sábado, 2 de mayo de 2015

BURGOS. Catedral. Cofre de El Cid



“La verdad está en el cofre”
Jesús González Requena
Conferencia. 4º Congreso Internacional de Análisis Textual
Segovia, 10 de noviembre de 2006

*** 


Hablaremos del cofre del Cid.

Se encuentra emplazado, desde no se sabe claramente cuándo, en la catedral de Burgos.

Foto: Burgoscity

Y por eso, promovido de manera popular a un estatuto sagrado del que hoy en día nadie parece querer hacerse cargo. Es un cofre de leyenda, y, en esa misma medida, uno desautorizado por los historiadores.

Esta foto es la que actualmente puede encontrarse tanto en la página web del Instituto Cervantes como en la de la ciudad de Burgos:


Véanlo ahora en otra más antigua, de 1974, tal y como aparecía en una vieja guía turística de la ciudad. Estaba entonces todavía sin barnizar. Pero en ella resulta bien palpable que ese carácter sagrado que le confiere el encontrarse colgado en una pared de la catedral tiene relación con la historia misma de Castilla:


Y por cierto que en las guías artísticas más recientes de la ciudad ya no suele aparecer. Es éste otro de los signos de esa incomodidad que el cofre plantea a unos y otros. Para apreciarlo, basta con constatar con qué grado de desapego se habla de él incluso en la página web de la Catedral que lo alberga:

«La Capilla del Corpus Christi [...] En su interior se guarda el llamado Cofre de El Cid, que recuerda la leyenda del poema medieval del Mío Cid, que en realidad es un arcón del siglo XIV, que sirvió para guardar los documentos más importantes de la catedral».

La farragosa redacción hace evidente que sus autores no se han atrevido a poner un pero entre Mío Cid y la realidad, pero resulta igualmente evidente que no les han faltado las ganas de hacerlo.

"La Capilla del Corpus Christi [...] En su interior se guarda el llamado Cofre de El Cid, que recuerda la leyenda del poema medieval del Mío Cid, [pero] que en realidad es un arcón del siglo XIV, que sirvió para guardar los documentos más importantes de la catedral."

Como ven, nadie quiere acordarse de la leyenda.

Aunque esta palabra, leyenda, resulta demasiado blanda para nombrar lo que nos ocupa: prefiero por eso la de mito, pues de un mito se trata. Y es ese mito el que hace, de este cofre, un símbolo.

Algo sólo alcanza el estatuto de símbolo si es constituido como tal en un relato mítico. Tal es lo que le confiere su estatuto sagrado.

No es ésta una afirmación excesiva. Eso puede leerse, con un poco de atención, en este desapegado texto de la página web de la catedral.

En el mismo momento en que sus autores tratan de deshacerse de lo que consideran tan sólo una leyenda enojosa, nos suministran una información en extremo valiosa que confirma esa dimensión de sacralidad.

Pues si nos dice que ese cofre no es realmente el del Cid, nos dice igualmente que sí es, en cambio, realmente, el que durante el siglo XIV sirvió para guardar los documentos más importantes de la catedral.

De manera que los documentos más importantes de ese recinto sagrado fueron puestos bajo la advocación del Cid.

Ningún sitio más seguro para ellos que su cofre.


Pero vayamos al mito.

En él se narra que cuando el Cid fue desterrado por el rey Alfonso a causa del juramento de Santa Gadea…

Pero claro, casi nadie ya recuerda aquello del juramento, hecho histórico para Menéndez Pidal, sólo leyenda para otros historiadores más modernos.

Hay algún estupendo romance que lo narra:

En Santa Águeda de Burgos, do juran los hijosdalgo…

El rey Sancho, del que el Cid era el alférez, murió asesinado y había buenos motivos para sospechar de su hermano Alfonso, quien le sucedería como rey de Castilla. Ante la sospecha, el Cid obligó al nuevo rey, Alfonso, a jurar sobre la Biblia que nada había tenido que ver con la muerte de su hermano.

Pues bien, a expensas de ese juramento, el rey, rencoroso hacia Rodrigo Díaz, lo desterró de su reino. Y así se vio Rodrigo expulsado de Burgos, acampado con sus hombres extramuros, junto al río, y sin un duro para mantener a sus mesnadas.

El Cantar de Mío Cid narra entonces, por boca del propio Cid dirigiéndose a su amigo Martín Antolínez, la estratagema de la que éste se valió para obtener el dinero que necesitaba.

Gastado ya tengo ahora todo mi oro y mi plata;
bien lo veis, buen caballero, que ya no me queda nada;
necesidad de ello tengo para quienes me  acompañan;
a la fuerza he de buscarlo si a buenas no logro nada.
Con vuestro consejo, pues, quiero construir dos arcas;
las llenaremos de arena para que sean pesadas,
de guadamecí cubiertas y muy bien claveteadas.

