En la catedral de Burgos, en la Capilla del
Condestable,
fue enterrado su benefactor,
don Pedro Fernández de Velasco, Condestable de
Casilla,
y su mujer, doña Mencía de Mendoza.
En los muros se conservan los sepulcros de un par de
obispos.
PEDRO FERNÁNDEZ DE VELASCO
«Don Pedro Fernandez de
Velasco, hijo de otro D. Pedro, Conde de Haro, y de Doña Beatriz Manrique,
nació, según puede colegirse, en Búrgos el año de 1425.
Su padre, sugeto
respetable en Castilla por su linage, por su valor y poderío, y por la
autoridad de su consejo, le educó conforme á su calidad y circunstancias.
Instruido en las letras humanas, pasó á exercitarse en el arte de la guerra, en
el que se hizo famoso aun antes de salir de la patria potestad.
Fuera de ella, y casado
ya con Doña Mencía de Mendoza, hija de D. Íñigo López de Mendoza, Marques de
Santillana, mereció tanto la estimación de D. Juan II, que á pesar de no serle
afecto su gran privado D. Alvaro de Luna, jamas se trató de negocios de armas
que no se contase con él.
Principal caudillo de mucha gente que en ocasiones
mantenía su padre en defensa del Estado, se manejó con tal cordura, que, como
dice un cronista de su tiempo, apénas fizo cosa que de notársele fuera.
Aunque amigo de sus amigos
D. Pedro Fernandez de Velasco, no lo era de modo que, como le censuraron
algunos, le apartase la amistad de sus deberes.
Quando se le motejaba de
apasionado del Almirante D. Fadrique, se le vió en Olmedo trabajar al lado de
su padre por templar su acaloramiento contra la privanza de D. Alvaro de Luna,
que él mismo no aprobaba; y no pudiendo reducirle, ni apartarle de la facción
del Rey de Navarra y del Infante D. Henrique, peleó vigorosamente contra todos,
y como buen vasallo celebró su derrota y la prisión del Almirante; y aunque
después hizo grandes sacrificios por reparar su desgracia, fue uno de los que
mas contribuyeron á destruirle.
Esta conducta, que le puso á cubierto de toda
censura, y de la que no podía desentenderse la Corte, le hizo un lugar muy
distinguido en el corazón del Rey, y desarmó á la malicia de sus contrarios.
Con todo, el poder de D. Alvaro de Luna le privó de muchas satisfacciones de
que era digno, y que no pudo disfrutar hasta el reynado de D. Henrique IV.
Exaltado al trono este Príncipe,
la casa de Velasco, que había mediado entre él y su padre para terminar sus
ruidosas desavenencias, fue tratada con singular estimación; y su primogénito
D. Pedro, á quien D. Henrique amaba particularmente, se hizo dueño de su
confianza, y procuró conservarla á toda costa.
Dispuesto siempre á complacer al
Rey en la Corte, lo estaba igualmente á salir á la campaña, y á rehusar el
reposo mientras no veía levantar el campo al enemigo.
Su constancia era
inimitable: herido en un encuentro por los Moros de Granada, sin acabar de
curarse, se vengó haciendo estragos en los de Gibraltar y Archidona, quando
estas plazas se rindieron á las armas de Castilla. Era tal su odio á los
Mahometanos que le hacia temerario; y por mas que su suegro, el Marques de Santillana,
se lo había hecho conocer, siendo bien jóven, en la toma de la plaza de Hüelma,
difícilmente podia contenerse y casi siempre arriesgaba su vida ó su libertad
quando peleaba con ellos.
Pasados los primeros años
del reynado de D. Henrique, se comenzó a turbar la paz de sus vasallos.
Descontentos algunos de su gobierno, le negaron la obediencia, y proclamaron
escandalosamente en Ávila á su hermano D. Alfonso.
Entonces fué quando D. Pedro
dió mayores pruebas de valor y lealtad: sordo á las seducciones de los
insurgentes, desconcertaba sus proyectos, y debilitaba sus fuerzas. En vano
crecía su partido; en vano alguna vez lograban ventajas sobre el exército fiel:
D. Pedro con los suyos frustraba sus ideas; y por último en la batalla que
diéron á la vista de Olmedo, con harto buen suceso al principio, les arrebató
de las manos la victoria, les deshizo, y aseguró en el trono á D. Henrique.
Muerto su padre, y puesto
en posesión de su casa, la dió nuevo lustre con los servicios que continuamente
hacia á la Corona, y con las mercedes que en recompensa recibia de la
liberalidad del Rey.
No era ambicioso: si esta
pasión le hubiera dominado, ninguno en su tiempo tuvo iguales proporciones de
satisfacerla. El título de Condestable de Castilla le pretendió sin afán; y si
celebró el conseguirle, fue solo por creer que le facilitaría el descanso que
ya deseaba.
En efecto, obtenido,
pensó en retirarse; pero ciertos resentimientos con el Duque de Náxera le
metiéron en una guerra odiosa, que costó mucha sangre á las dos familias, y se
lo estorbaron; y la muerte del Rey, que sobrevino, le empeñó de nuevo, y cambió
sus miras.
Aunque los alborotos
acaecidos en Castilla, de los que aun no se habian sosegado los ánimos,
llamaron la atención de la Reyna Doña Isabel, sucesora en el cetro de D.
Henrique, lo que mas cuidado dió á esta célebre Heroina fué la conquista del
territorio Español que sufria el yugo Sarraceno: decidióse á ella, y conociendo
el valor y pericia militar del Condestable, le volvió al teatro de su gloria.
No habia olvidado el
Condestable la sangre que le habian hecho perder los Moros de Granada, é
insaciable de la suya, tuvo el gusto de verla correr copiosamente, y embotarse
en ella muchas veces los filos de su espada. Por mas convencida que estuviese
la Reyna de los grandes servicios de este varón ilustre, los que contraxo en
esta ocasión fuéron tales, que le grangeáron mayores honras que las que hasta
entonces habla recibido.
Envióle con su gente y
algun pequeño auxilio á contener la ambición de los Portugueses, que aspiraban
á extender sus dominios en Castilla; y concluida con honor de sus armas esta
empresa, le confió el Vireynato del Reyno junto con su cuñado el Almirante D.
Alfonso Henrique, y después á él solo.
No ménos político que
militar el Condestable, desempeñó este cargo como debía esperarse de su zelo.
Pero debilitada su salud con los trabajos continuos de la guerra, y la poca
sobriedad de su vida, cayó en una languidez que le conduxo al sepulcro el 6 de
Enero de 1492, á los sesenta y siete de su edad, estando en Búrgos.
Dexó dos hijos y quatro
hijas, y se mandó sepultar en la magnífica capilla que por dirección de su
muger se había construido en la Catedral de dicha ciudad.»
[Retratos de
Españoles ilustres, con un epítome de sus vidas
Anónimo
Madrid, 1791]
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