SAN JUAN
DE ORTEGA O EL MILAGRO DE LA LUZ EQUINOCCIAL
JAIME COBREROS
Revista “CIELO Y TIERRA”, nº 5, 1983.
Existen lugares privilegiados en los que
"sopla el espíritu". San Juan de Ortega (Hurgas) es, indudablemente,
uno de ellos. La pequeña aldea está formada por el Santuario y cinco o seis
casas adosadas al mismo. Construido éste en pleno Camino de Santiago y alejado
de la carretera general (a 4 km., en la desviación de Santovenia de Oca) es hoy
un lugar perdido y casi desconocido en el que, sin embargo, sucede dos veces al
año un hecho extraordinario que nos hace sentir por unos instantes el aleteo de
lo Absoluto, descubriéndonos un simbolismo espaciotemporal riquísimo, hoy casi
olvidado pero que el hombre románico no sólo conocía, sino que lo hacía sustento
de su vida espiritual y de sus reflexiones metafísicas.
La luz, la gozosa luz que disipa las tinieblas en
las que nos movemos e ilumina el camino a seguir, es la protagonista de San
Juan de Ortega. En los equinoccios de primavera y de otoño un rayo de sol
poniente ilumina por unos minutos un capitel con la más extraordinaria
Anunciación de todo el arte sagrado occidental. María y el atónito peregrino
son visitados por el Espíritu. Estamos ante uno de esos momentos irrepetibles
que pueden reorientar la vida de un hombre.
UN SANTO, MAESTRO CONSTRUCTOR
Juan Velaz fue el fruto tardío y único de un
matrimonio castellano que había perdido toda esperanza de tenerlo. Nace hacia
1.080 en Quintanaortuño. Peregrina muy joven a Compostela y entra en contacto
con Santo Domingo de la Calzada. Se inicia, posiblemente con él, en una
fraternidad de constructores secundando a Santo Domingo en su dedicación de
aliviar el camino de las para entonces riadas de peregrinos que fluían y
refluían por la ruta jacobea. Los puentes de Nájera y de Logroño se debieron a
estos dos pontifices.
Pero Juan Velaz decide hacer las otras dos
peregrinaciones más importantes de su tiempo. En cuatro años peregrina a los
Santos Lugares, regresando por Roma. Con los nuevos conocimientos arquitectónicos
aprendidos y con renovado brío construye a su regreso el puente de Agés para
los peregrinos, deseca la cercana zona pantanosa y traza una nueva calzada. Es
entonces cuando decide establecerse en la cercana Ortega y fundar allí una
iglesia, una hospedería y un hospital, como los ya existentes en tantos otros
puntos del Camino.
Ortega toma su nombre de las espesas malezas de
ortigas que cubrían las laderas de los Montes de Oca. Oca y su entorno fueron,
precisamente, uno de los puntos negros de la Ruta. En sus montes los peregrinos
eran asaltados, robados y vejados hasta tal punto que se hacía aconsejable
atravesarlos en grupos organizados en Villafranca. La caridad de Juan Velez y
de los tres clérigos regulares que reunió a su alrededor tenía pues donde ser
bien aplicada.
En 1138 comienzan las obras por el ábside de la
iglesia, construyéndose después la hospedería y la botica. Durante estos años
de trabajos compañeriles la santidad de Juan va haciéndose famosa por los
contornos.
Juan Velez muere en 1163 cediendo todos sus bienes
a la iglesia y a la hospedería. Nueve años más tarde el lugar se llama ya de
San Juan de Ortega. La comunidad fundada por el santo continúa la labor de éste
hasta que en el s. XV pasa Ortega a los monjes jerónimos.
Pronto éstos desean
ampliar la reducida iglesia levantada por Juan (los tres ábsides y poco más) y
aprovechan la visita de Isabel la Católica a la tumba del santo para pedirle un
hijo varón (lo que conseguirá, naciendo el infante D. Juan). De este modo se
prolongan los ábsides en un estilo gótico tardío que aún se conserva, así como
se construye el baldaquino situado sobre la cripta que contiene el sarcófago
del santo.
En el siglo XVIII los jerónimos levantarán el claustro adjunto a la
basílica, siguiendo en el monasterio hasta la desamortización de Mendizábal.
Finalmente, y hace pocos años, se ha llevado a cabo una magnífica restauración
del conjunto bajo la dirección del gran adecentador del Camino, el arquitecto
Pons-Sorolla.
EL ESPACIO SAGRADO
Pero conviene que nos centremos exclusivamente en
las piedras románicas de San Juan de Ortega por ser las únicas de
características sagradas, haciendo el esfuerzo necesario para vencer todo
disipación ajena a ellas. Esfuerzo, por otra parte, no desmesurado pues las
circunstancias telúricas del lugar disponen al visitante a dejarse embeber por
el ambiente.
