martes, 11 de octubre de 2011

CALCENA


En el valle del río Isuela,
entre barrancos, cuevas
y paredes rocosas donde anidan rapaces,
en la cara oculta del Moncayo,
hay un pueblo.


Por estas tierras, en una villa próxima,
en el palacio de los Luna,
nació el que sería papa hereje,
el papa que instaló su corte
en el castillo templario de Peñíscola
y se negó a rendirse.
Se hicieron profecías acerca de su cráneo.


Calcena es un pueblo pequeño,
en medio de tierras desérticas,
un pueblo apacible.
Sólo unas pocas casas
agrupadas en torno a un gran templo
en la cara sur del Moncayo.


La iglesia de los Santos Reyes es grande,
impresionante,
desproporcionada,
insólita en este pueblo minúsculo.


Bajo el coro de la iglesia
hay una cripta
labrada en la roca.
Una fría sala abovedada.


Una trampilla
y unos escalones de madera
conducen a la oscuridad.
La escalera atraviesa un angosto agujero
abierto en el suelo.
Abajo, las tinieblas.
Abajo, el secreto.
Abajo, la angustia.


Abajo, miles de huesos.
Huesos humanos apilados.
Cráneos, costillas, tibias...
Algunos son aún el esqueleto completo
de lo que fue un cuerpo.
Esqueletos apoyados en el muro,
las manos cruzadas sobre el pecho,
el rostro momificado.


Y, en el rostro, una mueca
de desconcierto,
como si ese cadáver de siglos
aún no creyera estar muerto.
Como si se preguntara
por qué aquello, que debió ser la muerte,
le pilló en este remoto lugar,
en la cara oculta del Moncayo.
Muertos anónimos,
sin edad, sin nombre, sin familia, sin oficio,
sin mundo.
¿Por qué aquí, en este remoto lugar?
¿Por qué todo se quedó a medias?


El silencio en la cripta es terrible
porque ya la conversación con esos seres resulta imposible.
Esta cripta es el reino de la tristeza.


Dicen que fue la peste.
Dicen que hace siglos
la peste amontonó estos cadáveres
en la cripta
de este templo enorme
en este poblado minúsculo
en la cara oculta del Moncayo.


Dicen que fue la peste
pero los muertos murmuran otra cosa.
Los muertos recuerdan el cráneo del papa rebelde,
el cráneo sobre el que se hicieron profecías.
Hay algo no dicho.
Algo que permanecerá ya no dicho para siempre.
Algo que saben los muertos.


Hace frío en esta sala de muertos no sepultados,
en esta sala de huesos revueltos.
Se oyen susurros, pero no se entienden las palabras.
Las momias nos miran con sus cuencas vacías.
Nos miran, y se adivina en ellas el estupor
y el deseo de comunicar su mensaje último,
de contar a los vivos
el secreto mortal.


¿Quién pasó por aquí sembrando la muerte?
¿Quién se fijó en este pueblo minúsculo?
Las momias nos miran con expresión desesperada,
incapaces de romper el silencio,
incapaces de comunicarse,
incapaces de transmitirnos el mensaje.


Quizás buscaron algo
que no debía ser encontrado.
Quizá cometieron un error importante.
Quizá emprendieron una lucha
por una causa prohibida.


Quizá, aún hoy, en algún lugar cercano,
en alguna gruta
oculta por la vegetación,
permanece escondido algo que fue indebidamente hallado.


Alguien señaló esta aldea, este valle, estos montes
donde no vive casi nadie.


Ahora los vivos ríen.
Ríen demasiado fuerte
como si aún temieran que las momias hablaran
y no quisieran que nadie oyese su voz de ultratumba.
En estas tierras la gente prefiere no hablar de las momias
que conviven con ellos,
las momias que miran fijamente a la oscuridad
en el subsuelo de este pequeño pueblo.


En estas tierras en las que nació
un papa que conmocionó el mundo.

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