Los guadalmecíes rojos y los clavos bien dorados.
Buscad  a Raquel y Vidas, decidles que me han privado
el poder comprar en Burgos, y que el rey me ha desterrado,
y que llevarme mis bienes no puedo, pues son pesados;
y empeñárselos quisiera por lo que fuese acordado;
que se los lleven de noche y no los vean cristianos.
Que me juzgue el Creador, junto con todos sus santos,
que otra cosa hacer no puedo, y esto por fuerza lo hago.

Martín Antolínez llega entonces ante los prestamistas judíos, y les dice que esas dos arcas del Cid están repletas de oro que éste no puede llevarse y que les deja en prenda a cambio del dinero que necesita, con una sola condición: que no podrán abrirlas antes de que pase un año desde el momento de la entrega.

Condición ésta que los avezados prestamistas aceptan felices, sin ni por un momento poner en duda que las arcas contengan un gran tesoro.

Sigue luego, en el mito como en el Cantar, la historia de las batallas del héroe que nunca conoció derrota… Pero concluye aquí, al menos aparentemente, el tema del cofre.

¿Qué motiva entonces que ese cofre sea entronizado en el espacio sagrado de la catedral?

Que se ha convertido en símbolo del valor mismo de la palabra del Cid, cosa que cristalizará en un romance posterior, recogido por Juan de Escobar en su Historia y romancero del Cid, publicado en Lisboa, en 1605.
(MENÉNDEZ PIDAL, 1938: Flor Nueva de Romances viejos):

DE CÓMO EL CAMPEADOR
ENVIÓ A BUSCAR SU MUJER Y SUS HIJAS A CASTILLA

Y vos, Martín Antolínez,
con Alvar Fáñez andad,
y a los honrados judíos
Raquel y Vidas llevad
los tres mil marcos de plata
que vos quisieron prestar;
pagadles la logrería,
otros mil marcos de más.
Rogarles heis de mi parte
que me quieran perdonar
el engaño de los cofres
que en prenda les fui a dejar,
porque con cuita lo hice
de mi gran necesidad;
y aunque cuidan que es arena
lo que en los cofres está,
quedó soterrado en ellos
el oro de mi verdad.

Como se ve en él, es pues la palabra del Cid –cuyo peso no es menor que el de la arena que llena el cofre– lo que esos cofres encierran y simbolizan.

No hay duda de que el juramento de Santa Gadea resuena como fondo de todo ello.

Así, el cofre da cuenta de cómo Castilla puso el fundamento de la soberanía no en la persona del rey, sino en la honestidad de su palabra que sólo porque le ataba a él el primero ataba a él, luego, a todos sus caballeros.

Pude encontrar su inscripción en la guía turística:

«El famoso cofre del Cid, que, según la leyenda, sirvió de aval en el préstamo hecho a don Rodrigo por los judíos Vidas y Raquel, pese a que en su interior no había el oro que éstos presumían, sino tan sólo la valiosa palabra del héroe».

La encontré allí, pero cabe añadir que casi en ningún otro sitio.

Pues, para mi asombro, ninguno de los estudiosos del Cantar –y son muchos– hacen de él la menor referencia. Para ellos, el del cofre es un tema menor del poema, atractivo por su hábil narrativa y su componente humorístico, pero carente de toda autenticidad histórica y –éste es tema de discusión entre algunos de ellos– más o menos antisemita.

¿Desconocen entonces esa resonancia simbólica del cofre que encontraría tan poderosa expresión en el romance que acabo de mostrarles? En mi opinión, sin duda que no, los españoles al menos. Pero prefieren ignorarla porque piensan que el propio Cantar la desautoriza absolutamente.

Veamos el motivo: a mitad del Cantar de Mío Cid, y cuando en la historia que cuenta han pasado ya tres años desde la partida de Burgos, reaparece de manera breve e inesperada el tema del cofre.

A estas alturas, las victorias del Cid se han multiplicado hasta alcanzar su cima con la conquista de Valencia, y ésta, a su vez, ha puesto al alcance de la mano del héroe su mayor deseo: el levantamiento del destierro y, con él, la reconciliación con el rey. Minaya Alvar Fáñez es entonces escogido por el Cid para llevar al rey sus presentes y traer hasta Valencia a su esposa Jimena y a sus hijas, doña Elvira y doña Sol.

Alvar Fáñez lleva consigo en este viaje mucho dinero de parte del Cid, tanto para el abad que ha cuidado de sus mujeres como para comprar ricas ropas a éstas. Justo cuando lo ha gastado de acuerdo con esas instrucciones, irrumpen de nuevo fugazmente los prestamistas:

Así lo cuenta el Cantar:

Cuando todo está comprado y dispuestos a marchar,
y el buen Minaya Álvar Fáñez se dispone a regresar,
he aquí a Raquel y Vidas que a sus pies van a rogar:
"¡Merced, Minaya Álvar Fáñez, caballero de fiar!
el Cid nos ha arruinado si no nos quiere pagar;
la ganancia perderíamos si nos diese el capital."
"Yo se lo diré a mío Cid si Dios me deja llegar.
Por lo que con él hicisteis buena merced os dará."
Dijeron Raquel y Vidas: "¡Mándelo así Jehová!;
si no, saldremos de Burgos y lo iremos a buscar."

