martes, 15 de julio de 2014

SALAMANCA. Catedral nueva




Alfonso Rodríguez Gutiérrez de Ceballos


Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología
1978


“LA TORRE DE LA CATEDRAL NUEVA DE SALAMANCA”
(1978)


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En el proyecto de la Catedral Nueva de 1513 no se había previsto ninguna torre pues se pretendía aprovechar para el nuevo templo una de las de la contigua Catedral Vieja. En la fachada de ésta se habían levantado dos torres de flanqueo, la de las campanas y la conocida por torre “mocha”. Pues bien la primera de ellas, edificada a comienzos del siglo XIII, sirvió de campanario a la nueva catedral.

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El 2 de mayo de 1705 se declaró un incendio en el chapitel de madera por culpa de un rayo que lo consumió enteramente, prendió fuego al campanario y arrojó a la calle la campana del reloj, dejando el cimbalillo y las demás campanas inservibles.


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Los planes para la reedificación comenzaron inmediatamente, contándose con la cooperación económica de diversas entidades y personas: el obispo a la sazón de la diócesis don Pedro Calderón de la Barca, el Cabildo, la Universidad, la ciudad, colegios, conventos, etc. También contribuyeron el cardenal Portocarrero, el arzobispo de Sevilla y el obispo de Valladolid.


Las obras del nuevo campanario procedieron con tanta rapidez que a los cinco meses se hallaban terminadas, por cuanto que el 26 de octubre se gratificaba al maestro mayor de la catedral, Pantaleón Pontón y Setién, por lo que había trabajado y por lo que había ahorrado a la fábrica en subir las campanas mediante unos andamios especiales hechos a posta.


A seguido se procedió a rematar la obra que faltaba, concretamente a construir el nuevo chapitel.
Se quedó con la obra el mismo Pantaleón Pontón y Setién.
La construcción experimentó, sin embargo, en esta ocasión, el retraso de un lustro, debido a la escasez de recursos económicos.


De todas formas en diciembre de 1710 se encontraba totalmente finalizada, habiéndose edificado el ochavo, media naranja y linterna que constituían el nuevo remate.
El tratamiento fue un compromiso entre las líneas maestras gótico-tardías del resto del templo y el lenguaje barroco de comienzos del siglo XVIII.
El campanario consiste en una plataforma cuadrada de las mismas proporciones que las partes antiguas del fuste románico.
A pesar de no haber renunciado al idioma barroco de los tiempos, Pantaleón Pontón consiguió enlazar los diferentes cuerpos del campanario y remate de tal suerte que todas las líneas convergiesen hacia esa flecha aguda en que culmina el conjunto, haciendo que la composición entera reviviera el espíritu del gótico.


En lo único en que se equivocó el arquitecto fue en el cálculo de estructuras, pues no cayó en la cuenta de que todo aquel tremendo tinglado de pisos, fabricado enteramente de piedra, era demasiado peso para ser soportado por un fuste construido muchos siglos atrás con medianos materiales y no ideado seguramente para sostener tan gigantesco empuje. Así lo había de demostrar el paso del tiempo, como veremos a continuación.


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A los pocos años, en 1729 concretamente, con ocasión de haber subido a la torre, el aparejador de la catedral Alonso de la Fuente advirtió una hendidura, dando cuenta inmediatamente del hecho al entonces maestro mayor Alberto de Churriguera.
Este convocó a consulta a otros cuatro maestros de la ciudad, que no consideraron la hendidura producto del asiento del campanario nuevo sino como algo que ya existía desde mucho tiempo antes. Por ser pequeña no la tomaron en consideración.


En agosto de 1737 el comisario de fábrica del Cabildo, don Antonio Barios, hizo notar que en el terrado sobre la fachada de la Catedral Vieja se rebalsaban las aguas, yendo a humedecer las bóvedas y paredes de la contigua torre. Examinaron este defecto y de paso los daños ocasionados en la torre Alberto de Churriguera y otros arquitectos de la ciudad. El deterioro debía de ser grande cuando el Cabildo decidió convocar a consulta a otros maestros de fuera de la ciudad, dispuesto a gastar los doblones que fuesen necesarios hasta conseguir su total reparación.


Fueron consultados un maestro que circunstancialmente se encontraba de paso por Salamanca, «muy primoroso» al decir de las Actas Capitulares, y el ingeniero militar don José Barcia, coronel de dicho cuerpo en Ciudad Rodrigo y regidor entonces de Zamora, poniéndose el remedio que ellos dictaminaron.
El reparo de la torre se convirtió entonces en comidilla de los corrillos de vecinos aterrorizados ante un posible desplome.


