sábado, 16 de marzo de 2013

ALMONACID DE TOLEDO



Almonacid es una población de unos 900 habitantes;
se encuentra a 20 kilómetros de Toledo,
en la comarca de los Montes de Toledo,
a orillas del río Guazalete.


El castillo se divisa desde lejos
por encontrarse en la cima del pequeño monte
a cuyos pies se ubica el pueblo.


Su posición estratégica le permitía controlar
el camino a La Mancha.


A 5 kilómetros se encuentra el castillo de Mascaraque,
a 13 kilómetros el castillo de Peñas Negras en la localidad de Mora,
a 15 kilómetros el castillo de Manzaneque,
a 19 kilómetros el castillo de Orgaz
y a unos 40 kilómetros el castillo de Consuegra.
La retaguardia de la defensa.


***


Es domingo.
Cuando bajo del autobús oigo música.
Música que se extiende por todo el pueblecito.
Me encamino al lugar del que parece proceder:
el centro del pueblo, el campanario de la parroquia.
De allí procede.
Justo debajo de las campanas, el párroco ha instalado altavoces.
Por ellos suenan canciones religiosas
con las que el párroco llama a misa.


En el interior de la iglesia, pintado de blanco, entra mucho sol.
No parece contener valiosas obras de arte,
pero es un lugar plácido.


Salgo de la iglesia y recorro las calles del pueblo,
inundadas por el sol, la brisa y los cánticos.
La gente va acudiendo a misa,
mientras yo emprendo la subida al castillo,
que arranca junto a la iglesia.
Se sigue oyendo la música durante un rato.
Cuando empieza la misa, se hace el silencio.


***


Del castillo sólo quedan ruinas.
Sin equivocadas intervenciones que las hayan convertido
en parque de atracciones medieval.
En lo alto el viento arrecia y la luz parece más dorada.


En la lejanía, el castillo de Peñas Negras.
El comienzo de los Montes de Toledo.
La interminable llanura manchega.
Y, al fondo, difuminado, Gredos,
poderoso incluso a tanta distancia.
Abajo, el pueblo, pequeño y aseado, en torno al campanario.


Me siento junto a la torre del homenaje,
que se alza en medio del patio de armas.


Llega un grupo de excursionistas, con mochilas y bastones.
Da la impresión de que están realizando
alguna actividad de geocaching o algo parecido,
porque se ponen a hacer
complicados cálculos numéricos que no comprendo.


Doy una vuelta por el adarve, esperando a que se vayan.
Recorriendo el perímetro del adarve,
se pueden contemplar los cuatro puntos cardinales.


Veo a los “intrusos” descender por el camino.
Vuelvo a quedarme sola.


Escucho el canto de los pájaros
y el zumbido de miles de insectos.
Hay mariposas de vivos colores.


Hoy el castillo es de titularidad municipal,
aunque puesto en venta por el Ayuntamiento
al precio de una peseta,
con la condición de que el comprador se comprometa
a llevar a cabo las actuaciones necesarias
para que lo que queda de la construcción no acabe por venirse abajo.
Fantaseo con la posibilidad de comprarlo. Mi castillo.


Llega un coche, maniobrando con dificultad por el empinado sendero.
Descienden de él dos hombres con complicado aparato fotográfico.
Desde lo alto, observo cómo instalan el trípode
y fotografían “mi” castillo.


Luego uno de ellos sube hasta la muralla y entra,
mientras el otro recorre el adarve.
Saludo al hombre que ha entrado en mi castillo.


Charlamos. Están tomando fotos para una revista.
Hablamos sobre castillos
hasta que el hombre considera que se está haciendo hora de comer
y va en busca de su compañero.
Se van.


Es un buen lugar, éste. Cargado de buenas vibraciones.
Me siento en lo alto del muro, a contemplar el soleado paisaje.


Desde allí veo a un hombre.
No camina por el sendero sino que sube monte través,
con cierto esfuerzo.


Lleva una bolsa en cada mano. Bolsas de plástico, de supermercado.
Cuando se acerca lo suficiente
veo que de una de ellas asoman unas barras de pan.
En la otra parece llevar libros.


Es un hombre de unos cincuenta años;
está muy delgado, lleva una barba larga y canosa, gafas, una gorrita.
Va vestido con chándal, pero no tiene aspecto de deportista
sino de una mezcla de monje y mendigo.


Llega a mi altura jadeando
y me pregunta con timidez si se puede entrar en el castillo.
Me gusta que me lo pregunte, después de todo es mi castillo.
Le contesto que sí como si le estuviera invitando a pasar.


Cuando vuelvo a entrar, allí está el hombre,
sentado en la hierba alta y espesa, a la sombra,
apoyado contra el muro.


Tiene un libro abierto sobre las rodillas,
pero no lee sino que contempla el cielo.
Me gustaría saber quién es, a qué se dedica.
Pero algo me hace suponer que prefiere no dar explicaciones,
así que no le digo nada.


Durante un rato permanecemos los dos en el interior del castillo,
contemplando el vuelo de los pájaros.
Palomas, urracas, unas avecitas
con la cabeza cubierta por un llamativo plumaje amarillo.