Partimos del hecho de que todo arte románico es un
arte sagrado por ser fruto de una civilización basada en la Tradición. Por
ello, un arte así será el modo por el que el hombre tradicional refleje en la
Tierra las armonías que intuye rigen el Universo. Para esto, el artista sagrado
(el maestro constructor) comenzará por elegir un lugar con vibraciones
beneficiosas (lugar telúrico), construirá después un ambiente adecuado, multiplicador
de resonancias (templo, espacio sagrado) y transmitirá sus conocimientos
metafísicos mediante figuraciones o proporciones (arte sagrado) a todo aquel
que esté en actitud receptiva.
Es casi seguro que el mismo Juan de Ortega trazará
el asentamiento de su iglesia. De lo que no hay duda es de que su parte
románica (ábside, absidiolas, nave del crucero y arranque de las naves
laterales) fue levantada en vida del maestro constructor santo. De su
peregrinación a Oriente Juan trae la novedad de la planta en forma de cruz
griega, singular en el románico español.
Toda la fábrica románica está perfectamente
trabajada y estructurada. Los ábsides, airosos al exterior, se muestran al
interior como auténticos senos maternos propicios a la resonancia y al recogimiento
con sus perfectos hemiciclos y bóvedas. El ábside central aporta otra novedad
singular. Sus tres ventanas se abren al interior en una serie escalonada de 10
pequeñas arquivoltas. El efecto de luz que se consigue de este modo al ser
traspasado por el sol naciente el alabastro que cubre las ventanas, es único.
La tamizada luminosidad del alabastro se va graduando de arquivolta en
arquivolta hasta iluminar suave y uniformemente toda la iglesia. El visitante
de esas horas se siente inmerso en esta nueva luz primordial. Es éste el primer
aviso de que en la basílica de San Juan de Ortega la luz juega un papel
privilegiado.
Tras la nave del crucero, de cinco tramos con
bóvedas de crucería, viene la parte gótica con su amplio coro. En medio de la
iglesia se ha colocado en la última restauración el baldaquino encargado por
Isabel la Católica en un gótico tardío. Su omnipresencia distrae la atención al
distorsionar los espacios románicos, por lo que convendrá no prestarle excesiva
atención.
Bajo él, en la cripta abierta en la restauración citada dirigida por
Pons Sorolla, se han colocado el sepulcro y el interesante e inacabado
cenotafio románico del santo.
La mayoría de los temas esculpidos en los capiteles
son vegetales, bulbosos primordialmente. Pero existen algunos con temas
humanos, sobresaliendo entre todos ellos el que da origen a este estudio.
Nos
referimos al triple capitel septentrional que sustenta el arco de la absidiola
Norte. En sus siete facetas se representa todo el ciclo de la Natividad: Anunciación,
Visitación, sueño de José, Nacimiento y anuncio a los pastores. Por su
concepción, unidad, delicadeza, expresión, composición y fuerza expresiva nos
encontramos ante una talla única en el románico español. Se desconoce su autor
e incluso a la fraternidad a la que perteneció (que bien pudo ser la del propio
Juan de Ortega), siendo difícil buscarle antecedentes y consecuentes. Su
maestría se observa en el aprovechamiento del espacio y en la ejecución.
Rostros serenos, leves sonrisas, actitudes sosegadas, ritmo en los pliegues de
los vestidos... Todo ello transmite una profunda sensación de gozo íntimo que
quiere compartirse con quien lo contempla.
En la escena de la Anunciación Gabriel aparece
arrodillado junto a María, ambos en una actitud de confiada espera. Es curioso
que el arcángel no se dirija a María, como es habitual en este tipo de
representaciones, y que la Virgen adopte una postura receptiva y expectante,
con ambas manos abiertas y dirigiendo su mirada hacia el mismo punto indefinido
que Gabriel. La cara estrecha del primer capitel es aprovechada para
representar a María con las manos cruzadas sobre su seno.
La siguiente escena representa la Visitación: María
e Isabel se besan y abrazan dulcemente mientras que la prima de la Virgen pone
su mano sobre el vientre de Ésta. Apenas se percibe aún el embarazo de ambas. A
continuación y como ausente de cuanto pasa a su alrededor (lo que es muy
frecuente en la figuración románica), San José, apoyado en su bastón en forma
de Tau, medita lo que le comunica el ángel en sueños, representado sobre él con
sus magníficas alas desplegadas.
Es digno de observar en esta primera unidad el
ritmo de las manos de los personajes, mientras que los personajes paralelos en
el astrágalo del capitel son de una simplicidad e ingenuidad conmovedoras.
Gabriel, el único espíritu superior en ese momento, aparece, naturalmente,
descalzo.
