La iglesia está cerrada.
Pero he venido a Ciruelos exclusivamente para
visitar la iglesia,
así que pregunto a un hombre
y me dice que la iglesia la enseña la Mari,
que vive unas casas más allá.
Voy en busca de la Mari.
Éste es el lugar donde murió Raimundo.
En medio de la nada, en medio de una tierra
blanca, llana y reseca.
El Tajo está al mismo tiempo muy cerca y muy
lejos.
A tan sólo 11 kilómetros de Ciruelos
está Aranjuez con sus jardines y sus fuentes.
Pero hay una especie de abismo entre una
población y otra.
Ciruelos es un pueblo apacible. De unos 500
habitantes.
Levantado en medio de una tierra sedienta.
No es extraño que se crea que el nombre del
pueblo
deriva de “cerúleo”.
Ése es el color predominante, el blanquinoso
color de esta tierra.
Aquí vino a refugiarse el abad Raimundo.
En 1158 fundó la Orden de Calatrava
y en 1163 se retiró a Ciruelos.
A un convento hoy desaparecido.
Llamo a la puerta de la Mari.
La mujer abre la puerta, le digo lo que quiero
y me dice que está peinando a su madre,
pero que en seguida me acompaña.
La aguardo en la calle desierta.
La mujer sale, con las llaves en la mano,
y nos encaminamos a la iglesia.
Me pregunto qué suele enseñar la Mari,
porque en la iglesia no parece haber nada que
ver.
Todo es nuevo.
El suelo, las puertas, los bancos,
el retablo, el enlucido de las paredes, las
lámparas...
Echo un vistazo a mi alrededor, desconcertada,
e inquiero:
- ¿Queda algo de
cuando estuvo aquí enterrado San
Raimundo?
La señora niega con la cabeza, y luego añade:
- Bueno, una reliquia
que le dio Toledo al párroco
hace unos años.
¿Hace unos años?
En todos los textos que hacen referencia a
Ciruelos
se dice que la reliquia quedó en Ciruelos en
tiempos de Carlos III,
cuando se trasladó el cuerpo a Toledo.
Contemplo la reliquia, en una capilla lateral.
La señora me explica:
- Antes había una cruz
en el suelo,
hecha con las mismas
losas blancas y negras
de las que estaba
hecho el resto.
Pero cuando se puso
suelo nuevo, desapareció.
En todas las referencias que he leído
se dice que aquí se conserva el sepulcro,
aunque los restos fueran trasladados.
Vuelvo a preguntar:
- ¿La reliquia
entonces está aquí desde hace poco?
- Sí. El escrito de
donación debe estar en la sacristía.
Vamos a la sacristía y la señora busca el escrito.
No está donde ella pensaba y le cuesta un poco
encontrarlo.
Un papelito enmarcado y guardado en un armario.
Le pido permiso a Mari para copiarlo,
saco papel y boli y anoto el contenido del texto:
Cédula
de donación del Cabildo a la Parroquia
12 de
marzo de 1993
Reliquia
extraida de la urna
que
se encuentra en el Ochavo o Relicario de la Catedral.
Es un
trozo de una costilla.
Está
envuelto en damasco rojo, en relicario de plata,
con
la inscripción:
“ex
ossibus Sancti Raymundi de Fitero”.
Deán
del Cabildo: Evencio Cófreces
Párroco
de Ciruelos: Miguel Andrés Llorca
Mari me cuenta:
A comienzos de los 90, una representación de
Fitero
quedó en acudir a las fiestas de Ciruelos,
pero no llegaron a presentarse ni volvieron a dar
señales de vida.
Meses atrás algunos de ellos habían pasado por
allí
camino de la Expo de Sevilla.
Mari me cuenta que marcharon gratamente
impresionados,
“porque había más árboles de lo que ellos
pensaban”.
En esta visita inesperada, cuando llegó la hora
de comer,
los de Ciruelos enviaron a los de Fitero a Yepes,
porque en Ciruelos no hay restaurante.
La señora todavía hoy lo lamenta:
“Podíamos haberlos invitado a la casa de cualquiera
de nosotros,
pero no se nos ocurrió”.
Tantos años después, la señora aún se pregunta
por qué los de Fitero no acudieron a las fiestas
de Ciruelos,
tal como habían quedado.