Después de una fuerte tempestad acaecida en septiembre, corrieron voces de que la torre presentaba nuevas quiebras, por lo que el Cabildo tornó a llamar a otro ingeniero militar, en este caso «a uno de los Puches, ingeniero y arquitecto que avía travajado en el Fuerte de la Concepción que se estaba haziendo» (junto al pueblo de Aldea del Obispo en la raya de Portugal).


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Se ha conservado el dibujo firmado y anotado por el arquitecto Pedro de Ribera gracias al cual podemos conocer los remedios que proponía para atajar la ruina de la torre.


Eran éstos cubrir con un tejado la terraza que había hecho Juan de Setién Güemes sobre el pórtico de la Catedral Vieja, a fin de que no se acumulasen allí las aguas llovedizas infiltrándose luego en la pared contigua de la torre; reforzar el hueco de la escalera de caracol que, en una de las esquinas del fuste, servía de subida a la torre; atirantar las paredes interiores con barrotes de hierro, engatillando además con tacos de madera de negrillo las piedras afectadas por las quiebras. Estas previsiones afectaban al interior del fuste y no a su aspecto exterior.


Sin embargo como las hendiduras habían aparecido principalmente en la cara externa del mismo que mira a poniente, ordenaba arrimarle dos cubos de piedra abarcando casi toda su altura, cubos que servirían a su contrarresto. Y aquí fue donde el sensible artista que era don Pedro Ribera supo sacar el máximo partido estético de estos cubos cuya misión era primordialmente de orden utilitario. Los cubos cilíndricos, desnudos en la primera fase de su desarrollo, se convierten luego en elegantes flameros, cuajados de afiligranados candelabros, y rematados por un agudo y estilizadísimo jarrón. Candelabros y jarrones que se asemejan indudablemente con los que el mismo Ribera había repartido profusamente en los túmulos funerarios de los duques de Borgoña, Luis XIV, Luis I de España y Amadeo II de Cerdeña, túmulos que se erigieron en Santo Domingo de Madrid entre los años 1712-1733.


De esta suerte se agigantaba el perfil ascendente de la torre, aligerada la ruda pesantez del antiguo fuste románico, acompasándose armoniosamente la nueva fábrica con el campanario y chapitel ya hechos por Pantaleón Pontón y Setién.


De todos los arbitrios ideados por Ribera para evitar el deterioro de la torre no se puso en práctica más que el consistente en cubrir con un tejado la terraza del pórtico de la Catedral Vieja, como señalan las Actas Capitulares de 17 de marzo de 1738.


Quizá —pero sin que podamos asegurarlo con certeza— se atirantó y engatilló la torre por dentro, creyendo el Cabildo que de esta manera quedaba asegurada la solidez de la misma.
Pero lo seguro es que la piedra acumulada para fabricar los cubos quedó amontonada y sin utilizarse.
Es posible que el maestro mayor de la catedral Alberto de Churriguera se opusiese a esta obra, humillado en su orgullo por no haberse fiado el Cabildo de su competencia técnica en aquel asunto.
Incluso se dijo que Churriguera abandonó la maestría de la catedral por este motivo, pero el hecho no parece cierto. La causa de la marcha de Churriguera a Madrid fue más bien la disminución de salario acordada por el Cabildo al haber concluido aquél la sillería, tabernánculo y trascoro de la catedral y al hallarse, por consiguiente, prácticamente sin ocupación. Por otra parte se habían interrumpido las obras de la Plaza Mayor que también dirigía Alberto.


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Las cosas continuaron sin mayores complicaciones hasta que el célebre terremoto de Lisboa de 1 de noviembre de 1755 volvió a empeorar la situación.


La verdad es que más que la torre quedó mucho peor parada la cúpula sobre el crucero de la catedral, tanto que la preocupación, las discusiones y los dictámenes de los maestros se centraron casi exclusivamente en ella.


Pero el 2 de agosto de 1765 se desprendió una piedra de la esquina del mediodía de la torre.


El entonces maestro mayor, Juan de Sagarvinaga, inspeccionó aquella parte y pudo advertir una grieta muy honda que penetraba hasta la casa del campanero, «no obstante —añadía— que en todo lo nuevo de la torre no se conoce sentimiento alguno».


En consecuencia se llamó de Madrid a Francisco Moradillo para que comprobase el alcance del daño y proveyese al remedio.


Llegado el 23 del mismo mes aseguró en un informe oral ante el Cabildo que no había peligro inminente de ruina. Expresó que estaba de acuerdo con el remedio que ya de antemano había previsto Sagarvinaga, a saber: poner cadenas todo alrededor del fuste, cadenas de hierro grueso que se habían de fabricar en Vitoria; forrar el zócalo con piedra pajarilla o de granito; deshacer los paramentos dañados e irlos luego reconstruyendo mejor atizonados; quitar las bóvedas interiores del fuste, aligerándolas y haciéndolas de ladrillo; finalmente reparar la aguja del cupulín hendida y desplomada.


Cuando Sagarvinaga fue a poner en práctica estos remedios, hechos ya los andamios para ello, advirtió que las hendiduras se habían agrandado.


Alarmado el Cabildo, mandó buscar entonces a fray Antonio de San José Pontones, pero no se le encontró en su Monasterio de La Mejorada de Olmedo. Era necesario a toda costa acallar las voces de la gente que auguraba una inminente ruina. Moradillo escribía desde Madrid el 30 de julio que todo aquello eran falsos alarmismos y que lo que había que hacer era ir practicando los arbitrios por él recomendados. Pero el Cabildo opinó que con esta evasiva quería desentenderse de tan enojoso asunto y buscó afanosamente la venida del lego franciscano Francisco Cabezas, el autor de San Francisco el Grande de Madrid.


Por fin dieron con fray Antonio de San José Pontones, que se encontraba en Dueñas, el cual dictaminó que la torre no tenía remedio; por lo tanto, una vez entibada por sus cuatro costados y bajadas las campanas, había que desmontarla poco a poco.


Picado en su amor propio, el 25 de agosto se presentó Moradillo en Salamanca acompañado del arquitecto capuchino fray Antonio Manzanares, quien se encontraba haciendo el convento de su Orden en Cantalapiedra. Reunidos los dos con Pontones, éste insistió en el apeo inmediato de la torre, mientras sus colegas opinaron que no era inminente el riesgo de desplome, aunque sí aconsejaban para mayor seguridad que se deshiciesen los pináculos del ochavo a causa de la desviación que presentaban y que se bajasen las campanas. Pero insistían en que no era menester alarmar a los vecinos del contorno diciéndoles que debían desalojar sus casas; lo único de que se corría riesgo era de que se desprendiese nuevamente alguna piedra.


En fin el Cabildo ante la disparidad de criterios decidió, como último recurso, convocar al arquitecto más acreditado del momento, don Ventura Rodríguez Tizón. De todas maneras como medida preventiva se instaba al Obispo, a la Universidad y a los demás vecinos afectados a desocupar sus locales y domicilios.


Enviado por la Academia, mediando una orden del marqués de Grimaldi, Rodríguez se personó en Salamanca el 10 de septiembre de 1766 y presentó su dictamen el día 21.


Observaba atinadamente el arquitecto en primer lugar que el terremoto no pudo menos de hacer estrago en la torre «por la antigüedad del primer cuerpo, que no fue construido para que después se le recargasen los dos crecidos de campanas con la cúpula de piedra y linterna con que finaliza la torre». Por eso las quiebras eran de la peor especie, ya que bajaban oblicuas empezando en el medio de las caras de poniente y mediodía desde el asiento del primer cuerpo de campanas y finalizando en los ángulos, de modo que venían a formar dos pirámides invertidas cuyas cúspides estaban en los mismos ángulos.


En el archivo de la Catedral se conserva un tosco dibujo formado por Juan de Sagarvinaga para mostrar precisamente la situación y la forma de estas impresionantes grietas.


De tal suerte era inminente la ruina de la torre según don Ventura, que, si se le quitasen los andamios que entonces la entibaban, se produciría fatalmente. No encontrando, por consiguiente, ninguna posibilidad de reparación, aconsejaba demolerla enteramente cuanto antes. Para eso se bajarían primeramente las campanas, luego se desmontarían los pináculos del cuerpo ochavado para formar a su alrededor un andamio, de forma que se fuesen apeando las piedras de la linterna, cúpula y ochavo ordenadamente, bajándolas por el interior del fuste hasta la calle. Efectuando el desmonte con el cuidado indicado, se podrían seguir utilizando sin el menor peligro las catedrales Nueva y Vieja, así como tampoco sería necesario que el Obispo, la Universidad y los vecinos afectados desalojasen sus domicilios.


Preguntó el Cabildo a don Ventura si, al quedarse la catedral sin torre a causa de su demolición, sería posible construir nuevos campanarios aprovechando los arranques de las torres que se habían comenzado a levantar por Juan de Setién en los ángulos de la cabecera plana del templo. Examinó el arquitecto estos fustes y hallándolos capaces de resistir la elevación correspondiente diseñó un dibujo por el cual se podrían construir los campanarios y remates gemelos del testero.


