sábado, 26 de mayo de 2012

OSSA DE MONTIEL, I



Rebaños de cabras. Ladridos de perros.
Campos de árboles frutales...






Luego el paisaje se vuelve más abrupto, rocoso.






Y de pronto aparece la pared del castillo,
mimetizada con las rocas.
Las ruinas de la que fuera fortaleza
de la Orden de Santiago.






Cerca corren las aguas del Alarconcillo,
limpias y alegres.
Saltan entre las piedras.






Rodea el castillo un extraño paraje
de suelo incierto.
Los rectos troncos desnudos de los chopos
parecen no surgir de la tierra
sino de una plateada capa de hojas secas
entre las cuales brillan charcos de agua.






El viento agita las hojas caídas
produciendo un ligero ruido metálico.






Pequeños animales invisibles
se mueven entre la hojarasca.
No los veo, pero escucho cómo se intensifica
el ruido de las hojas a su paso.






Me interno por ese extraño suelo
de apariencia insegura.
Camino sobre las hojas.






El sol se filtra entre las altas ramas descarnadas.
Cantan los pájaros.
Sus cantos se mezclan con sonidos inidentificables
producidos por seres invisibles.
Y con el silencio.






El silencio, el metálico sonido de las hojas,
el canto de los pájaros
y los ruidos de los seres invisibles.






Tengo la sensación de irme internando en la irrealidad,
en un mundo de magia, en una tierra encantada.






El viento levanta pequeños remolinos de hojas
que durante unos segundos parecen
corros de hadas diminutas.
Hadas plateadas y risueñas
que bailan un instante y se desvanecen.
Pequeñas hadas que juegan y ríen a mi alrededor.






Yo río con ellas y trato de seguirlas con la vista,
pero se escabullen.
Los troncos blancos de los chopos
crean una especie de recinto secreto, misterioso,
en el que ríen las hadas.






Al pie del castillo, una fuente.
Bajo un zarzal de grandes espinas.
Entre piedras musgosas.
Escondida.
El agua parece rezumar de la roca.
Allí están también las hadas,
danzando sobre el agua,
recogiendo destellos de sol.






Emprendo la subida al castillo,
entre rocas, helechos y líquenes.
Camino despacio, escuchando las voces
de innumerables animalillos inidentificables
y las risas de las hadas.






Del castillo queda poco,
pero lo que queda se ha cargado de magia.
Algún nigromante ha realizado aquí sus encantamientos.
Desde lo alto se ve el bosque de chopos,
el bosque de las hadas.






Don Quijote perdió la noción del tiempo por estos campos.
Aquí hay algo que modifica las coordenadas temporales.
Me doy cuenta de que he pasado horas entre las ruinas.






Inicio el camino de vuelta.
Una gran serpiente atraviesa el sendero
y desaparece entre el mar de hojas.
Me pregunto cuántas serpientes como ésa
me habrán rodeado
mientras caminaba por la hojarasca.
Me pregunto cuántos otros animales
habitan allí dentro conviviendo con las hadas.






Por el camino, me dura el hechizo.
Me encuentro bien. Cansada. Eufórica.
Veo que tengo las botas
completamente cubiertas de un polvillo plateado.
Respiro hondo, y aún me parece oir,
mientras entro en el pueblo,
las risas de las hadas.

 

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