En lo alto de una loma
en cuya ladera se apiñan las pocas casitas de Trasmoz
quedan las tristes ruinas
de lo que fue un poderoso castillo.
En lo alto de una loma,
en las estribaciones del Moncayo,
hace siglos se construyó un castillo.
El Moncayo separa
el valle del Ebro y la meseta castellana.
A lo lejos, en el horizonte,
el sol arranca destellos blancos a los Pirineos.
El Moncayo separa las tierras de Aragón y Castilla,
las tierras de Tudela, Ágreda y Tarazona.
En una loma,
en la línea fronteriza,
se construyó un castillo.
Cuentan que lo erigió, en una sola noche,
un mago con aspecto de mendigo.
El misterioso nigromante, al caer la tarde,
convocó, con lúgubre plegaria,
a los espíritus elementales,
que acudieron con gran batir de alas.
Pudo escucharse en lo alto del cerro
el murmurar creciente de los espíritus
que se agrupaban, invisibles, alrededor del hechicero.
Pudo sentirse el aire agitado por sus grandes alas,
aunque sólo el mago podía ver a la muchedumbre convocada.
Una legión de espíritus.
Poderosos espíritus, que, atados por las palabras mágicas,
por los encantamientos de ultratumba,
convertidos por ellos en servidores,
obedecieron al anciano.
Con potente batir de alas
se movilizaron por la falda del Moncayo
y conmocionaron la tierra.
Como un huracán desencadenado
agitaron las aguas, desgajaron los árboles,
resquebrajaron las rocas,
en medio de un ruido terrible.
Los arroyos desbordaron sus cauces,
los troncos perdieron sus hojas,
las peñas rodaron monte abajo.
Era una espantosa tempestad
concentrada en un pequeño espacio
a cuyo alrededor el campo permanecía sereno y silencioso.
Los animalillos del monte huyeron, aterrados.
El suelo rocoso se inflamaba y crujía
como si lo sacudiera un terremoto.
Presa de tremendas convulsiones,
la montaña se abría, las simas reventaban,
las entrañas de la tierra ofrecían sus metales,
la lava incandescente transformaba el metal en armamento
con el que defender la plaza fuerte
que estaba surgiendo de la nada.
Se oía el rugir de tremendos truenos subterráneos.
Todo se estremecía,
el aire bramaba, las piedras se agrietaban,
el fuego licuaba la tierra, el agua hervía.
Parecía el comienzo del fin del mundo...
Los primeros rayos de sol deshicieron la niebla
y quedó al descubierto la mole del castillo
erigido en una sola noche...
Fue el de Trasmoz castillo fronterizo,
la más importante atalaya del Somontano.
Luchó por él el rey Jaime I.
Fue feudo del linaje de los Luna,
que, tras el Compromiso de Caspe,
se equivocaron de bando,
apoyaron al conde de Urgel
y cayeron en desgracia.
Alfonso V les arrebató el castillo
y lo entregó a los Ximénez de Urrea,
nobles de su confianza.
Ocupó la tenencia de la fortaleza
el guerrero y poeta Pedro Ximénez de Urrea,
el último caballero medieval.
Se disputó don Pedro las aguas del Moncayo
con el abad del cenobio de Veruela.
El abad reunió a los monjes en su iglesia
y celebró contra el señor de Trasmoz
el infrecuente rito de la maldición:
Acabada la misa,
el diácono llevó una cruz cubierta con un velo negro
y la colocó en el altar,
y los monjes puestos de rodillas cantaron el salmo 109,
siendo cada versículo seguido de un sonar de campanilla:
“Oh Dios de mi alabanza,
Pon contra él a un malvado,
Y que Satán esté a su diestra.
Cuando fuere juzgado, salga culpable,
Y sea su apelación rehusada.
Sean sus días pocos;
Tome otro su oficio.
Sean sus hijos huérfanos,
Y su mujer viuda.
Anden sus hijos vagabundos y mendiguen;
Sean echados de las ruinas de sus hogares.
Que el acreedor se apodere de todo lo que tiene,
Y extraños saqueen su trabajo.
No tenga quien le haga misericordia,
Ni haya quien se compadezca de sus huérfanos.
Su posteridad sea exterminada;
En la segunda generación sea borrado su nombre.
Que la maldad de sus padres se recuerde ante el Señor,
Y el pecado de su madre no sea borrado.
Que su pecado esté siempre presente delante de Jehová,
Mas su memoria se borre de la tierra.
Se vistió de maldición como de su vestido,
Y ésta entró como agua en sus entrañas,
Y como aceite en sus huesos.
Séale como manto con que se cubra,
Como cinto con que se ciña siempre.
Sea éste el pago de parte de Jehová.”
La paz desapareció de la vida del caballero.
Angustiado, marchó a Roma como peregrino,
pero cuando regresó su desasosiego no se había calmado.
Murió al poco.
Tras su muerte, sus descendientes prefirieron
abandonar el castillo maldito.
Quedó Trasmoz vacío
como si sus moradores hubieran tenido que huir
precipitadamente.
Poco después, sin causa, una noche,
el castillo empezó a arder.
Los habitantes de la aldea
contemplaron atemorizados
cómo las llamas consumían rápidamente
muebles, puertas, cortinajes, alfombras,
cómo lamían las piedras,
cómo la fuerte torre del homenaje,
baluarte de la resistencia,
símbolo del poder,
se desmoronaba con estrépito,
se hundía en el fuego.
Bajo las cenizas quedaron
las vajillas y los ropajes,
los adornos y las armas
del último señor de Trasmoz.
Habían pasado tres siglos
desde que el castillo surgiera de la niebla
tras una noche en la que pareció
que había empezado el fin del mundo.
Quedaron, ya para siempre, sólo las ruinas
del castillo construido por los diablos
a petición del mago Mutamín.
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