viernes, 9 de septiembre de 2011

MONCAYO


Viajaba en autobús.
En los asientos de al lado
iban un hombre y su hija.
Escuché al hombre decir a la muchacha:
“Ahí está el Moncayo”.
Ahora que he regresado, recuerdo esas palabras:
“Ahí está el Moncayo”.
Ahí está el Moncayo, omnipresente, sobrecogedor.


Un monte hecho de hierro y de viento,
de nieve y de miedo.
Desde lo alto de la montaña
se contemplan inmensas extensiones deshabitadas,
se contempla la ausencia.


Es tierra de solitarios pastores,
tierra de locos,
tierra de santos y asesinos.


Ahí se guarda la sangre de los héroes primitivos.
Ahí se forjan las espadas mágicas.

Ahí habitan los gnomos.
Gnomos transparentes
que conocen los caminos subterráneos.
Moran en el interior de la tierra,
en lo más hondo de la entraña del monte,
en cavernas profundas,
cuevas que no se ven,
escondidas tras los manantiales,
grutas ocultas por el agua.
Por las noches
bajan por la ladera del monte
y pueblan el vacío de la llanura.

Ahí viven los diablos y los dioses.
Ahí vive Lug.
Lug el Claro, Lug el Luminoso,
el dios develador de la luz y la sombra,
el dios del conocimiento y de la fuerza,
el dios de los guerreros, los magos y los músicos,
el dios del hierro y del toro,
el dios de la Vía Láctea.
Ahí viven Lug y sus legiones.


Hay que procurar que la noche
no nos sorprenda en este monte.
Hay que procurar salir de él
antes de que el cielo se oscurezca,
porque aquí se ocultan desde hace siglos
las sombras de dolientes guerreros mutilados.


Si pasas la noche en este monte,
puedes volverte loco.
Están los antiguos guerreros muertos,
vagando entre los árboles con sus muñones ensangrentados;
están los gnomos, a los que les irritan
las presencias extrañas;
están los viejos dioses cargados de ira
porque ya no reciben ofrendas;
están los diablos, deseosos
de que algún hombre caiga en sus añagazas.
Es un monte poblado de seres
sobrenaturales;
un monte peligroso;
un monte en cuya habitada oscuridad
es fácil perder la razón.
Demasiados sonidos indescifrables.
Demasiadas sombras que se mueven.
Pasos, risas, lamentos, gruñidos...
Y el viento, siempre;
un viento cargado de presentimientos,
de jadeos,
de manos invisibles que te rozan
con dedos de hielo.


Si pasas la noche en este monte
te cercarán fantasmas de guerreros
con heridas eternamente abiertas,
fantasmas sin manos, sin ojos, sin cabeza,
fantasmas que chorrean su sangre inagotable
que por la noche se mezcla con el hierro.
Fantasmas de guerreros derrotados
que reclaman lo único que les queda:
su libertad indeclinable,
su fiera muerte como seres libres.

Fueron amigos de las criaturas del bosque:
amigos de los lobos
con los que aprendieron a aullar a la luna
y amigos de los duendes
a los que encomendaron
la protección de sus bienes enterrados.
Por eso, nadie ha encontrado esos tesoros,
nadie los hallará jamás:
están protegidos por los gnomos transparentes
que habitan en esta montaña,
que en esta montaña conviven
con los guerreros muertos
y con sus viejos dioses.

Dioses fatigados,
dioses nostálgicos
de los antiguos sacrificios,
dioses airados
porque todos los hombres que creyeron en ellos
murieron en combate
a manos de soldados de otras tierras
que trajeron consigo dioses nuevos.
Los viejos dioses del Moncayo
quedaron confinados como sus hombres
en la montaña mágica.


Por eso esta montaña es tan peligrosa
cuando se hace de noche:
viven aquí muchos seres abrumados
por un pasado de dolor.


Sin embargo,
si alguien se atreve a hablar con muertos mutilados,
a enfrentarse a gnomos furibundos,
a arrodillarse ante dioses anhelantes de ofrendas,
quizás, si se aventura por esta tierra solitaria
en una noche oscura,
quizás encuentre aquí revelaciones
que lo marquen para siempre
y que le permitan a partir de ese instante
enfrentarse a la vida sin temor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario