sábado, 18 de enero de 2014

EL ESCORIAL




“La última enfermedad y feliz muerte del Rey Don Felipe II”


CÓMO VIVIÓ Y MURIÓ FELIPE II,
POR UN TESTIGO OCULAR
Fray José de Sigüenza


La última enfermedad y el felicísimo tránsito de nuestro gran Fundador el Rey Don Felipe II, nuestro Señor, está escrita, como cosa de tan ilustre ejemplo, largamente, con muchas y muy pías consideraciones, con la verdad y entereza que se puede desear, por el licenciado Cervera de la Torre, su Capellán.


Con esto quedaba yo bien excusado, aunque soy testigo de vista, de tornar a repetir lo que está tan cabalmente dicho. Mas ¿quién no me acusará de corto ni aun de ingrato? Y, sin duda, quedaría cuanto se ha tratado hasta aquí como sin alma o sin vida, si callase esta muerte. [...]


La recaída y calenturas que le dieron al Rey el miércoles 22 de julio eran dobles, y tan importunas, que se alcanzaban unas a otras. Esto sobrevenía a otros muchos ajes de atrás, porque quiso Dios ejercitar en paciencia por largo tiempo a su siervo, y dejarnos en él un ejemplo clarísimo de mil virtudes. [...]


La más prolija e importuna dolencia que le afligió fué la gota (mal que dicen se hereda); duróle más de catorce años, y los siete postreros (desde que le dejaron de sangrar con el curso que antes) le derribó de suerte que nunca convaleció con firmeza, y le fué forzado por la ternura de los pies traer siempre una cayadita en que afirmarse. Causó este mal dolores agudísimos, porque aquella división que va haciendo el humor corrompido en los artejos y coyunturas de las manos y pies, partes sensibles por extremo, por ser de poca carne, todo nervios y huesos, que, como se desencajan, atormentan despiadadamente. [...]


En los dos años y medio antes de su fin, avivó Dios las brasas de su crisol; quiso que se emprendiese en sus huesos una fiebre ética o habitual que le afligía continuamente, consumiéndole las carnes, hasta que no le dejó sino el pellejo y los huesos, y tan sin fuerzas, que de allí adelante sirvió de poco el báculo, pues le fué forzoso andar en una silla y verse como llevar a enterrar cada día.


Juntóse con esta ética una muy mala compañera, un principio de hidropesía, hinchándosele el vientre, muslos y piernas, que bastara por sí solo este rabioso accidente a descomponer el hombre más asentado del mundo, por la implacable sed que causa en las entrañas, pasión que aflige más que todas cuantas nos acometen, y lo peor es que con ninguna cosa cobra más fuerzas como con lo que más se apetece, que es el agua, y así el tormento que padecía de sed y sequedad un Rey tan delicado, criado en tanto regalo y concierto de vida. [...]


Quiso Dios que su siervo se fuese asando poco a poco, porque cuanto fuese más largo el sufrimiento, echasen los méritos más hondas las raíces. Y así pasó estos dos años y medio con grandísimo martirio. [...]


Sobre todos estos males, año y medio también antes de esta última enfermedad, para que ni se valiese de pies ni manos, se le hicieron cuatro llagas en el dedo de en medio de la mano derecha, y otras tres en el dedo índice de la misma mano, y otra en el dedo pulgar del pie derecho, que de noche y de día le estaban atormentando, y particularmente cuando se las curaban. Hiciéronsele éstas del humor superfluo corrompido y encendido, que rompía por los lugares más flacos, y con el fuego que traía consigo, que royendo las partes vecinas, donde se causaba un escocimiento insufrible, manándole materia con tan agudos dolores que aun la sábana no podía sufrir encima. [...]


Asado y consumido del fuego maligno que le tenía ya en los huesos, arrojó en el muslo, encima un poco de la rodilla derecha, una postema de calidad maligna, que fué creciendo y madurando poco a poco con dolores muy grandes. [...]


Como no se pudo resolver esta postema y vino a madurar, fué forzoso abrirla con hierro. [...]


Sacóle de ella gran cantidad de materia, porque el muslo estaba hecho una bolsa de podre que llegaba, poco menos, hasta el hueso.


Por ser tanta, no contenta la naturaleza con la puerta que había hecho el arte y el hierro, abrió ella otras dos bocas por donde expedía tanta cantidad que parecía milagro no morir resuelto en ella un sujeto tan consumido. [...]


No pasó de una vez este tormento, porque cada vez que le curaban, como era necesario traer la materia de muy lejos, jeringaban y exprimían la llaga, para sacársela. Salían, entre mañana y tarde, dos escudillas de podre, ocasión de gravísimos dolores.


De esta lastimera cura le sobrevino a nuestro Rey otro trabajo grande, que aun para pensarlo es penoso. Como estaba tan lastimado con esta herida y abertura, y con las bocas por donde se descargaba la naturaleza, quedó tan dolorido y sensible que no era posible menearse ni revolverse en la cama. Era forzoso estar de espaldas de noche y de día, sin mudarse de un lado ni de otro. [...]


Así se convirtió aquella cama real poco menos que en muladar podrido, y digo poco, porque no era sino harto peor, de donde salían continuos olores malísimos. [...]


En cincuenta y tres días que duró en esta enfermedad, padeció este tan incomportable trabajo; ni se le pudo mudar la ropa que tenía debajo, ni menearle o levantarle un poco para limpiarle los excrementos de la necesidad natural, y mucha parte de la materia que le salía de las postemas y llagas tenían al sufridísimo Rey en una sentina hedionda sepultado en vida. Y quien considerare el aseo, curiosidad y limpieza que tuvo siempre en todas las cosas, que una raya en la pared, ni una mancha en el suelo, ni polvo, ni telaraña, no sufría, y que podemos decir enseñó, no sólo en su Palacio, mas aun en toda España, limpieza y buena compostura en todo, y le viere ahora en tan asqueroso estado. [...]


Era esto en tanto extremo, que siendo una vez forzoso levantarle un poco la pierna en alto para que corriese la materia y limpiarle la que le corría por la corva abajo, sintió tan excesivo dolor que dijo no podía sufrirlo en manera alguna. [...]


De estar echado de esta manera, sin poderse rodear, se le vinieron a hacer llagas en las espaldas y en los asientos, porque ni aun estas partes careciesen de su pena.


En otro fuera efecto de consideración, y en este tan lastimado Príncipe, dechado de sufrimiento, no se hizo caso, como ni de otras circunstancias que agravaban excesivamente, dolores de cabeza, sed perpetua, malos olores, que con los accidentes principales estaban olvidadas.


A los treinta días de su enfermedad, de sólo haberle echado una ayuda de caldo de ave y azúcar, le sobrevinieron unas cámaras pestilenciales; hizo más de cuarenta, tan delgado o tan corrompido estaba el sujeto. Estas se fueron continuando hasta que le acabaron la vida, que, para quien no se podía aliviar, ni mover, ni mudar de ropa, fué otra nueva cruz.


No quedaba ya ni lugar ni parte donde sujetarse nuestros males, y porque no faltase ocasión de merecimientos nuevos, unas veces padecía demasiado sueño, y otras de no poder dormir, con unos pervigilios penosísimos. Causábase lo uno y lo otro dentro de aquellos humores gruesos, pútridos, melancólicos, que subían de todo el cuerpo al cerebro. [...]


Contra todos estos males juntos peleaba el siervo de Dios, y ninguno fué poderoso a derribarle de su gran entereza, y, lo que es más admirable, que en medio de tanta aflicción se compadecía de los que le servían y asistían con él; teníales lástima por el trabajo que les daba; decíales que se fuesen a dormir, a comer, a descansar y a aliviarse un poco; y cuando les mandaba alguna cosa, con tanta modestia como si no fuera Rey y Señor, rogándoselo. [...]


Determinó luego de hacer una confesión general. [...] Dijo así: «Padre, vos estáis en lugar de Dios, y protesto delante de su acatamiento que haré lo que dijeres que he menester para mi salvación, y así por vos estará lo que yo no hiciere, porque estoy aparejado para hacerlo todo». [...] Duró la confesión más de tres días. [...]


Antes de que le diesen la Extremaunción, comulgó otra vez; con esto mitigaba la sed grande que tenía de verse con Jesucristo. Esta descubría él muchas veces, repitiendo las primeras palabras del salmo: Sicut cervus desiderant fontes aquarum, ita desiderat anima mea ad te Deus.


Dos días antes que le abriesen la pierna [...], mandó que le trajesen algunas de las santas reliquias. [...]


Hízose así: el uno llevó la rodilla entera con el hueso y pellejo del glorioso mártir San Sebastián. El otro, una costilla del Obispo San Albano. [...] El tercero llevaba el brazo de San Vicente Ferrer. [...] Y él, besándola con la boca y con los ojos, decía se la aplicasen sobre la rodilla apostemada. [...] Sentía tanto alivio con la presencia y tocamiento de las santas reliquias que de allí adelante, en el discurso de toda la enfermedad, no hubo día que fray Martín de Villanueva, que las tenía a cargo, no le compusiese delante de su presencia un altar con mucha cantidad de reliquias; mandábale que se las trajese para besarlas y adorarlas, y se las pusiesen en la parte lastimada. [...] Un día le compuso un gran aparador de estos vasos del cielo; pieza por pieza, se las llevó todas, para que las adorase y besase; entendió que ya no faltaba ninguna, y quería tornarlas a su lugar y relicario, y díjole: «Mirad que la reliquia de tal Santo se os olvida, que no me la habéis dado a besar»; admiróse fray Martín, porque cuando las hubiera él compuesto y contado muy despacio, era mucho acordarse de todas. [...]


***


Como en todo fué tan Rey y de tan alto ánimo este Príncipe, parece que aun quiso reinar y enseñorearse sobre la muerte.


Estábala aguardando y tratando de sus cosas con tanta igualdad de ánimo, lo que a otros atemoriza, que dijera el que le viera no era él el que estaba tan al cabo, sino negocio de otro. [...]


Muchos días antes que muriese mandó a los religiosos que tenían la llave viesen en secreto el ataúd de su padre, el gran Emperador Carlos V; le midiesen y abriesen para ver cómo estaba amortajado, para que le pusiesen a él de la misma manera. [...]


Mandó en estos mismos días hacer su ataúd, y que se le trajesen delante, y daba en todo la traza y modo, como si fuera negocio para otro; seguridad grande del alma y señal de la certeza con que partía para su propia patria.


Quiso también hiciesen una caja de plomo y le pusiesen en ella sin abrirle, y así encerrado no pudiese exhalarse algún mal olor. [...]


Tornándole a dar D. Fernando de Toledo la candela de Nuestra Señora de Monserrat, a las tres de la mañana, alzó el Rey los ojos y le miró riéndosele, y tomándosela de la mano, dijo: «Dadla acá, que ya es hora». [...]


Las últimas palabras que pronunció y con que partió de este mundo, fué decir como pudo que moría como católico en la Fe y obediencia de la Santa Iglesia Romana; y besando mil veces su crucifijo (teníale en la una mano, y en la otra la candela, y delante la reliquia de San Albano, por la indulgencia), se fué acabando poco a poco. [...]


Durmió en el Señor el gran Felipe II, hijo del Emperador Carlos V, en la misma Casa y templo de San Lorenzo que había edificado, y casi encima de su misma sepultura,


a las cinco de la mañana, cuando el alba rompía por el Oriente, trayendo el sol la luz del domingo, [...] a 13 de septiembre, el año 1598.


En el mismo día que catorce años antes había puesto la postrera piedra de todo el cuadro y fábrica de esta Casa (circunstancias de consideración).

No hay comentarios:

Publicar un comentario