En el Norte de Hispania
habían proliferado los eremitorios
durante el reinado de los visigodos.
En el año 711 tiene lugar
la invasión árabe capitaneada por Tarik y Muza
y facilitada por el conde godo Don Julián,
“el hombre más malo del mundo”,
que será enterrado a la puerta
de la iglesia de San Pedro de Loarre
para que todo el mundo pisara su tumba.
Don Rodrigo es derrotado en Guadalete
y el ejército islámico avanza con rapidez por la
Península Ibérica,
arrasando a su paso todos los templos cristianos.
Abd El Malik no respetó iglesia alguna en Aragón.
Muchos cristianos buscaron refugio en cuevas,
acogiéndose al amparo de los anacoretas
en sus santuarios rupestres.
Estos eremitorios eran abundantes
y algunos han perdurado hasta la actualidad,
pero ninguno llegó a alcanzar la relevancia
de la gruta del Monte Salvador.
***
En esa caverna ancestral, bajo la cúpula natural
de roca,
en tiempos de los godos
un anacoreta fundó un pequeño oratorio,
un santuario oculto, un recinto sagrado.
En el siglo VIII,
un caballero cristiano, de caza, persiguiendo a
un ciervo,
llegó al extremo de la inmensa peña
que hay en lo alto del monte Salvador.
Al borde del precipicio, en peligro de caer,
invoca a San Juan Bautista
y su caballo se detiene.
El caballero, salvado, desmonta y recorre la
zona.
Entre la vegetación encuentra la gruta
y en ella la pequeña ermita
y los restos de su ermitaño.
El caballero mozárabe, llamado Voto,
vuelve a Zaragoza, vende sus bienes
y regresa a la ermita para vivir allí.
Le acompaña su hermano Félix;
ambos se instalaron en el oratorio
y continuaron la vida eremítica
en aquel lóbrego recinto hecho para la
meditación.
Algún tiempo después, trescientos guerreros
cristianos,
mal pertrechados, fatigados y desanimados,
se refugiaron en la cueva de los anacoretas.
Voto y Félix, de noble familia visigoda,
predicaron la rebelión
e impulsaron el inicio de la reconquista.
***
Desde aquel retiro, los eremitas
fueron los inspiradores espirituales de la lucha
por la recuperación de las tierras arrebatadas:
Tras la invasión musulmana,
los ermitaños dieron cobijo a los cristianos
fugitivos
y les aconsejaron organizarse como una monarquía,
tal como era la Hispania goda antes de la
invasión.
A lo largo de los años,
los anacoretas conservarán el recuerdo de la patria,
del reino desmoronado,
y lo transmitirán a los refugiados.
Devolverán el coraje guerrero a los caudillos
desmoralizados,
se convertirán en consejeros de los nuevos reyes.
Desde aquella modesta edícula se emprendió la
restauración.
Desde aquel primitivo cobijo se propagó la
consigna:
Rezar y combatir.
Allí se soñó con recobrar lo perdido,
allí fraguó el impulso,
desde allí se acometió la gran empresa.
Allí se forjó un reino. Aquél fue el origen.
En aquel lugar donde la verdad es el mito,
en aquella montaña donde la historia es la
leyenda,
monarcas y caballeros, monjes y obispos,
unieron sus fuerzas y sus esperanzas
para reconstruir la tierra rota.
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