Alejandro
de la Torre y Vélez
canónigo
lectoral de la Santa Iglesia Catedral de Salamanca
El Centenario: Revista ilustrada
(Madrid,
1892)
Tomo III
“SAN
ESTEBAN DE SALAMANCA”
***
Quién mejor que Salamanca pudo escoger por lema omniam stientiarum princeps Salmantica docet;
Salamanca, la escuela protegida por los reyes, consultada por los papas,
respetada por los sabios, renombrada por todas partes, uno de los cuatro
estudios generales de la cristiandad; Salamanca, decimos, ornamento y antemural
de la Iglesia, cerebro y honra de la palabra, lumbrera del mundo, á los
variados é inmarcesibles laureles ganados en el estadio de las ciencias y de
las letras, añade una corona que en vano le ha disputado la ignorancia é
inútilmente se ha empeñado la envidia ó la calumnia en arrancar de sus
sienes.
Esa aureola de gloria que no han alcanzado á
obscurecer los esfuerzos de un siglo de repetidas injurias lanzadas á su
frente, y que están hoy ya rebatidas en escritos que todos pueden ver y
ninguno se atreverá á impugnar, es la de haber intervenido favorablemente y
de un modo decisivo en el gran acontecimiento de los tiempos modernos, cuyo
recuerdo embarga en estos momentos la general atención.
Sí: el genio de los mares, no entendido por unos,
despreciado por otros y en todas partes rechazado como un aventurero ó un
visionario, ó en frase de los documentos, como italiano burlador, sólo halla en
Salamanca un genio que le comprende, sabios que, dudando al principio, al fin
se rinden á su parecer y apoyan el colosal proyecto, y sobre todo una casa
religiosa, ó digámoslo claro, un convento, que, después de darle generoso
hospedaje por espacio de casi un año, toma á su cargo el informar y persuadir
á los reyes de lo seguro del proyecto, consiguiendo con su prestigio que sea
admitido al real servicio con esperanzas
ciertas de que, acabada la guerra en que estaba empeñado el porvenir de la
nación, se arreglarían las capitulaciones y suministrarían las carabelas.
Esta sería la ocasión de hablar de las tan
manoseadas como mal comprendidas conferencias de Salamanca, del hospedaje de
Colón en San Esteban y del influjo decisivo ejercido por Deza para ligar á
los destinos de España el nombre del insigne genovés y la gloria del
descubrimiento del Nuevo Mundo como la perla de más valor que en el curso de
los siglos lograron los reyes engastar en la corona de Castilla.
Y este sería asimismo
el momento oportuno de introducir en los dominios de la historia la gran figura
de Fr. Diego Deza al lado de la singularísima del gran marino, formando el
grupo más sublime é interesante que, después del divino y sobrenatural de la
redención, que está por encima de todos los personajes humanos y de todos los
sucesos históricos, podría dibujarse en el ancho cuadro de la historia.
Pero de esos dos importantísimos asuntos no podemos
ni debemos ocuparnos aquí ni ese es el objeto de este desaliñado trabajo.
Lo
relativo no sólo á las conferencias y estancia de Colón en Salamanca; sino al
periodo entero que corre desde que fugitivo de Portugal pisa tierra de Castilla
hasta que devoradas crueles amarguras y superadas inmensas dificultades se da
á la vela en el puerto de Palos, lanzándose al mar tenebroso en busca de un mundo escondido en el abismo de los
siglos y de los mares, hemos ya procurado aclararle en un libro que ha visto la
luz pública recientemente y que lleva por título Estudios críticos acerca de un periodo de la vida de Colón.
El
segundo punto, ó sea la biogrfía del esclarecido dominico de San Esteban,
sabemos ciertamente que está encomendada á la bien cortada pluma de un
religioso ilustrado, hijo de la casa, y esperamos que ha de desempeñar su
arduo cometido á satisfacción de los superiores y con aplauso de los
interesados en las glorias de la patria.
Si no hemos de incurrir, pues, en repeticiones
inútiles y enojosas ó meter la hoz en mies ajena, nuestra tarea debe reducirse
á la modesta esfera trazada en el epígrafe de este estudio.
A mostrar que el
convento de San Esteban estaba preparado, y en toda su historia corresponde por
sus hombres eminentes y por sus servicios á la ciencia en varios de sus ramos,
á la honra incomparable de haber albergado al genio de los tiempos modernos.
Hoy que en todos los escritos que al cuarto Centenario se refieren van unidos
en estrecha y gloriosa lazada el convento de San Esteban y el nombre de Deza
con el inmortal del gran descubridor, como que faltaría algo importante al
recuerdo del gran acontecimiento si entre los variados aspectos con que se le
mira y los muchos y nuevos detalles que cada día aparecen al público no
figurase entre ellos siquiera un ligero bosquejo de la historia científica de
San Esteban.
Y sin más preámbulos entramos en el asunto.
***
Pero no vamos á tejer una historia que, aunque
digna de ser conocida, nos distraería mucho de nuestro objeto.
Pasaremos en silencio la venida de los predicadores
á Salamanca el año 1221, es decir, á raíz de la fundación de la
Universidad; su establecimiento en San Juan el Blanco extramuros de la ciudad;
las inundaciones del Tormes, en la primera de las cuales quedó mal parada, y
destruída en la segunda, la modesta vivienda de los hijos de Guzmán.
Tampoco nos detendremos á ponderar el crédito que
por su ilustración y celo, por sus virtudes y exacta observancia de la vida
regular, se conquistan ante la Universidad y ante el pueblo y el clero.
No describiremos los rasgos de abnegación con que
en los días aciagos de las inundaciones, olvidados de sí mismos, se lanzan
intrépidos á salvar edificios y vidas que les eran más caras que las suyas
propias, mereciendo que la ciudad entera les franquee sus casas; que el papa
Gregorio IX diera una Bula concediendo indulgencias á los que contribuyeran á
la reparación del convento después de la primera avenida, y que el obispo D.
Pedro Pérez II, después de la segunda, les cediera la parroquia de San
Esteban por escritura que se conservó original en el convento hasta la guerra
de la Independencia, que desapareció.
Tampoco hablamos de los hijos ilustres que de la
modestia del claustro fueron elegidos para regir los destinos de la Diócesis
de Salamanca ó tomaron parte en sus Concilios.
No insistiremos en la singularidad con que aun en
medio de los estragos de la epidemia que asoló á la Europa á fines del XIV y
á principios del siglo XV y la dispersión consiguiente de las órdenes
religiosas, para cuya reorganización y reforma fueron necesarios los esfuerzos
de medio siglo, la autoridad de los pontífices y de los Reyes Católicos, y el
celo de los Mendozas, de los Cisneros y de los Dezas.
No ensalzaremos el privilegio de San Esteban de
haberse reorganizado por si mismo,
sin necesidad de excitación extraña.
Ni recordaremos como la mejor recomendación de la
casa y el crédito que gozaba en la ciudad, el hecho de haberse opuesto el
pueblo á la visita de los reformadores donde no había precedido relajación de
la observancia, formándose un expediente que afortunadamente ha conservado íntegro
el historiador del convento, Mora.
Ni como una prueba de docilidad de la casa hemos de
ponderar el hecho de haber cedido en fin, por un acto de abnegación, al
mandato de Sixto IV, admitiendo la visita reformadora precisamente un año
después de haber tocado á su dintel el futuro descubridor del Nuevo Mundo, es
decir, el año 1486.
Y antes de entrar de lleno en nuestro asunto en
este año de 1485 á 86, parece que deberíamos detenernos á describir el
estado floreciente de los estudios que alcanzara el convento en el año en que
da generoso hospedaje al que después en justa recompensa le había de inundar
de gloria. Pero esta pintura no sería más que una reproducción de los datos
alegados en la citada obra, principalmente los capítulos VI y VII de la parte
tercera, que llevan por título «El huésped de San Esteban», «Los doctos de
Salamanca».
Nos limitaremos, pues, á decir que, según Pizarro, «halló Colón
allí grande amparo en el convento de San Esteban de padres dominicos, en quien
florecían en aquella sazón todas las buenas letras»; donde se leían todas
las artes y facultades de la Universidad, añade Araya; «pues no solamente
tenía maestros de Filosofía y Teología, sino de las demás facultades, y
señaladamente de Astronomía y Matemáticas», son palabras del P. Mora.
Y sólo añadiremos que de la larga lista de
religiosos que tuvieron la dicha de escuchar de sus propios labios y el acierto
de apoyar con su conciencia y su prestigio el proyecto del entonces desvalido
pretendiente, merece especial mención el P. Betoño, catedrático de Escritura
de la Universidad, jubilado ya. Probablemente fué uno de los compañeros de
Deza en Valcuebo para discutir el proyecto, y uno de los que, al decir de
Pizarro, á los pocos días aprobaron su
demostración. El prior que después de las jornadas interlocutorias de que
habla Mora acompañó á Colón á la ciudad de Alcalá, fué sin duda el P.
Magdaleno.
Apoyado éste, con efecto, en el parecer unánime de los religiosos
y en el voto favorable de los maestros
más insignes de la escuela, atraídos por el prestigio de Deza, consiguió
que fuera ya el marino admitido al servicio de los Reyes con las esperanzas
ciertas arriba expresadas. Y no insistimos más en este punto.
Cuando España, curada del vértigo de destrucción
con que ha dejado desaparecer preciosos monumentos del arte, y lo que es peor
aún, la honradez y grandes caracteres de los siglos de fe, vuelva sobre sí
misma y considere que de nuestra antigua grandeza sólo nos queda el recuerdo,
único tesoro de las naciones abatidas, según la feliz expresión de Balmes;
cuando del todo restaurada pueda ostentarse con noble orgullo á los
extranjeros la casa que dió tantos sabios á la ciencia, tantos teólogos á
los concilios, tantos legados á los Papas y embajadores á los Reyes, tantos
misioneros, en fin, al Nuevo Mundo, entonces es cuando será no sólo oportuna,
sino interesante, la historia de una casa que tantos y tan señalados servicios
ha prestado al catolicismo y á la civilización.
Y de los manuscritos que aún se conservan; de la
de Fernández, el historiador de Plasencia; de las de Araya, Barrio y Quintana
y la voluminosa de Mora, combinadas con la general de Hernández del Castillo;
de las bibliográficas de Echard y de Quetif, del Bulario Dominicano y de las
obras de los teólogos salmantinos, podrá formarse un cuadro completo de las
glorias de una casa, bendecida y honrada por los Pontífices, consultada por
los Reyes, que, considerando como decisivo su voto, la llamaron la Abeja de
estos Reinos, y en especial Felipe II Semillero de hombres doctos, y Felipe V
la «Casa grande».
Dejando á otros esa honrosa tarea, por ahora sólo
debemos considerar á San Esteban en sus relaciones con la ciencia y con la
historia, y como preparada á dar hospedaje á Colón y sostener la honra del
descubrimiento.
Y bajo este aspecto, el convento dominicano es como
el Nilo: ocultando su origen en una modesta obscuridad, por la abundancia de su
sabiduría viene después á fertilizar el campo de la ciencia y los valles de
la civilización, dividiéndose en diferentes brazos al entrar en el mar de la
historia.
Aunque la modestia religiosa y la pérdida de los manuscritos nos
privan de conocer los trabajos de los dos primeros siglos, han quedado, sin
embargo, rastros bastantes para enlazarlos con la historia.
***
San Fernando nombraba al prior de los predicadores,
en unión con el guardián de los franciscanos, juez conservador de los
estudios.
Ciento cincuenta años antes que la Universidad
tuviera cátedra de Teología, se cultivaba la ciencia sagrada en el convento
incorporado á la Universidad, y era una especie de Universidad eclesiástica,
donde recibía el grado de Doctor el beato Alvaro de Córdoba, confesor de Don
Juan II y de su madre Doña Catalina, y á quien no ha olvidado Córdoba por los
beneficios que dispensó á la ciudad y á la provincia.
Y cuando Alejandro IV aprobaba la Universidad,
declarando á sus doctores autorizados para enseñar en cualquier estudio
general cristiano; y cuando en el concilio primero de Lyon se hacía mención
honorífica de la Universidad ó estudio general salmantino; y cuando en el de Viena
se la consideraba como la segunda escuela de la cristiandad; y cuando, según
el testimonio de Genebrando, era consultada por intermedio de San Vicente
Ferrer acerca del cisma y despachaba su grave y sesuda respuesta en 20 de Mayo
de 1382, aunque en tantos y tan variados casos sólo suena la Academia
salmantina, es indudable que en ese título iba comprendida, y por la
naturaleza de los asuntos que eran eclesiásticos figuraba en primera línea la
Escuela teológica de San Esteban.
El cedro del Líbano, colosal en sí, necesita
tiempo para alcanzar una altura adonde no llega árbol ninguno; la encina, de
suyo corpulenta, tarda en desplegar una copa, que hace sombra á todos los
objetos circunstantes; así San Esteban, que ha de subir al pináculo de la
gloria y extender la copa de sus hijos por todos los ámbitos de la tierra,
está creciendo en lenta pero colosal elaboración; desde el principio recibe
la savia y enlaza su tallo con la escuela católica, que tanta vida derramó en
la civilización de la Europa cristiana, pero va haciendo por grados su entrada
en el campo de la historia.
Confundida primero con la universidad, en el siglo
XV ya entra en escena por sí misma y al descubierto.
Desde que el antipapa Benedicto XIII establece
cátedras de Teología, y es honrada con la presencia de San Vicente Ferrer, ya
principia á labrarse una historia literaria y civilizadora propia.
Lope de Barrientos, confesor y maestro de Don Juan
II, canciller de Castilla, hombre de Estado, escritor notable en su tiempo,
amigo y protector de las artes, y Albaro Osorio, á quien en unión de Lope
levantó la Universidad estatuas de que hace mención á fines del siglo XVI
Baña, inauguran esa serie de catedráticos de prima por oposición, que
interrumpida sólo por Pedro de Osma, se prolonga por espacio de dos siglos,
hasta que Felipe III y el duque de Lerma, queriendo evitar las vicisitudes de
la elección, y juzgando á San Esteban con méritos bastantes para establecer
un honroso privilegio, vinculan en el convento dos cátedras sostenidas á la
altura de los respectivos tiempos, hasta que concluye á la extinción de los
frailes el año de 1835 con el hombre más erudito de España y acaso de Europa
en este siglo, el inolvidable P. Pascual Sánchez.
Y en esa galería figuran ciertamente los hombres
más ilustres de nuestra historia: como genio Deza, el que comprende á Colón;
como sabios Francisco Vitoria, competidor del famoso Margallo, Melchor Cano y
Domingo Soto; como escritores Medina, cuyas explicaciones despoblaron las otras
aulas, entre otras las del afamado maestro Guevara; y Báñez, notable por las
conclusiones que defendió, las consultas que resolvió y los negocios en que
intervino; como maestros Herrera, competidor del célebre y doctísimo Curiel,
que merece la distinción de ser felicitado por Clemente VIII; éstos
catedráticos de oposición. Y desde que se vincula como privilegio en la casa
en tiempo de Felipe III figura en primer término Aragón, que llevado á Roma
por Chumacero y Pimentel, bien conocidos en la disciplina española, y
consultado por Urbano VIII acerca del matrimonio del duque de Orleans con
Margarita de Lorena, hecho sin licencia de Luis XIII, le resolvió con tanto
acierto que el Pontífice, preguntando hacia qué punto estaba situado
Salamanca, bendijo desde su balcón la casa que producía tan grandes hombres. Y por no molestar más citaremos tan solo á
Godoy, cuya obra teológica es bien conocida; y Araujo, cuyas resoluciones
morales, canónicas y civiles le dan un lugar honroso entre la moral canónica,
y cuya prudencia y discreción mereció que Felipe III prefiriera su parecer al
de todos los ministros y cortesanos.
Y á tan eminentes maestros corresponden
aventajadísimos discípulos asistentes á las cátedras, ó al menos que aprendieron
en el sagrado recinto.
Entre los segundos bastará citar al célebre
cardenal Goti, que siempre se acordaba con ternura del tiempo que moró en San
Esteban; y al eminente escritor teólogo moralista napolitano Marquerio, que no
sólo dedica su obra Theologia bipartita
á la Facultad de Teología de la Universidad toto orbe celeberrima, sino que confiesa en la dedicatoria, que
todo su saber se lo debe á las lecciones allí recibidas: ego intra tuum gremium eruditus, a te quidquid scio recognosco.
Entre los primeros recordaremos á Lanuza, que
enviado desde Valencia por San Luis Bertrán á oir las explicaciones de
Medina, mostró después la riqueza del saber recogido aquí en las célebres
homilías que todos conocen y manejan, y de las cuales se decía: no hay
teólogo sin Santo Tomás, ni predicador sin Lanuza. Recordaremos al B. Juan de
Rivera, discípulo de Cano y Soto, después arzobispo y virrey de Valencia, de
quien dijo San Pío V que en toda la Iglesia no había uno tan digno de ocupar
la Cátedra de San Pedro como Rivera. Y fué asimismo discípulo Francisco
Toledo, á quien el maestro Domingo Soto llamaba un prodigio de erudición y no
le daba otro título. Y Ledesma que con Suárez fué desde Salamanca á fundar
la Universidad de Coimbra; y en fin, una falanje de talentos gigantescos, que
formándose en la sólida escuela salmantina, iba á acreditar desde su
nacimiento á la ilustre Compañía de Jesús, y esparcir la semilla de la
reforma teológica por todas las escuelas de la Europa cristiana.
