lunes, 28 de mayo de 2012

OSSA DE MONTIEL, III





En Ossa de Montiel, cerca del castillo, se encuentra la Cueva de Montesinos, a la que bajó Don Quijote.






DON QUIJOTE DE LA MANCHA






CAPÍTULO XXII


Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de La Mancha, a quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha


Pidió don Quijote al diestro licenciado le diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le pondría a la boca de la mesma cueva y le enseñaría las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España; y díjole que llevaría con él gustoso entretenimiento, a causa que era mozo que sabía hacer libros para imprimir y para dirigirlos a príncipes. Finalmente, el primo vino con una pollina preñada, cuya albarda cubría un gayado tapete o arpillera. Ensilló Sancho a Rocinante y aderezó al rucio, proveyó sus alforjas, a las cuales acompañaron las del primo, asimismo bien proveídas, y encomendándose a Dios y despediéndose de todos, se pusieron en camino, tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos.


[...]


En estas y otras gustosas pláticas se les pasó aquel día, y a la noche se albergaron en una pequeña aldea, adonde el primo dijo a don Quijote que desde allí a la cueva de Montesinos no había más de dos leguas, y que si llevaba determinado de entrar en ella, era menester proveerse de sogas, para atarse y descolgarse en su profundidad.

Don Quijote dijo que aunque llegase al abismo, había de ver dónde paraba; y, así, compraron casi cien brazas de soga, y otro día a las dos de la tarde llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahígos, de zarzas y malezas, tan espesas y intricadas, que de todo en todo la ciegan y encubren. En viéndola, se apearon el primo, Sancho y don Quijote, al cual los dos le ataron luego fortísimamente con las sogas; y en tanto que le fajaban y ceñían, le dijo Sancho:


—Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace: no se quiera sepultar en vida, ni se ponga adonde parezca frasco que le ponen a enfriar en algún pozo. Sí, que a vuestra merced no le toca ni atañe ser el escudriñador desta que debe de ser peor que mazmorra.

—Ata y calla —respondió don Quijote—, que tal empresa como aquesta, Sancho amigo, para mí estaba guardada.

Y entonces dijo el guía:

—Suplico a vuesa merced, señor don Quijote, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá dentro: quizá habrá cosas que las ponga yo en el libro de mis Transformaciones.

—En manos está el pandero que le sabrá bien tañer —respondió Sancho Panza.

Dicho esto, y acabada la ligadura de don Quijote —que no fue sobre el arnés, sino sobre el jubón de armar—, dijo don Quijote:

—Inadvertidos hemos andado en no habernos proveído de algún esquilón pequeño que fuera atado junto a mí en esta mesma soga, con cuyo sonido se entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; pero pues ya no es posible, a la mano de Dios, que me guíe.

Y luego se hincó de rodillas y hizo una oración en voz baja al cielo, pidiendo a Dios le ayudase y le diese buen suceso en aquella, al parecer, peligrosa y nueva aventura, y en voz alta dijo luego:

—¡Oh señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches, que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que tanto le he menester. Yo voy a despeñarme, a empozarme y a hundirme en el abismo que aquí se me representa, solo porque conozca el mundo que si tú me favoreces no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe.

Y en diciendo esto se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos o a cuchilladas, y, así, poniendo mano a la espada comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y escusara de encerrarse en lugar semejante.

Finalmente, se levantó y viendo que no salían más cuervos ni otras aves noturnas, como fueron murciélagos, que asimismo entre los cuervos salieron, dándole soga el primo y Sancho, y se dejó calar al fondo de la caverna espantosa; y al entrar, echándole Sancho su bendición y haciendo sobre él mil cruces, dijo:

—¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe, otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz desta vida que dejas por enterrarte en esta escuridad que buscas!

Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el primo.

Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y más soga, y ellos se la daban poco a poco; y cuando las voces, que acanaladas por la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas las cien brazas de soga y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro, y creyéndolo así Sancho, lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por desengañarse; pero llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron. Finalmente, a las diez vieron distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho, diciéndole:

—Sea vuestra merced muy bien vuelto, señor mío, que ya pensábamos que se quedaba allá para casta.

Pero no respondía palabra don Quijote; y sacándole del todo, vieron que traía cerrados los ojos, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y, con todo esto, no despertaba; pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volvió en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara; y mirando a una y otra parte, como espantado, dijo:

—Dios os lo perdone, amigos, que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra y sueño o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh desdichado Montesinos! ¡Oh malferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y vosotras sin dicha hijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos!

Con mucha atención escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les diese a entender lo que decía y les dijese lo que en aquel infierno había visto.

—¿Infierno le llamáis? —dijo don Quijote—. Pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como luego veréis.


Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre. Tendieron la arpillera del primo sobre la verde yerba, acudieron a la despensa de sus alforjas, y sentados todos tres en buen amor y compaña, merendaron y cenaron todo junto. Levantada la arpillera, dijo don Quijote de la Mancha:

—No se levante nadie, y estadme, hijos, todos atentos.




***




CAPÍTULO XXIII


De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa


Las cuatro de la tarde serían, cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos dio lugar a don Quijote para que sin calor y pesadumbre contase a sus dos clarísimos oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto; y comenzó en el modo siguiente:


—A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo sin llevar cierto ni determinado camino, y, así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di voces pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese, pero no debistes de oírme. Fui recogiendo la soga que enviábades, y, haciendo della una rosca o rimero, me senté sobre él pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al fondo, no teniendo quién me sustentase; y estando en este pensamiento y confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo, y cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza, ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacia mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada que por el suelo le arrastraba. Ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz. El continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme: «Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña solo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo estupendo. Ven conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre». Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que en el mundo de acá arriba se contaba, que él había sacado de la mitad del pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y llevádole a la señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.

—Debía de ser —dijo a este punto Sancho— el tal puñal de Ramón de Hoces, el sevillano.

—No sé —prosiguió don Quijote—, pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia.

—Así es —respondió el primo—: prosiga vuestra merced, señor don Quijote, que le escucho con el mayor gusto del mundo.

—No con menor lo cuento yo —respondió don Quijote—, y, así, digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que a mi parecer es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón; y antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del sepulcro, me dijo: «Este es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo. Tiénele aquí encantado, como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque, según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño. Pues siendo esto así, y que realmente murió este caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando como si estuviese vivo?». Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz, dijo:


«¡Oh, mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto
y mi ánima arrancada,
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
sacándomele del pecho,
ya con puñal, ya con daga».


Oyendo lo cual el venerable Montesinos se puso de rodillas ante el lastimado caballero, y, con lágrimas en los ojos, le dijo: «Ya, señor Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el aciago día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían de haberos andado en las entrañas. Y por más señas, primo de mi alma, en el primero lugar que topé saliendo de Roncesvalles eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado a la presencia de la señora Belerma, la cual, con vos y conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha muchos años; y aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros. Solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un río llamado de su mesmo nombre, el cual cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otras muchas que se llegan entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por dondequiera que va muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo mío!, os lo he dicho muchas veces, y como no me respondéis, imagino que no me dais crédito o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados, que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas». «Y cuando así no sea —respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja—, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar.» Y volviéndose de lado tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos, acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro, con  tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta, y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza. «Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses y aun años que no le tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo.» «Cepos quedos —dije yo entonces—, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y, así, no hay para qué comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora doña Belerma es quien es y quien ha sido, y quédese aquí.» A lo que él me respondió: «Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber entendido por no sé qué barruntos que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo». Con esta satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma.


—Y aun me maravillo yo —dijo Sancho— de como vuestra merced no se subió sobre el vejote y le molió a coces todos los huesos y le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas.

—No, Sancho amigo —respondió don Quijote—, no me estaba a mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados. Yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos.

A esta sazón dijo el primo:

—Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.

—¿Cuánto ha que bajé? —preguntó don Quijote.

—Poco más de una hora —respondió Sancho.

—Eso no puede ser —replicó don Quijote—, porque allá me anocheció y amaneció y tornó a anochecer y amanecer tres veces, de modo que a mi cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.

—Verdad debe de decir mi señor —dijo Sancho—, que como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un hora debe de parecer allá tres días con sus noches.

—Así será —respondió don Quijote.

—¿Y ha comido vuestra merced en todo este tiempo, señor mío? —preguntó el primo.

—No me he desayunado de bocado —respondió don Quijote—, ni aun he tenido hambre ni por pensamiento.

—¿Y los encantados comen? —dijo el primo.

—No comen —respondió don Quijote—, ni tienen escrementos mayores, aunque es opinión que les crecen las uñas, las barbas y los cabellos.

—¿Y duermen por ventura los encantados, señor? —preguntó Sancho.

—No, por cierto —respondió don Quijote—; a lo menos, en estos tres días que yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco.

—Aquí encaja bien el refrán —dijo Sancho— de «dime con quién andas: decirte he quién eres». Ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes: mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere. Pero perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna.

—¿Cómo no? —dijo el primo—. Pues ¿había de mentir el señor don Quijote, que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millón de mentiras?

—Yo no creo que mi señor miente —respondió Sancho.

—Si no, ¿qué crees? —le preguntó don Quijote.

—Creo —respondió Sancho— que aquel Merlín o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá bajo le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado y todo aquello que por contar le queda.

—Todo eso pudiera ser, Sancho —replicó don Quijote—, pero no es así, porque lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos. Pero ¿qué dirás cuando te diga yo ahora como, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras, y apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hallamos a la salida del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía; respondióme que no, pero que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había que en aquellos prados habían parecido, y que no me maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos encantadas en diferentes y estrañas figuras, entre las cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el vino a Lanzarote «cuando de Bretaña vino».

Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio o morirse de risa; que como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera de juicio y loco de todo punto, y, así, le dijo:

—En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuestra merced, caro patrón mío, al otro mundo, y en mal punto se encontró con el señor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba vuestra merced acá arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado, hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores disparates que pueden imaginarse.

—Como te conozco, Sancho —respondió don Quijote—, no hago caso de tus palabras.

—Ni yo tampoco de las de vuestra merced —replicó Sancho—, siquiera me hiera, siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso decir si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora nuestra ama? Y si la habló, ¿qué dijo y qué le respondió?

—Conocíla —respondió don Quijote— en que trae los mesmos vestidos que traía cuando tú me la mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra, antes me volvió las espaldas y se fue huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara una jara. Quise seguirla, y lo hiciera si no me aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome asimesmo que andando el tiempo se me daría aviso cómo habían de ser desencantados él y Belerma y Durandarte, con todos los que allí estaban; pero lo que más pena me dio de las que allí vi y noté, fue que, estándome diciendo Montesinos estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese venir, una de las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y llenos los ojos de lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: «Mi señora Dulcinea del Toboso besa a vuestra merced las manos y suplica a vuestra merced se la haga de hacerla saber cómo está, y que, por estar en una gran necesidad, asimismo suplica a vuestra merced cuan encarecidamente puede sea servido de prestarle sobre este faldellín que aquí traigo de cotonia nuevo media docena de reales, o los que vuestra merced tuviere, que ella da su palabra de volvérselos con mucha brevedad». Suspendióme y admiróme el tal recado, y volviéndome al señor Montesinos, le pregunté: «¿Es posible, señor Montesinos, que los encantados principales padecen necesidad?». A lo que él me respondió: «Créame vuestra merced, señor don Quijote de la Mancha, que esta que llaman necesidad adondequiera se usa y por todo se estiende y a todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y pues la señora Dulcinea del Toboso envía a pedir esos seis reales, y la prenda es buena, según parece, no hay sino dárselos, que sin duda debe de estar puesta en algún grande aprieto». «Prenda, no la tomaré yo —le respondí—, ni menos le daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales.» Los cuales le di, que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los pobres que topase por los caminos, y le dije: «Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos, y que le hago saber que yo no puedo ni debo tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que le suplico cuan encarecidamente puedo sea servida su merced de dejarse ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle también que cuando menos se lo piense oirá decir como yo he hecho un juramento y voto a modo de aquel que hizo el marqués de Mantua de vengar a su sobrino Baldovinos, cuando le halló para espirar en mitad de la montiña, que fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que allí añadió, hasta vengarle; y así le haré yo de no sosegar y de andar las siete partidas del mundo, con más puntualidad que las anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantarla». «Todo eso y más debe vuestra merced a mi señora», me respondió la doncella. Y tomando los cuatro reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se levantó dos varas de medir en el aire.


—¡Oh, santo Dios! —dijo a este tiempo dando una gran voz Sancho—, ¿es posible que tal hay en el mundo y que tengan en él tanta fuerza los encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen juicio de mi señor en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, señor, por quien Dios es, que vuestra merced mire por sí y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!

—Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera —dijo don Quijote—, y como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andará el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las que allá abajo he visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite réplica ni disputa.




***






CAPÍTULO XXIIII


Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia


Dice el que tradujo esta grande historia del original de la que escribió su primer autor Cide Hamete Benengeli, que llegando al capítulo de la aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo Hamete estas mismas razones:


«No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito. La razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles, pero estaI desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible, que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa, y, así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni puedo más, puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della y dijo que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había leído en sus historias.»


Y luego prosigue diciendo:


Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sancho Panza como de la paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber visto a su señora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacía aquella condición blanda que entonces mostraba; porque si así no fuera, palabras y razones le dijo Sancho que merecían molerle a palos, porque realmente le pareció que había andado atrevidillo con su señor, a quien le dijo:


—Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán para el Ovidio español que traigo entre manos. La tercera, entender la antigüedad de los naipes, que por lo menos ya se usaban en tiempo del emperador Carlomagno, según puede colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo de aque grande espacio que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: «Paciencia y barajar»; y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado, sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador Carlomagno, y esta averiguación me viene pintiparada para el otro libro que voy componiendo, que es Suplemento de Virgilio Polidoro en la invención de las antigüedades, y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes.



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