Este proyecto de erigir dos torres gemelas en el testero de la Catedral Nueva, de haberse llevado a cabo según el diseño de Rodríguez, no cabe duda que habría mejorado, entonándolo, el aspecto de la cúpula sobre el crucero, pues aquéllas se encontrarían más próximas a la misma sirviéndole casi de flaqueo. Ahora, rehecha la cúpula churrigueresca en un estilo también barroco clasicista por Sagarvinaga, no casa con el resto de la catedral gótica y destaca excesivamente en solitario. También es cierto que, de haberse realizado el proyecto venturiano, lo que hubiera ganado el aspecto de la cúpula, lo hubiera quizás perdido el de las naves, pináculos y cresterías de la catedral.


***


Entre tanto el 24 de noviembre de 1766 escribía el Intendente Corregidor de Córdoba, hermano del canónigo lectoral, enviando al Cabildo el parecer del ingeniero francés Baltasar Dreveton a quien también se había consultado sobre el problema de la torre, seguramente porque había realizado la reparación de las de las catedrales de Córdoba y Granada, dañadas igualmente por el terremoto de Lisboa de 1755.


El dictamen era contrario a la demolición, asegurando que la torre tenía todavía remedio si se ponían en práctica las medidas que él propondría.


Como los andamios colocados alrededor del fuste daban la impresión de haber contenido desde entonces su resquebrajamiento, el Cabildo decidió retrasar el apeo de la torre y llamar al ingeniero marsellés.


Personado Dreveton en Salamanca a finales de diciembre y tomándose tiempo para examinar detenidamente los desplomes de la torre, emitió por fin dictamen el 6 de enero del año siguiente 1767, dictamen que se leyó ante el Cabildo el día 8.


Lo hizo acompañar de un dibujo en el que demostraba gráficamente la solución propuesta para entibar la torre sin tener que proceder a su demolición.


Para apoyar su tesis aducía el ejemplo de la torre de la catedral cordobesa, que él había sabido conservar sin tener que derribarla, derribo que también se había temerariamente decidido.


No atreviéndose el maestro de la catedral Juan de Sagarvinaga a cargar con la responsabilidad del arreglo ofrecido por el ingeniero francés, pues se aferraba al criterio de derribar la torre, el Cabildo acudió a Jerónimo García de Quiñones para que se encargase de la obra, entregándole los planos e instrucciones complementarios en que aquél pormenorizaba algunos de los puntos contenidos en su informe.


La obra se efectuó, pues, tal como la había proyectado Baltasar Dreveton.
Se cinchó el fuste románico con seis cadenas colocadas sucesivamente a diferentes alturas.


Hecho esto, se forró enteramente el fuste con taludes de piedra hasta una altura de 140 pies, que era la altura de la torre antigua, es decir hasta recibir las pilastras del campanario edificado por Pontón y Setién.


Este revestimiento se diversificó en tres sectores para darle mayor variedad y evitar, en lo posible, la monotonía engendrada por la uniformidad. El primero era un zócalo de granito en declive, liso, terminado en una media caña con un total de 12 pies de altura. El segundo de piedra franca llegaba hasta la cornisa de la fachada de la Catedral Nueva y remataba en un cordón, formándose en él un marco con moldura para inscripción y tallándose encima el escudo de la catedral para darle mayor gracia. El tercero, también de piedra franca, concluiría en un entablamento adornado con canecillos correspondientes a cada pilastra del campanario. Finalmente en cada una de las caras de los últimos sectores se simularían dos ventanas ciegas.


Jerónimo García de Quiñones, ayudado por Manuel de los Ríos, comenzó a trabajar en esta obra el 15 de febrero de 1678, dándola por finalizada el 20 de enero del año siguiente.


Lo único que añadió de su cosecha, por no figurar en el dibujo ni en las instrucciones de Dreveton, fue la balaustrada que se ve entre el forro del fuste y el comienzo del cuerpo de las campanas, balaustrada de diseño y composición semejantes a la que su padre, Andrés García de Quiñones, había hecho veinte años antes en lugar equivalente de la fachada de la iglesia de la Clerecía.


También enderezó Jerónimo la aguja y la linterna de la veleta y sujetó con barrotes de hierro los pináculos al cuerpo del ochavo.


En resumen, Dreveton logró salvar el hermoso conjunto compuesto a comienzos del siglo XVIII por Pantaleón Pontón y Setién para culminar la torre de la catedral, pero a costa de ocultar por completo el fuste románico, venerable reliquia no exenta, a su vez, de belleza dentro de su simplicidad.
Además, y a pesar de los esfuerzos del ingeniero marsellés para evitar la monotonía de los paramentos con que forró materialmente dicho fuste, éste vino a resultar soso, pesado y por necesidad tan voluminoso que resta ahora en gran parte la gracia y sutileza casi góticas con que Pontón y Setién ideó el campanario, ochavo y media naranja que coronan airosamente la torre.


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La torre no volvió a necesitar reparo de importancia hasta octubre de 1857 en que un rayo volvió a causar considerable daño en la flecha y veleta.

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