Piensa que el alcalde podía llamar a su homólogo
de Fitero,
“no para reprocharle nada, sino para preguntar
qué pasó”.
La ermita dedicada a San Raimundo también ha desaparecido,
hace muchos años,
aunque en algunos mapas sigue figurando
el símbolo que representa los santuarios.
¿Es que nadie se pasa por estas tierras
para confirmar la veracidad de las informaciones?
Un párroco intentó recuperar
la costumbre de la romería a San Raimundo el 16 de marzo,
aunque la fiesta no pudiera pasar de ser una
merienda
en la explanada donde estuvo la ermita.
Pero la idea no cuajó.
Alguien, algún párroco, algún alcalde,
debería recuperar la iniciativa del cura
que intentó restablecer la romería a San Raimundo.
La romería a una ermita invisible.
Ciruelos vive de espaldas al hombre
que hizo que el nombre del pueblo figure en la
historia.
Seguro que aquí pocos recuerdan
que en este lugar murió el abad Raimundo.
Hoy, quien transita por Ciruelos no ve nada
que le haga saber por qué este pueblo está en la
historia.
La pequeñísima reliquia carece de sentido para la
mayoría,
y además pasa casi desapercibida.
Y no hay nada más.
Tal como es hoy, en Ciruelos nada se puede hacer
salvo imaginar como pudieron ser los últimos días
del santo.
Quizás el arzobispado de Toledo,
en vez de llevarse los restos mortales del santo
fundador,
debería haberle construido aquí una sepultura
digna,
un recuerdo permanente.
Después de todo,
en la catedral de Toledo los restos del monje permanecen
ocultos.
Estaría bien devolverle a Ciruelos su santo,
levantar nuevamente la ermita,
fijar un sitio en el que poder rendir
el debido homenaje al monje-guerrero.
En Fitero se sienten orgullosos de este hombre
que ni nació ni murió allí,
que allí fundó el primer monasterio cisterciense
de la península
para a continuación llevarse a sus monjes a
convertirse en guerreros,
llevarse a sus monjes a la frontera castellana
para luchar contra los moros.
En Fitero el monje-guerrero tiene una estatua, en
medio de la plaza.
Convertido en patrón,
todos los años se conmemora su paso por aquella
tierra.
En Fitero, los navarros organizan feria y comida,
el pueblo se engalana,
en la iglesia la imagen del santo ocupa un lugar
preeminente.
Lo que sucede en Fitero todos los años
debería estar ocurriendo también en Ciruelos.
Fue aquí en Castilla donde el monje del Císter
cobró relevancia.
Quizás habría sido santo igualmente,
pero sería un santo desconocido
si no hubiera viajado a La Mancha con sus monjes
para convertir la frontera
en el lugar en el que iba a pasar el resto de su
vida.
La señora me cuenta todo lo que han hecho para
remozar el edificio.
La iglesia es prácticamente nueva, de tan
rehabilitada.
La quemaron en la guerra, me explica la señora.
El fuego no afectó al Cristo, protegido por un
cristal,
y a los del pueblo les dio miedo tocarlo,
pero vinieron los de otro pueblo próximo y lo
rompieron.
La parroquia es auténticamente de todo el pueblo.
Reconstruida entre todos.
Cada uno ha aportado lo que ha podido:
dinero, trabajo, los manteles, las lámparas...
Uno de los curas que han pasado por la iglesia
limpió de pintura la poca piedra que queda del
primitivo edificio:
dos basas de columna, una pila de agua bendita,
sobre la cual el cura colocó una cruz de
Calatrava.
“No busque más, que no hay más piedra”,
le indicó Mari cuando el cura apuntó su intención
de seguir levantando la pintura.
Sin duda era buena la intención del clérigo.
Recuperar el pasado de Ciruelos.
No es un pasado grandioso.
Ciruelos fue sólo el rincón que eligió el abad Raimundo para morir.
Pero desde aquí, en un breve lapso de tiempo,
se rigió la recién fundada Orden de Calatrava.
Hoy lo mejor de la iglesia no es el edificio,
sino ese esfuerzo conjunto,
del que Mari se siente tan justificadamente orgullosa.
Antes de despedirme, le entrego algún dinero a la
Mari
para que entre todos continúen construyendo la
iglesia del pueblo.
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