Una pequeña iglesia románica
y una aldea abandonada.
Elementos suficientes para que se haga la magia.
Cuando llego llueve y me refugio
en el resguardo escaso que me ofrece
la portada de piedra
de la iglesia cerrada.
Desde aquí contemplo los charcos
que el agua va formando en la tierra.
Contemplo el cielo casi negro,
contemplo los tejados hundidos de las casas.
Pasa el tiempo.
Sigo encogida en el portal de piedra
esperando a que la lluvia cese.
Estoy encogida junto a la puerta de una iglesia cerrada
de una aldea abandonada.
Estoy perdida en la inmensidad del deshabitado campo castellano,
frente a un cielo negro.
La sensación de soledad es tan intensa
que no sé si es el frío o la desolación
lo que me hace encogerme.
Es como si el mundo se hubiera vaciado,
como si todos los habitantes del planeta
se hubieran ido dejándome olvidada.
Aquí no hay nadie y me parece
que ya no hay nadie en ningún sitio.
Desde este mísero pueblo abandonado,
desde este páramo sin seres humanos,
resulta difícil creer que en alguna parte
sigue habiendo populosas ciudades.
Que en alguna parte sigue habiendo
veloces vehículos recorriendo autopistas,
vertiginosos rascacielos refulgiendo en la noche.
No sé si queda algo de todo eso,
no sé si existió alguna vez.
Estoy sola
en el centro de una soledad ensordecedora.
Quizá el resto de la humanidad ha desaparecido
y yo no me he enterado.
El viento va arrastrando las nubes
y deja de llover y sale el sol.
Yo abandono el minúsculo refugio
y recorro las escasas callejas embarradas.
Tengo la impresión de que hay ojos mirándome
al otro lado de las ventanas rotas.
Pero no son ojos de hombres y mujeres como yo,
con los que poder entablar conversación,
a los que poder pedir pasajero cobijo.
Permanecen ocultos en las sombras ruinosas,
mirándome.
Me parece
escuchar sus murmullos ininteligibles
mezclados con el ulular del viento
entre los muros medio desmoronados.
La calle se me acaba y salgo al campo abierto,
dejo a mi espalda los ojos y las voces
de seres que no son de mi especie
y camino por la hierba empapada.
Conforme asciendo por la ladera de la suave loma
se incrementa el zumbido.
Cuando llego a lo alto
me encuentro rodeada por el impresionante
ejército de nuevos gigantes.
¡Ah, don Quijote, si hubieras visto esto!
Estos monstruos metálicos, tan amenazadores.
Me rodean. Se mueven, avanzan hacia mí,
su paso hace temblar la tierra.
Estoy sola en lo alto
de la colina más solitaria del mundo.
Rodeada por un terrible ejército
de gigantes sobrenaturales.
Y quizás, en el resto de la Tierra,
ya no hay nadie que pueda ayudarme.
Quizás han huido ante el enemigo
mientras yo, encogida junto a la iglesuela,
trataba de resguardarme de la lluvia.
Y ahora aquí estoy, sola,
única rerpresentante de mi raza.
Frente a la raza de los gigantes
que han invadido el mundo.
Don Quijote, señor, necesito tu auxilio,
no me abandones tú también,
como ha hecho la humanidad entera.
Acude a esta nueva aventura,
la mayor de todas:
defender al planeta
de la invasión de los gigantes.
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