ZORITA
El
castillo
sobre el pueblo casi
deshabitado.
El castillo,
desmoronándose.
Me dicen que no debo
subir, que es peligroso.
Subo.
Sé que no puede ocurrirme
nada malo
porque me protegéis todos
vosotros.
Viejos guerreros regidos
por dictados
de otros tiempos,
dejad que me quede con
vosotros.
Dejad que me quede aquí
junto a vosotros
vigilando las aguas del
Tajo.
Aquí, en lo alto de la
peña,
velaré con vosotros,
rezaré con vosotros, con vosotros
veré pasar los siglos,
veré derrumbarse los muros,
seré presa del mismo
olvido que os abatió a vosotros.
Acogedme como se acoge a
un viejo camarada.
Hacedme sitio en vuestra
austera mesa.
Sé que ya nadie se
acuerda de vosotros,
queridos compañeros de
tiempos pretéritos,
como tampoco nadie se acuerda
ya de mí.
Para venir a veros, rompí
todos los lazos,
quemé todas las naves,
cegué toda posibilidad de
regreso.
Camaradas, soy un
guerrero más.
He dejado mi casa, mis
amigos,
para unirme a vosotros.
Despojada de todo, he
llegado hasta aquí
para luchar con vosotros
esta lucha anticuada.
Lucha que ya es sólo
polvo, sólo ruina,
piedra desgastada.
Junto a mis camaradas
contemplo la caída de la
tarde.
Nos rodean
cientos de mariposas
amarillas
que en sus alas recogen
el resplandor más dorado
del sol.
Nos sentamos sobre las losas
rotas
a presenciar el
espectáculo diario
del crepúsculo
reflejándose sobre el
agua del río.
Las golondrinas
tejen con hilos
invisibles entre los restos de arcos.
Unas pocas nubes
inofensivas
se vuelven rosas,
anaranjadas, cárdenas.
Una minúscula florecita
blanca
concentra en una grieta
la última claridad.
Compañeros. Amigos.
Con vosotros velaré esta
noche
la llegada de enemigos
antiguos
y al alba, cuando nos
despidamos,
seré uno de vosotros
ya para siempre.
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