En el camino que conduce a Oruña
unos cuantos árboles sin hojas
retuercen hacia el cielo sus ramas negras
como sintiendo aún
el dolor de los antiguos pobladores.
Camino bajo el cielo implacable
rodeada por los árboles doloridos,
asciendo por la ladera del cerro
en busca del poblado fantasmal.
Las ramas negras de los árboles sin hojas
son un lamento, un aviso, una amenaza
bajo el cielo implacablemente azul.
Llego al poblado.
Escucho.
Aquí vivieron
nuestros primeros antepasados.
Fieros guerreros.
Incluso los habitantes de este poblado,
mineros que extraían el hierro del monte sagrado,
herreros que forjaban espadas,
se convirtieron en altivos guerreros
para defender su libertad
frente a las legiones romanas.
Aquí vivieron.
Aquí hablaron una lengua antigua
que no conocemos.
Aquí ofrecieron sacrificios
a los dioses de la montaña.
Aquí forjaron las mejores espadas
con el hierro del Moncayo.
Aquí, en esta colina solitaria,
resonaron, hace tanto tiempo,
los rítmicos golpes del martillo
sobre el metal candente
en las rudimentarias fraguas.
Aquí un Siegfried desconocido
forjó su Notung
con la que defender la libertad.
Aquí quedan aún los restos
de los hornos de fundición
en los que el hierro de la montaña mítica
se transformaba en arma.
Aquí el brillo del carbón incandescente
alumbró los atardeceres.
El metal al rojo entraba en el agua
con un chasquido ronco,
dejaba un rastro de humo,
se templaba y se convertía en espada,
en las mejores espadas de Iberia,
en espadas con las que todos los poblados del valle
hicieron frente al invasor.
Durante años resonó por el somontano
la lucha contra el invasor.
Cada encuentro era una batalla a muerte.
Cuando los habitantes de La Oruña
supieron que su combate era inminente,
se encaminaron al Moncayo,
a la montaña mágica,
y en su seno, en medio del bosque
cuyos misterios conocían,
enterraron sus tesoros.
Después regresaron a la colina
dispuestos a morir
como hombres libres.
El cerro de La Oruña
se alza como un castillo
desde el que se controla el llano.
Aquí, en las noches de luna,
los celtíberos se reunían
y eran como lobos aullando
a los pies del Moncayo,
a los pies del hogar de los dioses,
a los pies del lugar de la magia.
El poblado
ofreció encarnizada resistencia
frente a las oleadas interminables
de legiones romanas.
La Oruña no se rindió.
Hombres y mujeres lucharon
con hondas, flechas, fuego,
con sus espadas hechas
con la entraña del monte.
Los romanos entraron en el pueblo,
combatieron calle por calle
y cuando murió el último habitante
quemaron las casas
y arrasaron el pequeño enclave
para borrar el rastro
de aquellos hombres que aullaban como lobos.
Ha quedado solo
el enigma siempre sin resolver de las piedras desmoronadas,
ha quedado solo una sombría capa de ceniza,
granos de cereal carbonizados
y el inextinguible eco de la violencia y la sangre
y unas sombras que se ocultan
en el monte sobrecogedor.
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