Permanecemos los dos en silencio, a cierta distancia el uno del otro,
contemplando las evoluciones de los pájaros contra el cielo azul
y escuchando sus cantos, graznidos y zureos.


“Estos días azules y este sol de la infancia”.
Recuerdo el último verso escrito por Antonio Machado,
un verso al mismo tiempo radiante y melancólico.
Como este lugar. Como este día.


Me despido en silencio del vagabundo filósofo
y me voy a recorrer los alrededores, la colina cercana,
para contemplar mi castillo desde cierta distancia.


Mi castillo, ahora habitado
por el santón peregrino al que he dado hospedaje.


Finalmente, bajo a regañadientes.
Podría quedarme a vivir allí, en el castillo en ruinas, lejos de todo...


***


La primera referencia documental sobre este castillo data del 848.
En él o su entorno se dieron grandes batallas
desde la Edad Media hasta el siglo XIX.


Construido probablemente por los moros,
en el 854 fue ya escenario de un gran enfrentamiento
entre las tropas del Emir de Córdoba y los rebeldes de Toledo.


Según cuenta la tradición,
el castillo sería conquistado por el Cid Campeador,
en tiempos de Alfonso VI.


En 1176 Alfonso VIII lo entregó a la Orden de Calatrava.


Aquí estuvo preso Alfonso Enríquez, hijo bastardo de Enrique II,
por orden de su hermanastro Juan I de Castilla,
a causa de sus pretensiones al trono de Portugal.


En el siglo XVI el arquitecto Pedro Gumiel describía el lugar como:
Una de las fortalezas buenas de Castilla,
con aljibes, panadería, graneros, caballeriza y armas de fuego.


Fue propiedad del arzobispado de Toledo.


En el siglo XVIII pasó a formar parte de las posesiones
de los Condes de Mora.


En 1809 tuvo lugar su última utilización bélica:
En los alrededores se produjo la batalla de Almonacid
contra los franceses.


El 11 de agosto de 1809, el castillo sirvió como refugio
a las tropas españolas del general Venegas.
El Mariscal Sebastiani, reforzado con la llegada del rey José,
consiguió que el ejército español se retirase hacia el Guadiana.
La batalla de Almonacid terminó con la victoria francesa
y la muerte de 4.000 españoles y 2.000 franceses.


En memoria de esta victoria,
el nombre de Almonacid aparece en el Arco del Triunfo de París.


***


En la villa, cerca del camino que conduce al cementerio
(un cementerio plácido, como el resto del pueblo),
escucho a unas mujeres:
- ¿A dónde vas?
- A visitar a los callados.
- ¿A los que no se mueven?
- A los que no se mueven.
Los callados. Los que no se mueven.
En este pueblo los difuntos son sólo
los que ya no hablan, los que ya no andan...
Como si estuvieran dormidos.


Entro en un bar a comprar una botella de agua.
Como de costumbre, en los bares de estos pueblos pequeños,
no hay más que hombres;
hombres que juegan a las cartas o al dominó
y que me miran con curiosidad.


Me encamino despacio hacia la parada del autobús.
Me despisto, me equivoco de calle y pregunto a un hombre.
Me señala dónde está la parada
y me avisa de que sólo hay una marquesina,
en el lado de la carretera en el que paran
los autobuses que vienen de Toledo,
no en el de los que regresan.
Yo bromeo al respecto y él añade:
- ¿Para qué va a haber dos marquesinas? Es doble gasto.
Yo añado algo, y él dice:
- Los que mandan son los que deciden.
Afirmación inapelable.


***


Según la tradición, el término “almonacid”
vendría a significar “asentamiento fortificado del Cid”.


Yo prefiero pensar que procede de la palabra “almonaster”,
latinismo usado por los almorávides que significa “monasterio”:


quizá en época musulmana el castillo fue un “ribat”
o casa de caballeros monjes del Islam.


Monasterio. Ribat.
Casa habitada durante siglos por monjes-guerreros;
primero musulmanes; luego cristianos.


Y no se sabe nada de lo que hicieron allí.
Fuera lo que fuese, eligieron bien.


Un lugar en el que cargarse de energía.
Un lugar en el que situarse por encima de la miseria humana.


Kilómetros y kilómetros de tierra y cielo;
el viento seco, el aire transparente, la luz intensa.


Almonacid es hoy un lugar humilde y recogido,
apenas un letrero en la carretera, unos pocos habitantes.
Pero debió ser otra cosa.


Hubo un tiempo en el que éste fue un castillo poderoso
habitado por hombres que sabían rezar y sabían luchar.


Sería adecuado que este lugar del que emana tanta fuerza
hubiera sido habitado por monjes guerreros.

2 comentarios:

  1. A mi, como almonacileño en la lejanía, me alegran tus comentarios y valoro también tu sensibilidad para describir mi pueblo que ya parece también el tuyo. Me congratula el que hayas disfrutado de esa forma con lo que desde una simple visita se puede apreciar de él.

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    1. Pues me alegro mucho de que a un almonacileño le hayan gustado mis comentarios sobre su pueblo, que, desde luego, considero también mío. Es un lugar especial.

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