Y además, San Esteban cuenta con otra serie de
glorias literarias de diversos géneros y en distintas esferas de la vida.
Desde el momento que asoma cual astro luminoso en
el horizonte de la historia, no deja ya de alumbrarla con los rayos que despide
alguno de sus hijos.
Cuando á consecuencia de la epidemia que asola á
la Europa, la Universidad flaquea y desaparece de ella la medicina, San Esteban
es el que sostiene la escuela, y un hijo suyo, lego por cierto, es el que
restablece la ciencia de curar en Salamanca; de este hecho que se conservaba
tradicionalmente en la casa, ponemos por testigo al ya mencionado Marquesio,
que en el año 1685 decía en el prólogo de su referida Teología: Ut non semel in omnibus tuis (Academiae)
catedris doctissimi dominicani soli, ita quod non solum philosofica et
teologica, sed etiam medicinalis Cathedra ab uno suo alumno (dominicano) non quidem sacerdote, sed laico
presideretur.
Y por medio de Juan Torquemada se daba á conocer
en Basilea y en Florencia.
Y, como hemos indicado ya, á la venida de Colón
se estudiaban en el convento todas las ciencias físico-matemáticas, que eran
profesadas en la Universidad.
Y, al nacimiento del protestantismo, y cuando se
ponía en peligro la civilización de la unidad, los hijos de San Esteban se
presentan en todos los terrenos para defenderla.
Con el cardenal Cayetano, el representante de León
X en Alemania, se pone en relación por medio del B. Domingo Mendoza, que al
solicitar la autoridad pontificia para establecer una misión permanente en los
países descubiertos, llama la atención del gran expositor de la suma. Y
entusiasmado el cardenal con el fecundo pensamiento salido de la casa, funda en
San Esteban el colegio de Cayetano; y lo que es más trascendental, contribuye
á que los electores del imperio se fijen en la persona de Carlos V para regir
los destinos de Europa y salvar la civilización de la unidad. De lo primero
está perenne el monumento, formando parte del convento; lo segundo consta de
la carta que le envía el mismo Carlos V desde Barcelona á 21 de Julio de
1549, donde, después de darle el título de amigo, amico nostro charissimo, añade, quam gratum novis sit Rev. Pat. vestrae oficium omni observancia
monstrare curavimus.
Y luego en la lucha colosal de ideas y de fuerzas
que se traba en medio de la Europa entre la novedad de la división
representada por el protestantismo y la civilización de la unidad, que
simbolizaba la casa austro-española, como brazo de la Iglesia y de la
cristiandad; los hijos de San Esteban son los centinelas avanzados en las
Termópilas de la civilización europea.
Carlos V y Felipe II llevan siempre á su lado un
dominico salmantino, ó como confesor, ó como consultor y legado. El Emperador
envía desde Alemania un correo especial en busca de Pedro Soto, que vivía
modestamente en el convento de Aranda de Duero; y el fundador del Escorial
depositaba sus secretos en la prudencia de Diego Chaves. Y si el Concilio de
Trento pertenece en cierto modo á España por haberse convocado á instancias
del rival de Francisco I, y continuado por la solicitud del vencedor de San
Quintín; y es también en cierto modo salmantino, por haberle inaugurado
Domingo Soto, y extendido el decreto de clausura Antonio Agustín y Diego de
Covarrubias, una gran parte de la gloria del más sabio de los Concilios se la
lleva San Esteban: así como de los 82 confesores regios que cuenta la Orden,
12 son salmanticenses, así de los 60 teólogos salmantinos que brillan en la
augusta Asamblea, ocho proceden de San Esteban.
Del Emperador son legados Domingo Soto, á quien se
consulta en todos los dogmas y se le encarga la redacción de las primeras
sesiones, mereciendo del Concilio el lema que todavía se lee en la escalera
del convento: fides quae per dilectionem
operatur. Y luego merece la confianza de Carlos V Melchor Cano, de quien
dice D. Fermín Caballero: «respecto al papel que Cano hizo en Trento
disculpemos que los dominicos se hayan envanecido, y que el clero español todo
se enorgullezca».