El Nacimiento ocupa la faceta mayor del capitel
central. Sobre la Virgen acostada aparece el pesebre con el Niño. Muy cercanos,
el asno y el buey calentándolo y sobre todos ellos una estrella radiante a cuyo
lado, en magnífica esquematización, aparecen los tres Reyes Magos (el
conocimiento no tiene rostro, es anónimo). Es significativo este tratamiento
conjunto de la Natividad y de la Epifanía. De un modo realista la primera,
esquemático y sin alardes pero a un nivel superior la segunda. Nuevamente nos
encontramos con unas ideas maestras claras y perfectamente ordenadas que los
constructores de la basílica quisieron dejar inscritas por la piedra. La luz,
el conocimiento, el Universo...
Las tres últimas facetas del triple capitel parecen
de tono menor. Una mujer (¿la misma Virgen o Santa Isabel?) en actitud de
espera y finalmente el anuncio a los pastores. Escena ésta puramente
descriptiva y sin el genio de las anteriores.
LA LUZ
Pero volvamos a la Anunciación. Hemos dicho que
tanto María como Gabriel adoptan una postura expectante hacia el exterior. ¿A
quién esperan y qué es lo que miran ambos? Sencillamente, al que falta, al
Espíritu Santo. Porque el Espíritu de Dios aparece en San Juan de Ortega dos
veces al año en forma de rayo de sol, es decir, de luz. Luz que fecunda e
ilumina. Luz que nos abre unas perspectivas metafísicas y simbólicas
inusitadas. He aquí la genialidad, la grandeza y la profundidad del Maestro de
San Juan de Ortega, el primer maestro constructor que utiliza con pleno
conocimiento de lo que hace la intangibilidad de la luz para transmitir el más
sublime mensaje de la historia de la Humanidad: la voluntaria entrada del Intemporal
en el tiempo del hombre, de lo Infinito en lo finito, de lo Desmesurado en lo
continente.
A nosotros nos fue concedido el redescubrir, tal
como lo publicamos en su día, el portentoso hecho sobre el que gira el fin
último -metafísico, por tanto- de la basílica de San Juan de Ortega. Dos días
antes y hasta dos días después de ambos equinoccios anuales (21 de marzo y 22
de septiembre), a las 5 de la tarde, hora solar, y por un espacio de 7 a 8
minutos, un rayo de sol poniente -que atraviesa la ventana ojival de la fachada
Oeste, posterior a la construcción románica y que bien pudo sustituir a un
oculus anterior- ilumina el capitel de la Anunciación. La cálida mancha
luminosa va ascendiendo por la pared contigua como atraída por la vida del
capitel. Cuando, finalmente, llega a él e ilumina a Gabriel y a María, el
espectador siente la plenitud de los momentos únicos e irrepetibles. La
profunda sensación de lo misterioso recorre su médula e inmediatamente una
euforia inusitada se apodera de él. La luz ha hecho el milagro.
Todas estas sensaciones plenas -tan infrecuentes
hoy en día- son consecuencia de momentos privilegiados.
Es sólo entonces cuando se comprende al maestro
constructor que tuvo la genialidad de adecuar las cosas para que el Espíritu
Santo haga su aparición en forma de luz, de rayo fecundante , tal como es
representado por muchos pintores medievales, como lo hiciera Fray Angélico en
algunas de sus Anunciaciones. ¿Existe un modo más extraordinariamente adecuado
que utilizar la luz para representar al Espíritu? Todo estaba en la penumbra
hasta que la luz apareció. Y la luz vino cargada de Vida. "Yo soy el
sendero, la luz y la vida". Y la vida aportada por la luz en este lugar
privilegiado del Camino, fue nuestra redención. Redención y renacimiento necesarios
para ponemos en disposición de iniciar el sendero del conocimiento cuyo fin es
la identificación.
Re-nacimiento que forzosamente habrá de hacerse en
el claustro materno reproducido por el románico con sus bóvedas y cúpulas,
bañado por la luz primordial que reparte el alabastro. ¿No decíamos más arriba
que la luz de las tres ventanas del ábside de la basílica tenía una función
alertadora que cumplir? Esa luz de sol naciente se va matizando en las 10
arquivoltas de cada vano. Y el 10 es el número de la perfección, de la plenitud
conseguida, de la realización total, de la identificación última. Esta luz
primordial no es más que la anunciadora de la otra que aparecerá al final del
día, nítida, dorada y dirigida. En su papel de precursora es esta primera una
luz "juanista" que predispone y anuncia, tal como hizo San Juan
Bautista, al fin también presente (en el vientre de Santa Isabel) y no
representado en el capitel. ¿Y no fue el Bautista el que allanaba los caminos
del Señor? ¿ y no hizo literalmente lo mismo este otro Juan de Ortega? Pero hay
más, ¿no fue precisamente el otro Juan, el Evangelista, quien dijo lo de
"vino a dar testimonio de la luz"?
Una vez más los dos Juanes (en esta ocasión tres)
enlazados. Toda una relación espacio-temporal evidenciada por un simple rayo de
sol.
Pero la coherencia final de la ciencia sagrada se
manifiesta de un modo aún más claro en esta basílica singular. Decimos que el
sol en días señalados ilumina una Anunciación. Pero sería mucho más correcto si
habláramos de Encarnación. En el capitel está claro que el arcángel ha
anunciado a María su predilección ante el Altísimo. La disposición y postura de
la Virgen indican que María está pronunciando en ese instante el “fiat”, el
“hágase” más trascendental de la Humanidad.
EL TIEMPO SAGRADO
Hemos hablado de ciclos, de equinoccios y, también
veladamente, de solsticios. Es evidente que los constructores de San Juan de
Ortega quisieron señalar en primer lugar el tiempo equinoccial. Precisamente,
la Anunciación se celebra el 25 de marzo y la víspera, el 24, está consagrado a
San Gabriel. Ambas fechas están muy próximas al equinoccio de primavera (como
lo está la celebración de San José, el 19 de marzo). Por otra parte el
equinoccio de otoño está bajo el patronazgo de San Miguel (29 de septiembre).
Desde la Antigüedad a ambos equinoccios se les ha atribuido un doble papel,
exotérico al de primavera (Encarnación y Muerte de Cristo se suceden en esta
estación), por ser cuando el día comienza a tener mayor duración que la noche (triunfo
de la luz), y esotérico al de otoño, por ser todo lo contrario. Conviene
recordar aquí la representación de San Miguel, portador de la lanza vengadora o
de la espada ígnea como guardador del Árbol de la Vida o del Conocimiento.
Estamos, pues, ante el simbolismo equinoccial,
ambiguo y bipolar como necesariamente ha de ser todo símbolo activo. Su fuerza
y singularidad viene al ser los equinoccios la única manifestación astronómica
que se repite dos veces en el ciclo anual, ya que en ambas sale el sol por el
mismo punto del horizonte. Será precisamente la precesión de los equinoccios la
que dé lugar a los ciclos astronómicos y astrológicos, dejando de ser el tiempo
lineal (como científicamente se cree) para volverse espiral (como la Tradición
lo viene diciendo desde tiempo inmemorial). Estamos ante el tiempo cualificado
o sagrado.
La idea cíclica del tiempo se ve reforzada en San
Juan de Ortega por la idea solsticial que también inspira la basílica. Hemos
hablado de los dos Juanes y, precisamente, a ellos está encomendado cada
solsticio, por caer próximos a sus celebraciones (San Juan Evangelista, 27 de
diciembre, el de invierno y San Juan Bautista, 24 de junio, el de verano). Pero
los Santos Juanes son la correspondencia cristiana del Jano bifronte simbolizado
por los dos rostros unidos por la parte posterior de la cabeza. Para los
antiguos Jano fue el guardador de las dos puertas solsticiales: Janua Coeli y
Janua Inferni, de ahí que se le representara con dos llaves, una de oro y otra
de plata.
Si algo nos señala por encima de cualquier otra
cosa el capitel de San Juan de Ortega con la Encarnación de lo Infinito en lo
finito, es, precisamente, la asunción del tiempo por el Intemporal.
EN CAMINO
Va siendo hora de que subamos un escalón más,
quizás el primero, y convirtamos nuestros viajes en peregrinaciones y nuestra
curiosidad en conocimiento trascendental. San Juan de Ortega puede ser el mejor
comienzo para ello. Trascendiendo su carácter singular desde el punto de vista
artístico, en este lugar se palpa la sensación de orden y de verdad que
transpira toda piedra románica, sabiéndola reflejo de una sociedad que supo
organizarse según cánones de autoridad espiritual.
Todavía puede el peregrino dejarse empapar por la
magnífica caridad que Juan de Ortega dispensó a los que le precedieran en la
búsqueda de la Verdad, y que una vez muerto el santo la sigue practicando con
nosotros, recibiéndola en forma de luz fecundante.
Visitemos la basílica en los momentos privilegiados
de ambos equinoccios con fe absoluta en la luz y en el milagro que se producirá
ante nuestros ojos. "Un simple rayo de luz iluminará entonces al hombre y
a las piedras poniendo a ambos en resonancia al hacerlos vibrar con el
Universo. No conocemos otro caso en el románico de que, al querer evidenciar
tan marcadamente la relación entre tierra y cielo (todo lo que ocurre aquí
abajo es reflejo de lo que está escrito en las estrellas), se haya conseguido
un simbolismo tan rico, tan dinámico y tan operante".
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