domingo, 23 de octubre de 2011

ZARAGOZA



Para los musulmanes Zaragoza fue tierra sagrada,
ciudad santa en la que ocurrían milagros y maravillas.
Ciudad de mercados y bazares repletos de ricas mercancías,
de palacios de torres doradas y jardines perfumados,
de fuentes abundantes y arrayanes frondosos.
La ciudad era un gran talismán
donde las serpientes no se atrevían a entrar,
donde los alimentos no se pudrían.
Una hermosa luz blanca la iluminaba desde el cielo.
Era la Ciudad Blanca.
Todo era mágico en Zaragoza.


Después, sobre el antiguo palacio árabe
los reyes de Aragón edificaron su vivienda.


En el fresco patio
sombreado por toldos rojigualdas
se celebraron grandes fiestas;
con motivo de las coronaciones
de Martín el Humano y de Fernando de Antequera
las fuentes manaron vino ininterrumpidamente.


Bajo el reinado de don Juan II
se dividió el reino en dos bandos:
Uno defendía al rey,
otro a su hijo don Carlos, príncipe de Viana.


El doncel don Manrique de Lara,
nacido en palacio y secuestrado por una gitana,
creció como hombre de armas y letras,
aficionado a la poesía y a las justas.


Un día acudió al palacio
para participar en un torneo.


Allí conoció a doña Leonor de Urrea,
dama de la reina.


El trovador era partidario de don Carlos.
En la corte, Nuño de Luna era el principal defensor de don Juan.
Manrique y Nuño se enamoraron de la misma dama.
Eran rivales en el amor y en la política
y eran hermanos sin saberlo.


Manrique raptó a la dama
y el señor de Luna lo hizo ejecutar.
Enloquecida, Leonor se suicidó.
La gitana reveló a don Nuño
que el muerto era su hermano
y el señor de Luna murió también, desesperado.


Durante siglos, se oyeron susurros y lamentos
por los pasillos de la torre
en la que el trovador estuvo preso.
Se decía que el agua del estanque
se convertía a veces en un espejo mágico
en el que se veía el reflejo de Leonor.


Cayó sobre el palacio
el abandono y la ruina.
Fue cárcel y cuartel.
Pero seguían oyéndose murmullos y llantos.


Durante siglos.
Hasta que, hace unos años,
las viejas y románticas ruinas
del palacio de la Aljafería
fueron convertidas en edificio burocrático.
Las antiguas estancias se transformaron
en modernas oficinas
y con los ruidos de las máquinas
y la invasión de los funcionarios
desapareció la magia
para siempre.

 

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