Felipe II envía para representarle á Pedro
Fernández, á Diego de Chaves y al maestro Gallo.
Don Juan II de Portugal tiene que acudir á la casa
por teólogos, que lleven con honra el nombre del reino, escogiendo á Jorge
Santiago y Gaspar de Reyes.
Y el papa Pío IV, creyendo que en San Esteban
puede encontrar quien represente dignamente á la Cátedra de San Pedro, se
fija en la persona de Pedro Soto. Y ciertamente que el religioso salmantino
había contraído méritos bastantes para alcanzar esta distinción del gran
Pontífice. Antes de recibir la honrosa distinción, Soto había fundado la
Universidad de Delingen en Alemania, siendo su primer catedrático; había
purgado las de Oxford y Cambridge del fermento que habían arrojado en ellas
Bucero y Pedro Martín. Y cuando su muerte, ocurrida en el Concilio, es honrada
por los Padres, había defendido la autoridad y residencia del derecho divino
de los Obispos, pero instando al Pontífice por que se definiera asimismo la
superioridad del Papa sobre el Concilio. Si en Trento y en el siglo XVI por
razones que no nos es dado escudriñar no se consiguen los deseos del dominico,
en el siglo XIX veremos con nuestros propios ojos la apetecida definición
hecha en el Concilio Vaticano.
Y para que nada falte á la honra del ilustre
santuario de la ciencia y de la virtud, sus moradores tuvieron la dicha de
comprender al genio de la mística Santa Teresa de Jesús, verdadero Colón del
espíritu, que como el marino una mitad del globo, así descubre las bellezas
del mundo sobrenatural en su libro De las
moradas.
El P. Ibáñez, más célebre por haber dirigido esta alma
privilegiada que por sus escritos, dice Gonet en la dedicatoria de su obra á
la heroína del Carmelo, la tuvo bajo su cuidado por espacio de veinticuatro
años, después de ser el primero en salir á su defensa en la ruidosa
cuestión de Avila. Y luego de Ibáñez, Barrón, Medina, García de Toledo,
Mancio y Fernández, moradores todos de San Esteban, recibió luces y
consuelos, por lo que la ilustre fundadora, con la discreción y donaire que le
eran tan familiares, se llamaba á sí misma Dominica in pasione.
No acaban en Europa y con el siglo de oro de la
ciencia y literatura española las glorias de San Esteban:
Sobre ser los primeros sus hijos, no en pisar el
suelo, pero sí en organizar una misión permanente para evangelizar los
países descubiertos, á San Esteban se debe la fundación de las más
importantes universidades de Indias. Después de la isla de Santo Domingo,
primera escuela de las Indias, vienen en pos la de México, la de Lima, la de
Quito, la de Guatemala, y finalmente, la de Manila, de donde ha salido un
filósofo honra de España, el P. Zeferino, actual Obispo de Córdoba.
Y para que en todos los siglos tenga algún
beneficio que agradecerla la civilización, si Pedro Matilla hace un testamento
en el que, con permiso del autor de Carlos
II el Hechizado, el último vástago de la dinastía austriaca mostró una
dignidad y desinterés de que ofrece pocos ejemplos la historia ..., á D. José
Cabezas, hijo como aquél de San Esteban, es debido el que no se abandonasen en
el siglo pasado las Filipinas, poniendo en manos de Fernando VI y después en
las de Carlos III una sabia y
concienzuda relación de las causas
por qué no debían abandonarse. Tenemos á la vista el voluminoso manuscrito,
copia del que entregó al duque de Alba, de letra y firmado por el autor.
Si
hoy conserva España ese resto de antigua grandeza en fin, debido es también
al maestro Mena, hijo de San Esteban y catedrático y rector de la Universidad,
que con su talento previsor ocho años antes de la exclaustración, cooperó á
la fundación en Ocaña del fecundo colegio de dominicos misioneros del Asia.
Pero sobre toda ésta su brillante historia, tiene
San Esteban en el orden científico la honra inmarcesible de haber iniciado una
reforma de la Teología y del Derecho sobre bases tan sólidas, que hoy mismo
puede servir de norma á la restauración de esas tan sublimes é interesantes
ciencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario