Alfonso
Rodríguez Gutiérrez de Ceballos
Boletín del Seminario de Estudios de Arte y
Arqueología
1978
“LA TORRE
DE LA CATEDRAL NUEVA DE SALAMANCA”
(1978)
***
En el proyecto de la Catedral Nueva de 1513 no se había previsto ninguna torre
pues se pretendía aprovechar para el nuevo templo una de las de la contigua
Catedral Vieja. En la fachada de ésta se habían levantado dos torres de
flanqueo, la de las campanas y la conocida por torre “mocha”. Pues bien la
primera de ellas, edificada a comienzos del siglo XIII, sirvió de campanario a
la nueva catedral.
El 2 de mayo de 1705 se declaró un incendio
en el chapitel de madera por culpa de un rayo que lo consumió enteramente,
prendió fuego al campanario y arrojó a la calle la campana del reloj, dejando
el cimbalillo y las demás campanas inservibles.
***
Los planes para la reedificación comenzaron
inmediatamente, contándose con la cooperación económica de diversas
entidades y personas: el obispo a la sazón de la diócesis don Pedro Calderón
de la Barca, el Cabildo, la Universidad, la ciudad, colegios, conventos, etc.
También contribuyeron el cardenal Portocarrero, el arzobispo de Sevilla y el
obispo de Valladolid.
Las obras del nuevo campanario procedieron con tanta rapidez que a los cinco meses se
hallaban terminadas, por cuanto que el 26 de octubre se gratificaba al maestro
mayor de la catedral, Pantaleón Pontón
y Setién, por lo que había trabajado y por lo que había ahorrado a la
fábrica en subir las campanas mediante unos andamios especiales hechos a
posta.
A seguido se procedió a rematar la obra que
faltaba, concretamente a construir el nuevo chapitel.
Se quedó con la obra el mismo Pantaleón Pontón y
Setién.
La construcción experimentó, sin embargo, en esta
ocasión, el retraso de un lustro, debido a la escasez de recursos económicos.
De todas formas en diciembre de 1710 se encontraba totalmente
finalizada, habiéndose edificado el ochavo, media naranja y linterna que
constituían el nuevo remate.
El tratamiento fue un compromiso entre las líneas
maestras gótico-tardías del resto del templo y el lenguaje barroco de
comienzos del siglo XVIII.
El campanario consiste en una plataforma cuadrada
de las mismas proporciones que las partes antiguas del fuste románico.
A pesar de no haber renunciado al idioma barroco de
los tiempos, Pantaleón Pontón consiguió enlazar los diferentes cuerpos del
campanario y remate de tal suerte que todas las líneas convergiesen hacia esa
flecha aguda en que culmina el conjunto, haciendo que la composición entera
reviviera el espíritu del gótico.
En lo único en que se equivocó el arquitecto fue
en el cálculo de estructuras, pues no cayó en la cuenta de que todo aquel
tremendo tinglado de pisos, fabricado enteramente de piedra, era demasiado peso
para ser soportado por un fuste construido muchos siglos atrás con medianos
materiales y no ideado seguramente para sostener tan gigantesco empuje. Así lo
había de demostrar el paso del tiempo, como veremos a continuación.
***
A los pocos años, en 1729 concretamente, con ocasión de haber subido a la torre, el
aparejador de la catedral Alonso de la
Fuente advirtió una hendidura,
dando cuenta inmediatamente del hecho al entonces maestro mayor Alberto de Churriguera.
Este convocó a consulta a otros cuatro maestros de
la ciudad, que no consideraron la hendidura producto del asiento del campanario
nuevo sino como algo que ya existía desde mucho tiempo antes. Por ser pequeña
no la tomaron en consideración.
En agosto de 1737
el comisario de fábrica del Cabildo, don Antonio
Barios, hizo notar que en el terrado sobre la fachada de la Catedral Vieja
se rebalsaban las aguas, yendo a humedecer las bóvedas y paredes de la
contigua torre. Examinaron este defecto y de paso los daños ocasionados en la
torre Alberto de Churriguera y otros arquitectos de la ciudad. El deterioro
debía de ser grande cuando el Cabildo decidió convocar a consulta a otros
maestros de fuera de la ciudad, dispuesto a gastar los doblones que fuesen
necesarios hasta conseguir su total reparación.
Fueron consultados un maestro que
circunstancialmente se encontraba de paso por Salamanca, «muy primoroso» al
decir de las Actas Capitulares, y el ingeniero militar don José Barcia, coronel de dicho cuerpo en Ciudad Rodrigo y regidor
entonces de Zamora, poniéndose el remedio que ellos dictaminaron.
El reparo de la torre se convirtió entonces en comidilla
de los corrillos de vecinos aterrorizados ante un posible desplome.
Después de una fuerte tempestad acaecida en septiembre, corrieron voces de que la torre
presentaba nuevas quiebras, por lo
que el Cabildo tornó a llamar a otro ingeniero militar, en este caso «a uno de
los Puches, ingeniero y arquitecto
que avía travajado en el Fuerte de la Concepción que se estaba haziendo»
(junto al pueblo de Aldea del Obispo en la raya de Portugal).
***
Se ha conservado el dibujo firmado y anotado por el
arquitecto Pedro de Ribera gracias
al cual podemos conocer los remedios que proponía para atajar la ruina de la
torre.
Eran éstos cubrir con un tejado la terraza que había
hecho Juan de Setién Güemes sobre el pórtico de la Catedral Vieja, a fin de
que no se acumulasen allí las aguas llovedizas infiltrándose luego en la
pared contigua de la torre; reforzar el hueco de la escalera de caracol que, en
una de las esquinas del fuste, servía de subida a la torre; atirantar las
paredes interiores con barrotes de hierro, engatillando además con tacos de
madera de negrillo las piedras afectadas por las quiebras. Estas previsiones
afectaban al interior del fuste y no a su aspecto exterior.
Sin embargo como las hendiduras habían aparecido
principalmente en la cara externa del mismo que mira a poniente, ordenaba
arrimarle dos cubos de piedra abarcando casi toda su altura, cubos que
servirían a su contrarresto. Y aquí fue donde el sensible artista que era don
Pedro Ribera supo sacar el máximo partido estético de estos cubos cuya
misión era primordialmente de orden utilitario. Los cubos cilíndricos,
desnudos en la primera fase de su desarrollo, se convierten luego en elegantes
flameros, cuajados de afiligranados candelabros, y rematados por un agudo y
estilizadísimo jarrón. Candelabros y jarrones que se asemejan indudablemente
con los que el mismo Ribera había repartido profusamente en los túmulos
funerarios de los duques de Borgoña, Luis XIV, Luis I de España y Amadeo II
de Cerdeña, túmulos que se erigieron en Santo Domingo de Madrid entre los
años 1712-1733.
De esta suerte se agigantaba el perfil ascendente
de la torre, aligerada la ruda pesantez del antiguo fuste románico,
acompasándose armoniosamente la nueva fábrica con el campanario y chapitel ya
hechos por Pantaleón Pontón y Setién.
De todos los arbitrios ideados por Ribera para
evitar el deterioro de la torre no se puso en práctica más que el consistente
en cubrir con un tejado la terraza del pórtico de la Catedral Vieja, como
señalan las Actas Capitulares de 17 de marzo de 1738.
Quizá —pero sin que podamos asegurarlo con
certeza— se atirantó y engatilló la torre por dentro, creyendo el Cabildo que
de esta manera quedaba asegurada la solidez de la misma.
Pero lo seguro es que la piedra acumulada para
fabricar los cubos quedó amontonada y sin utilizarse.
Es posible que el maestro mayor de la catedral
Alberto de Churriguera se opusiese a esta obra, humillado en su orgullo por no
haberse fiado el Cabildo de su competencia técnica en aquel asunto.
