En el siglo XV Enrique III el Doliente
se hace con la propiedad de unas tierras próximas a Burgos,
en el lugar que se llamará Miraflores;
una zona boscosa (hoy Parque de Fuentes Blancas)
a unos 3 kilómetros de la ciudad.
Allí el rey se construyó un palacete,
un pabellón de descanso, recreo y caza,
del que no quedan restos.
El hijo de Enrique, Juan II, decide convertirlo en monasterio,
instalando la iglesia en una de las salas palaciegas
y las celdas en las habitaciones de la zona alta.
Lo entregó a la Orden de la Cartuja en 1441.
Los primeros tres monjes llegaron de la Cartuja de Sevilla.
En Borgoña, los Duques habían manifestado su preferencia
por esta severa Orden
y habían fundado cerca de la capital, Dijon, la Cartuja de Champmol,
que convirtieron en panteón ducal, con monumentales sepulturas.
También los reyes de Castilla sintieron predilección por los cartujos
y Juan II piensa en instalar en Miraflores su capilla funeraria.
En 1452 un incendio destruyó el palacio-convento.
El rey encargó su reconstrucción a Juan de Colonia,
el arquitecto contratado por el obispo Alonso de Cartagena.
Es entonces cuando el nuevo cenobio recibe su nombre actual,
cartuja de Santa María de Miraflores.
Pero el rey fallece en 1454, con la construcción inacabada.
Su cuerpo fue depositado en sucesivos conventos:
En un primer momento, San Pablo de Valladolid,
de donde fue trasladado a Burgos,
primero a Las Huelgas y después a San Pablo.
Durante el reinado de su hijo y sucesor, Enrique IV,
el desarrollo de las obras se estancó
por falta de medios y de protección real.
En 1483 la ya reina Isabel reside una larga temporada en Burgos,
visita Miraflores y manifiesta su voluntad
de dotar a su padre de un sepulcro adecuado
en el lugar donde él había deseado ser enterrado.
Hasta entonces, los más suntuosos panteones castellanos
los estaban erigiendo las grandes familias nobles,
bien personales,
como el de Álvaro de Luna y su mujer en la catedral de Toledo
o el de Gómez Manrique y la suya en Fresdelval,
bien dinásticos,
como el de los condestables de Castilla en Medina de Pomar
o el de los almirantes de Castilla en Santa Clara de Palencia,
e incluso de grandes prelados,
como el de Alonso de Cartagena en la catedral de Burgos.
Durante los reinados de Juan II y Enrique IV
el poder de la nobleza había ido en aumento
y con él su afán de construir conjuntos funerarios
destinados a la glorificación de sus linajes.
En el reinado de Enrique IV
algunos nobles aspiraron a ser enterrados en la cartuja burgalense.
Cuando Isabel lo supo, prohibió estos enterramientos:
Sólo la monarquía debía tener allí sepultura.
Allí iban a ser enterrados su padre Juan II,
su madre, la segunda esposa del rey, Isabel de Portugal,
y su hermano, el infante Alfonso, fallecido en 1468.
Aquel ámbito iba a ser el Panteón Real
de una de las monarquías más pujantes de fines de la Edad Media.
Isabel quiso que la sepultura real
estuviera por encima de las nobiliarias.
Hacía más de ochenta años que no se había hecho
ningún sepulcro digno para la realeza castellana.
Lo primero era terminar la construcción,
tarea que encomendó a Simón de Colonia,
hijo de Juan de Colonia, ya fallecido.
En 1484 la iglesia estaba terminada.
En 1486 tuvo lugar el encuentro entre Isabel y Gil de Siloé,
por entonces el escultor más importante de los reinos peninsulares
y residente en Burgos.
Siloé, aunque de origen posiblemente flamenco,
quizás se había formado ya en Burgos,
en la cantería abierta por encargo de Alonso de Cartagena
en las torres a los pies de la catedral, debidas a Juan de Colonia.
(Casos similares eran los de Simón de Colonia y Juan Guas,
que, procedentes del Norte, tuvieron ya una formación hispana).
Aunque Siloé trabaja ya a finales del siglo XV,
se mantuvo ajeno a las nuevas corrientes italianas
y se convirtió en el mejor representante del gótico isabelino,
combinación de influencias mudéjares y flamencas
exclusiva de España.
A él encargará la reina los sepulcros de su hermano y sus padres,
que en la actualidad son considerados
obras de las más importantes del mundo en alabastro.
También fue obra de Siloé el retablo mayor,
en colaboración con el pintor Diego de la Cruz,
obra en la que figuran los reyes Juan e Isabel
a ambos lados de la Cruz.
El sepulcro que la reina Isabel encargó para su hermano Alfonso
estuvo terminado en 1492.
El de sus padres, don Juan y doña Isabel, en 1493.
Juan II finalmente, por orden de su hija,
sería inhumado en Miraflores, como había sido su voluntad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario