Al crepúsculo
los ciervos bajan a beber
al Guadalquivir.
Y este meandro del río
rodeado de montañas
se transforma en un lugar de cuento de hadas,
en el lugar de la fantasía, del sortilegio,
de la maravilla.
Las cumbres rocosas recogen
los últimos rayos del sol
que convierten las peñas en diamantes en llamas,
diamantes incendiados,
diamantes del color del oro, de la sangre,
del fuego.
Y al verde valle
van acudiendo las ciervas
trayendo consigo el ensalmo al paisaje.
Y al poco se oye el bramido de los ciervos
ocultos aún en la espesura.
Aguzando la vista puede vérseles,
grandes manchas pardas entre los árboles,
como seres sobrenaturales
retándose para un combate mágico.
Se alargan las sombras.
Las ciervas
van extendiendo el ensalmo por la hierba del valle
mientras los bramidos de un par de machos
hacen temblar los montes.
Al fin, aparecen,
uno por cada extremo del claro,
buscándose, midiéndose,
desafiándose.
En la penumbra sus grandes cornamentas
son complicadas armas sobre las que converge
la última claridad.
Armas embrujadas por el taumaturgo
que en este valle tiene su morada.
Ahí están, los dos seres de fábula,
retándose,
dispuestos al combate,
desplegando su fuerza y su arrogancia.
En la tranquila lámina del río
se reflejan aún un instante
los últimos colores del cielo:
anaranjado, rosa, malva...
Luego, la oscuridad. Luego, la luna.
El signo que esperaban
los guerreros encantados
para iniciar el combate.
El entrechocar de las cornamentas
resuena como si todo un ejército
combatiera cuerpo a cuerpo
a la luz de la luna.
Estos dos guerreros son todos los guerreros,
sus armas son todas las armas,
su desafío es el mayor de los desafíos,
son dos príncipes aojados
combatiendo el combate más fiero
a la luz de una luna redonda
cuya claridad completamente blanca
chorrea por las altivas cornamentas
como si fuera sangre de ángel.
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