Incluso se dijo que Churriguera abandonó la
maestría de la catedral por este motivo, pero el hecho no parece cierto. La
causa de la marcha de Churriguera a Madrid fue más bien la disminución de
salario acordada por el Cabildo al haber concluido aquél la sillería,
tabernánculo y trascoro de la catedral y al hallarse, por consiguiente,
prácticamente sin ocupación. Por otra parte se habían interrumpido las obras
de la Plaza Mayor que también dirigía Alberto.
***
Las cosas continuaron sin mayores complicaciones
hasta que el célebre terremoto de
Lisboa de 1 de noviembre de 1755
volvió a empeorar la situación.
La verdad es que más que la torre quedó mucho
peor parada la cúpula sobre el
crucero de la catedral, tanto que la preocupación, las discusiones y los
dictámenes de los maestros se centraron casi exclusivamente en ella.
Pero el 2 de agosto de 1765 se desprendió una piedra de la esquina del mediodía de la torre.
El entonces maestro mayor, Juan de Sagarvinaga, inspeccionó aquella parte y pudo advertir una
grieta muy honda que penetraba hasta
la casa del campanero, «no obstante
—añadía— que en todo lo nuevo de la torre no se conoce sentimiento alguno».
En consecuencia se llamó de Madrid a Francisco Moradillo para que comprobase
el alcance del daño y proveyese al remedio.
Llegado el 23 del mismo mes aseguró en un informe
oral ante el Cabildo que no había peligro inminente de ruina. Expresó que
estaba de acuerdo con el remedio que ya de antemano había previsto Sagarvinaga,
a saber: poner cadenas todo alrededor del fuste, cadenas de hierro grueso que
se habían de fabricar en Vitoria; forrar el zócalo con piedra pajarilla o de
granito; deshacer los paramentos dañados e irlos luego reconstruyendo mejor
atizonados; quitar las bóvedas interiores del fuste, aligerándolas y
haciéndolas de ladrillo; finalmente reparar la aguja del cupulín hendida y
desplomada.
Cuando Sagarvinaga fue a poner en práctica estos
remedios, hechos ya los andamios para ello, advirtió que las hendiduras se
habían agrandado.
Alarmado el Cabildo, mandó buscar entonces a fray
Antonio de San José Pontones, pero no se le encontró en su Monasterio de La
Mejorada de Olmedo. Era necesario a toda costa acallar las voces de la gente
que auguraba una inminente ruina. Moradillo escribía desde Madrid el 30 de
julio que todo aquello eran falsos alarmismos y que lo que había que hacer era
ir practicando los arbitrios por él recomendados. Pero el Cabildo opinó que
con esta evasiva quería desentenderse de tan enojoso asunto y buscó
afanosamente la venida del lego franciscano Francisco Cabezas, el autor de San
Francisco el Grande de Madrid.
Por fin dieron con fray Antonio de San José Pontones, que se encontraba en Dueñas, el
cual dictaminó que la torre no tenía remedio; por lo tanto, una vez entibada
por sus cuatro costados y bajadas las campanas, había que desmontarla poco a
poco.
Picado en su amor propio, el 25 de agosto se
presentó Moradillo en Salamanca acompañado del arquitecto capuchino fray Antonio Manzanares, quien se encontraba
haciendo el convento de su Orden en Cantalapiedra. Reunidos los dos con
Pontones, éste insistió en el apeo inmediato de la torre, mientras sus
colegas opinaron que no era inminente el riesgo de desplome, aunque sí
aconsejaban para mayor seguridad que se deshiciesen los pináculos del ochavo a
causa de la desviación que presentaban y que se bajasen las campanas. Pero
insistían en que no era menester alarmar a los vecinos del contorno
diciéndoles que debían desalojar sus casas; lo único de que se corría
riesgo era de que se desprendiese nuevamente alguna piedra.
En fin el Cabildo ante la disparidad de criterios
decidió, como último recurso, convocar al arquitecto más acreditado del
momento, don Ventura Rodríguez Tizón.
De todas maneras como medida preventiva se instaba al Obispo, a la Universidad
y a los demás vecinos afectados a desocupar sus locales y domicilios.
Enviado por la Academia, mediando una orden del
marqués de Grimaldi, Rodríguez se personó en Salamanca el 10 de septiembre
de 1766 y presentó su dictamen el día 21.
Observaba atinadamente el
arquitecto en primer lugar que el terremoto no pudo menos de hacer estrago en
la torre «por la antigüedad del primer cuerpo, que no fue construido para que
después se le recargasen los dos crecidos de campanas con la cúpula de piedra
y linterna con que finaliza la torre». Por eso las quiebras eran de la peor
especie, ya que bajaban oblicuas empezando en el medio de las caras de poniente
y mediodía desde el asiento del primer cuerpo de campanas y finalizando en los
ángulos, de modo que venían a formar dos pirámides invertidas cuyas
cúspides estaban en los mismos ángulos.
En el archivo de la Catedral se
conserva un tosco dibujo formado por Juan de Sagarvinaga para mostrar
precisamente la situación y la forma de estas impresionantes grietas.
De tal suerte era inminente la ruina de la torre
según don Ventura, que, si se le quitasen los andamios que entonces la
entibaban, se produciría fatalmente. No encontrando, por consiguiente, ninguna
posibilidad de reparación, aconsejaba demolerla enteramente cuanto antes. Para
eso se bajarían primeramente las campanas, luego se desmontarían los
pináculos del cuerpo ochavado para formar a su alrededor un andamio, de forma
que se fuesen apeando las piedras de la linterna, cúpula y ochavo
ordenadamente, bajándolas por el interior del fuste hasta la calle. Efectuando
el desmonte con el cuidado indicado, se podrían seguir utilizando sin el menor
peligro las catedrales Nueva y Vieja, así como tampoco sería necesario que el
Obispo, la Universidad y los vecinos afectados desalojasen sus domicilios.
Preguntó el Cabildo a don Ventura si, al quedarse
la catedral sin torre a causa de su demolición, sería posible construir
nuevos campanarios aprovechando los arranques de las torres que se habían
comenzado a levantar por Juan de Setién en los ángulos de la cabecera plana
del templo. Examinó el arquitecto estos fustes y hallándolos capaces de
resistir la elevación correspondiente diseñó un dibujo por el cual se
podrían construir los campanarios y remates gemelos del testero.
Este proyecto de erigir dos torres gemelas en el
testero de la Catedral Nueva, de haberse llevado a cabo según el diseño de
Rodríguez, no cabe duda que habría mejorado, entonándolo, el aspecto de la
cúpula sobre el crucero, pues aquéllas se encontrarían más próximas a la
misma sirviéndole casi de flaqueo. Ahora, rehecha la cúpula churrigueresca en
un estilo también barroco clasicista por Sagarvinaga, no casa con el resto de
la catedral gótica y destaca excesivamente en solitario. También es cierto
que, de haberse realizado el proyecto venturiano, lo que hubiera ganado el
aspecto de la cúpula, lo hubiera quizás perdido el de las naves, pináculos y
cresterías de la catedral.
***
Entre tanto el 24 de noviembre de 1766 escribía el Intendente Corregidor
de Córdoba, hermano del canónigo lectoral, enviando al Cabildo el parecer del
ingeniero francés Baltasar Dreveton
a quien también se había consultado sobre el problema de la torre,
seguramente porque había realizado la reparación de las de las catedrales de
Córdoba y Granada, dañadas igualmente por el terremoto de Lisboa de 1755.
El dictamen era contrario a la demolición,
asegurando que la torre tenía todavía remedio si se ponían en práctica las
medidas que él propondría.
Como los andamios colocados alrededor del fuste
daban la impresión de haber contenido desde entonces su resquebrajamiento, el
Cabildo decidió retrasar el apeo de la torre y llamar al ingeniero marsellés.
Personado Dreveton en Salamanca a finales de
diciembre y tomándose tiempo para examinar detenidamente los desplomes de la
torre, emitió por fin dictamen el 6 de enero del año siguiente 1767, dictamen
que se leyó ante el Cabildo el día 8.
Lo hizo acompañar de un dibujo en el que
demostraba gráficamente la solución propuesta para entibar la torre sin tener
que proceder a su demolición.
Para apoyar su tesis aducía el ejemplo de la torre
de la catedral cordobesa, que él había sabido conservar sin tener que
derribarla, derribo que también se había temerariamente decidido.
No atreviéndose el maestro de la catedral Juan de
Sagarvinaga a cargar con la responsabilidad del arreglo ofrecido por el
ingeniero francés, pues se aferraba al criterio de derribar la torre, el
Cabildo acudió a Jerónimo García de
Quiñones para que se encargase de la obra, entregándole los planos e
instrucciones complementarios en que aquél pormenorizaba algunos de los puntos
contenidos en su informe.
La obra se efectuó, pues, tal como la había
proyectado Baltasar Dreveton.
Se cinchó el fuste románico con seis cadenas
colocadas sucesivamente a diferentes alturas.
Hecho esto, se forró enteramente el fuste con
taludes de piedra hasta una altura de 140 pies, que era la altura de la torre
antigua, es decir hasta recibir las pilastras del campanario edificado por
Pontón y Setién.
Este revestimiento se diversificó en tres sectores
para darle mayor variedad y evitar, en lo posible, la monotonía engendrada por
la uniformidad. El primero era un zócalo de granito en declive, liso,
terminado en una media caña con un total de 12 pies de altura. El segundo de
piedra franca llegaba hasta la cornisa de la fachada de la Catedral Nueva y
remataba en un cordón, formándose en él un marco con moldura para
inscripción y tallándose encima el escudo de la catedral para darle mayor
gracia. El tercero, también de piedra franca, concluiría en un entablamento
adornado con canecillos correspondientes a cada pilastra del campanario.
Finalmente en cada una de las caras de los últimos sectores se simularían dos
ventanas ciegas.
Jerónimo García de Quiñones, ayudado por Manuel de los Ríos, comenzó a
trabajar en esta obra el 15 de febrero de 1678,
dándola por finalizada el 20 de enero del año siguiente.
Lo único que añadió de su cosecha, por no
figurar en el dibujo ni en las instrucciones de Dreveton, fue la balaustrada
que se ve entre el forro del fuste y el comienzo del cuerpo de las campanas,
balaustrada de diseño y composición semejantes a la que su padre, Andrés
García de Quiñones, había hecho veinte años antes en lugar equivalente de la
fachada de la iglesia de la Clerecía.
También enderezó Jerónimo la aguja y la linterna
de la veleta y sujetó con barrotes de hierro los pináculos al cuerpo del
ochavo.
En resumen, Dreveton logró salvar el hermoso
conjunto compuesto a comienzos del siglo XVIII por Pantaleón Pontón y Setién
para culminar la torre de la catedral, pero a costa de ocultar por completo el
fuste románico, venerable reliquia no exenta, a su vez, de belleza dentro de
su simplicidad.
Además, y a pesar de los esfuerzos del ingeniero
marsellés para evitar la monotonía de los paramentos con que forró
materialmente dicho fuste, éste vino a resultar soso, pesado y por necesidad
tan voluminoso que resta ahora en gran parte la gracia y sutileza casi góticas
con que Pontón y Setién ideó el campanario, ochavo y media naranja que
coronan airosamente la torre.
***
La torre no volvió a necesitar reparo de
importancia hasta octubre de 1857 en
que un rayo volvió a causar considerable daño en la flecha y veleta.
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