel, siendo todavía infanta,
ya había visitado el monasterio, durante su estancia en Sepúlveda.
También Felipe II, en 1565, se alojó en las dependencias del cenobio
y aportó fondos para su ampliación.
Reyes y nobles pasaron por aquí
y ayudaron al sostenimiento de la comunidad.
En 1680, este monasterio acogió
el primer Colegio de Misioneros de España,
aunque en 1683, debido a la falta de espacio,
el Colegio se trasladó al convento de Sahagún.
No era un lugar idílico, sino con algo de terrible y pavoroso.
En el siglo XVIII, el franciscano Felipe Vázquez,
en su Historia de Nuestra Señora
de los Ángeles de la Hoz,
lo describía así:
«Yace un convento en una profundidad horrenda.
Yace, digo; porque está como en una lóbrega sepultura,
que, a no hacerle soberanas influencias habitable,
no pudieran vivir en él ni las fieras.
Le cerca el meridiano río Duratón tan ruidoso,
que, estrellándose en las vivas peñas, se abre camino con tal fuerza,
que hasta que los oídos se habitúen al estruendo,
causa de día y de noche pavor y miedo;
de suerte que no se puede dormir
por lo bullicioso de sus clamorosas aguas,
que chocan con las breñas y peñascos disformes
que a cada paso están cayendo.
Es una hermosura, como la del toro,
a quien hace más guapo lo torbo de su repilado o erizado cuello,
y cuya frente amenaza una muerte en cada sortija.
[...]
El sitio es muy herido por lo natural;
pues está en una profundidad no ponderable, y concavidad indecible,
bien apartado de poblaciones,
porque el más inmediato pueblo dista quasi una legua del Convento.
Está casi aislado por las aguas que le cercan.
Son muchas las nieblas que le ofuscan,
y a cada paso las piedras se desgajan;
porque son una especie de piedras deleznables,
sin aquella liga o virtud que se advierte en otras fuera de este lugar;
porque las desunen las muchas lluvias,
los calores del verano y los yelos del invierno».
Era, en cualquier caso, un “lugar del espíritu”.
La comunidad franciscana de la Hoz
estaba integrada por unos treinta religiosos
que vivían de los recursos de la zona: huertas, ganado, caza y pesca.
Con la desamortización de Mendizábal,
que tanto patrimonio histórico y artístico llevó al desastre,
los religiosos tuvieron que abandonar el lugar.
Muchos de los objetos de valor del cenobio
terminaron en manos privadas.
El edificio entró en un proceso de ruina, y va desapareciendo.
Hasta hace poco quedaban restos de pintura,
inscripciones, escudos, piedras talladas...
Se mantiene un lienzo con ventanas,
que quizás se desmorone pronto.
Sus desgastadas piedras se confundirán con las rocas.
Los muros cada día se desploman un poco,
creando a su alrededor una especie de bruma,
la neblina de cuyo seno pueden surgir seres imposibles.
Ahora esto son piedras fantasmales.
¿Existe de verdad esta ruina colgada sobre el río
o es un espejismo,
un reflejo del agua en la roca,
una concentración de evocaciones en este meandro solitario?
***
Hasta el siglo XX el acceso al monasterio era sencillo.
Fuente: Ayuntamiento de Sebúlcor |
Los frailes y sus ocasionales visitantes
podían ir y venir del monasterio por la ribera del río
y también por la otra margen de éste, cruzando un pequeño puente.
Fuente: Instituto del Patrimonio Cultural de España |
En la primera mitad de este siglo se construyó una presa
en la pedanía de Burgomillodo.
Fuente: Instituto del Patrimonio Cultural de España |
El embalse hizo subir el nivel de las aguas del Duratón.
Los accesos al cenobio desaparecieron bajo éstas.
Fuente: Catálogo Monumental de la Provincia de Segovia |
Queda sólo un empinado sendero que baja por la peña
y que en el estiaje, cuando el caudal del Duratón disminuye,
vuelve a hacer posible llegar al monasterio por la orilla del río.
***
La proximidad del santuario de San Frutos
hace que las ruinas de la Hoz también atraigan turistas.
Turistas que, desde Sebúlcor,
se aproximan en coche hasta donde es viable,
dejan el vehículo cuando ya no queda más remedio
y se acercan ruidosos a arruinar lo único que le quedaba
a la antigua fundación: la soledad.
Los turistas se quejan de que la pista es polvorienta y con baches,
de que no hay sombras en el aparcamiento,
de que aún hay que caminar unos 10 minutos.
Algunos contemplan las ruinas desde lo alto
(situadas en lo hondo de la hoz,
sólo se pueden ver desde el borde del cañón).
Otros se aventuran por el último trecho cuesta abajo,
una senda pedregosa entre las zarzas.
Varias empresas de turismo organizan recorridos en piragua
para ver las ruinas desde el agua.
En septiembre de 2012 el viejo convento
fue declarado Bien de Interés Cultural.
En Sebúlcor una Asociación de Amigos del Convento de la Hoz
organiza actividades en torno al mismo,
como la carrera popular “Senda de los Frailes”.
Aquel “desierto” solitario y terrible de los monjes,
aquel enclave del espíritu y el misterio, ya no existe.
***
Pero antes de que se ponga el sol todos se van.
¿Qué ocurrirá aquí cuando se haga la oscuridad,
cómo será el milagro nocturno, el milagro lunar,
cómo será cuando el líquido de la luna
chorree por estas piedras
y se filtre en esta tierra que ya nadie pisa?
Cualquier aparición es posible entre estas rocas espectaculares,
pero nadie la presenciará.
Habrá milagro cuando nadie pueda verlo.