domingo, 1 de noviembre de 2015

UCERO. Ermita de San Bartolomé



Se ha escrito mucho sobre la ermita de San Bartolomé,
situada en el cañón del río Lobos, cerca de Ucero.


Se ha escrito mucho sobre su relación con el Temple,
sobre el carácter críptico de la construcción,
sobre lo misterioso del enclave...


Se ha escrito mucho, y nada de lo que se ha escrito es seguro,
aunque sí sugerente.


Y quizás no importa lo que haya de cierto o de probable
en todo lo que se ha dicho.


Hay una verdad incuestionable:
La poderosa belleza del lugar.


El sitio es tan hermoso que, si lo que se ha dicho de él no es cierto,
merecería serlo.


Es un lugar donde resulta posible la magia.
Cuevas, agua, densa vegetación,
una solitaria ermita junto al río...


En realidad, el sitio no evoca un mundo de guerreros
sino que hace pensar en hadas y elfos.


En la oscuridad de esas grutas,
bajo las grandes hojas de esos nenúfares,
prendidos en la luz que se filtra entre los árboles,
ocultos entre rocas y raíces,
pueden estar los seres invisibles.


Nos miran, danzan, susurran,
esperan que se haga de noche
para recuperar este territorio que siempre fue suyo
y que ahora es violado por humanos
demasiado ruidosos.


Este lugar antaño solitario
es ahora constantemente visitado
por grupos de excursionistas escandalosos.


Grupos que ahuyentan con su presencia y sus voces
a esos seres fugaces, inaprehensibles, tímidos,
que quizás en tiempos pasados era más fácil ver.


No parece un lugar para templarios
sino para gnomos y ondinas
y para solitarios ermitaños
conocedores del lenguajes de los seres transparentes.


Solitarios ermitaños que por la noche,
sin más iluminación que la de la bóveda celeste,
saldrían a platicar con los seres feéricos
para aprender de ellos secretos de otros mundos.


Este sitio no evoca batallas, no evoca armaduras ni espadas;
ni tan siquiera evoca largas salmodias,
murmullo de oraciones,
cilicios de monjes...


Éste es más bien un ámbito de dioses primitivos,
de criaturas primordiales,
de ceremonias hace tiempo olvidadas...


Hoy no entendemos lo que pasa aquí.
La gente viene en grupos, se hace fotos, merienda,
habla alegremente de sus cosas...


Y esa invasión de la “normalidad” humana
hace que los primitivos moradores se oculten, huyan,
quien sabe si perezcan,
agostados por el exceso de bullicio,
ellos que son seres de la soledad y del silencio.


Hay que buscar momentos propicios,
momentos de silencio y soledad,
para tratar de verlos sin incomodarlos,
sin interferir en sus plácidas y rutilantes vidas.


Sólo presentirlos en un instante mágico,
quizás escuchar sus cuchicheos,
que se confunden con el rumor del viento y del agua,
quizás entrever sus movimientos,
que se confunden con el aletear de los insectos de colores,
sólo eso...


Suficiente para vivir envueltos en la magia durante muchos días.
La magia transmitida por esa visión fugaz puede ser suficiente
para ser feliz durante muchos días.


Como si se tratara de una poción que cura la tristeza,
que borra los malos recuersos,
que resucita la esperanza.


Pero hay que saber buscar a esos seres milagrosos.
Estar muy atento, no hacerles daño,
saber que estamos en su territorio...


Si rompemos sus reglas, no los veremos.
Podremos pasar un buen día de campo,
pero será sólo eso, un día de excursión,
no un día prodigioso de contacto con el hechizo.


Fuera quien fuese quien construyó esta pequeña iglesia,
tuvo que saber que estaba levantando un templo a la magia.


Un templo en el que esos seres casi imposibles de ver
pudieran manifestarse sin temor,
un templo en el que comunicarse con ellos y aprender
y recibir de ellos la pócima invisible de la felicidad.


Es una poción que no se bebe sino que se aspira, se respira,
se absorbe por los poros de la piel, por la pupila de los ojos,
por las grietas del alma.


Es una poción que cura y que aplaca,
que abre horizontes, sueños, esperanzas,
que enjuga lágrimas y que restaña heridas,
que permite volver a caminar.


Pero, si se quiere recibir,
hay que acudir con el corazón preparado,
hay que musitar una plegaria a los dioses primigenios
y echar a andar apartándose de todo
hasta atravesar el espejo y ver el otro lado de la vida.

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