martes, 20 de diciembre de 2011

OTURIA (II): ISÚN DE BASA


Numerosos senderos
conducen a la Ermita de la Cueva
a través del macizo de Santa Orosia,
desde los pequeños pueblos
desperdigados en torno a la montaña:
Fanlillo, Javierre, Satué, Isún, Sanromán, Yebra.


Regatos y cascadas bajan por las laderas del monte,
densas nieblas ocultan con frecuencia su cumbre,
serpenteantes senderos atraviesan su bosque.


Caminos que antaño
eran recorridos por pastores y leñadores.
Caminos que usaban los habitantes de los pueblos
para subir con el ganado al puerto
y para bajar de lo alto
mulas cargadas con centeno y patatas
cultivados en la cumbre.


Senderos que atraviesan barrancos
y comunican las pequeñas aldeas,
algunas de las cuales ya son sólo
grupos de casas abandonadas.


Desde todos los pueblecillos
diseminados por el valle
en torno a la montaña sagrada,
parten estrechas sendas
que se internan en el bosque,
vadean arroyos
y ascienden hacia la zona rocosa.


En lo alto,
la meseta de Santa Orosia,
la gran pradera
en medio de la cual se levanta
el santuario de la patrona.
Más allá, el pico del Oturia.


Desde la llanada se precipita el agua
que protege la Cueva del Grial.
Hasta aquí subirían los refugiados
en busca de alimento y de sol.


*


El camino que parte de Isún
es el más empinado.


A los pies del Monte Oturia
Isún es un pueblo minúsculo.
De aquí arranca la senda
que conduce a la cima.


*


La sendita se adentra en un bosque
de pino, roble y boj.
Quedan charcos y barro
de las recientes lluvias
pero el viento limpia el cielo.
Todo reluce.
Gotas de agua
brillan sobre el musgo.
La primavera abre flores en cada grieta,
en cada brote mínimo.
Los pájaros persiguen los hilachos de nubes restantes.


Emprendo el ascenso.
El pueblo minúsculo
rápidamente queda lejos.
Me interno en el bosque
y el pueblo minúsculo desaparece.


Y estoy sola.
Camino por la empinada cuesta,
por la estrecha senda,
respiro el aire limpio
y siento una felicidad antigua, primitiva,
como una borrachera.


Camino sin esfuerzo,
como si estuviera perdiendo peso,
como si mi cuerpo se estuviera deshaciendo
en el aire de cristal.

Conforme asciendo
retrocedo en el tiempo,
camino hacia el pasado,
esa cumbre de roca
cada vez más cercana
es una conexión
con los espíritus ancestrales
de los Pirineos.


En el último tramo, la vegetación desaparece
y queda el mallo,
la roca desnuda y vertical,
los murallones somitales.
El sendero se convierte en estrecha faja
pegada al farallón.
Después, se acaba.
Para superar la placa pétrea
hay que buscar un punto de rotura
y trepar apoyando las manos
hasta llegar a la cima del mallo.


Aquí está la iglesuela, entre los pastos.
En el horizonte, las nevadas cumbres
de los Pirineos.
Al este, Ordesa.
Al sur, en días claros y ventosos,
puede verse el Moncayo.
Al oeste, la Peña Oroel.
Abajo la campiña
y los pueblecillos del Valle del Basa.
Más allá, Sabiñánigo
en la cuenca del Gállego.


Los espíritus están aquí, en lo alto.
Aquí, a la luz de este sol de oro,
están reunidos haciendo su magia,
pronunciando una y otra vez los remotos conjuros.


Son transparentes.
Sólo es posible verlos
tras un largo recorrido
en el que el cuerpo
se nos haya ido deshaciendo
para llegar a lo alto como ellos,
transparentes, ingrávidos, borrachos
de luz y soledad.


Son seres antiguos
que han atravesado todas las épocas,
que lo conocen todo,
que han adquirido una gran sabiduría.


Sentada en una roca
contemplo el valle rodeado de sierras,
surcado por caminos que se adentran
en las altas montañas.
He llegado aquí arriba en el día perfecto,
en el día en que el aire ha quedado tan limpio
que ha permitido que la luz
se convierta en nexo con lo invisible.
He llegado desencarnada por la luz
y la luz me ha permitido la visión
de lo que no se ve.

Santos y asesinos se reúnen aquí,
confunden sus sangres,
intercambian impulsos.

Hay tanta soledad y tanta luz aquí
que nada sorprende,
éste es el lugar en el que es posible
ver todo el pasado,
ver cómo fluye el tiempo,
comprender cómo lo importante
estaba en este desencarnamiento,
en esta desnudez,
en este abandono.


*


En esta montaña se siente lo sagrado.
Éste fue el primer lugar en que se ocultó el Cáliz.
De todas las montañas posibles,
los fugitivos escogieron ésta,
que no era lugar de paso
hacia ninguna parte,
ésta que no estaba en el recuerdo de nadie.


Hay algo aquí.
Una especial energía.
Un efluvio sutil.

Hay romerías que, pasajeramente,
pueblan el monte.
Hay, en lo alto, antenas repetidoras,
que son como dañinos intrusos.
Hay días en los que grupos de senderistas
o escaladores
o practicantes de ciclismo de montaña
o parapente,
suben a Santa Orosia
para comer junto a la fuente.

Pero también hay días
de soledad absoluta;
días en los que uno puede sentir
que está solo en la montaña,
solo con la montaña,
solo con los espíritus
de los antiguos habitantes de la montaña,
solo con lo sagrado.


Éste fue el primer refugio del Grial.
Ésta es la montaña mágica.
Quizás el obispo y sus compañeros
conocían alguna clave
cuando eligieron este monte como refugio.


*


Podría morir aquí.
Éste sería el momento perfecto para morir,
acompañada por los seres antiguos,
lejos de todo,
en el borde ya del otro mundo,
en el borde de la felicidad.

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