No hay duda, pues, sobre esto: han pasado tres años y el Cid no ha cumplido su palabra. Raquel y Vidas han debido abrir el cofre y descubrir que sólo había arena en su interior. De ahí su desesperación.

¿Naufraga con ello el símbolo del cofre?

Eso, al parecer, han acordado todos los estudiosos cidianos. Para ellos, ese romance posterior no puede ser más que una elaboración tardía y bienintencionada, pero demasiado lejana tanto de la verdad histórica como de ese texto, fundacional de la épica española, que es el Cantar de Mío Cid.


Voy a tratar de demostrar que, por lo que al tema del cofre se refiere, el romance tardío está mucho más cerca, comprende mucho más profundamente el Cantar de Mío Cid, que todos los estudios cidianos posteriores.

¿En qué me fundo?

En primer lugar, en la contumacia con la que la catedral de Burgos, contra viento y marea –y a pesar de esa evidente incomodidad de sus gestores–, ha conservado como sagrado ese cofre del que se sabe, sin embargo, que nunca perteneció al Cid histórico.

Pero también por otros motivos.

Conviene ir al comienzo mismo del Cantar para precisarlos.

Y comenzar a leerlo olvidando por un tiempo el tema mismo del cofre, para así, cuando este aparezca, dejarnos sorprender por la forma misma de su irrupción. Ello quizás sirva, por otra parte, para recordar la desnuda y áspera belleza de una obra maestra de la literatura que hoy ya casi nadie lee.

Por sus ojos mío Cid va fuertemente llorando;
volvía atrás la cabeza y se quedaba mirándolos.
Miró las puertas abiertas, los postigos sin candados,
las alcándaras vacías, sin pellizones ni mantos,
sin los halcones de caza ni los azores mudados.

Falta, al códice del Cantar de Mío Cid, la primera hoja, y eso hace que comience así, en media res, con tal poderosa intensidad, y sin que quede motivado el Destierro del Cid.

Además, ese desvanecimiento del motivo da toda su resonancia al tema básico de la soledad del héroe, expulsado al espacio exterior y confrontado por ello a la experiencia del desarraigo.

Así, todo comienza con un extraordinario primer plano del Cid que llora –Por sus ojos mío Cid va fuertemente llorando– mientras se aleja quizás de su casa para siempre –aunque esto él todavía no puede saberlo.

Conviene dar toda su importancia a los ojos como localización de ese llorar. Pues hace de él un llorar mudo, del todo diferente al que se deduciría si esos ojos desaparecieran del verso:

Mío Cid va fuertemente llorando.

Pues todo nos invitaría entonces a imaginar la presencia de gemidos que acompañaran esas lágrimas.

Por el contrario, la expresión escogida –Por sus ojos mío Cid va fuertemente llorando– da, a ese llorar, un mutismo absoluto: la intensidad de esas lágrimas que emergen en los ojos del héroe resuenan visualmente sobre un denso silencio que se hace palpable en los versos que siguen y que describen los espacios que Mío Cid abandona.

Estos emergen de inmediato, tras un giro de cabeza –volvía atrás la cabeza y se quedaba mirándolos– en una serie de contraplanos subjetivos que responden al inicial primer plano del héroe recorriendo todo lo que deja.

Miró las puertas abiertas, los postigos sin candados,
las alcándaras vacías, sin pellizones ni mantos,
sin los halcones de caza ni los azores mudados.

Destaca, de estas imágenes, sin duda diurnas, su nitidez tanto como su silencio: así se manifiesta en la precisión de los detalles –las puertas abiertas, los postigos sin candados, las alcándaras vacías…– que perfilan esa imagen global de espacio vacío y abandonado.

Lo que, a su vez, da un nuevo matiz al llorar del Cid: no sólo es mudo, sino que sus lágrimas no nublan su mirada: todo se ve nítido, densamente perfilado. Todo o, para ser más exactos, el frío vacío de lo que se pierde para siempre.

Suspiró entonces mío Cid, de pesadumbre cargado,
y comenzó a hablar así, justamente mesurado:
"¡Loado seas, Señor, Padre que estás en lo alto!
Todo esto me han urdido mis enemigos malvados."

El suspiro que sigue anota la aceptación de los hechos, la capacidad de no perder el control, de mantenerse justamente mesurado.

Y su mesura se manifiesta de inmediato en su acatamiento de ese Dios al que alaba, en el momento mismo en que su conciencia es invadida por las imágenes turbias de sus enemigos malos.

¿Es necesario que les señale cómo aflora en ello una de las más evidentes utilidades psíquicas de Dios?: cuando el mal todo parece invadirlo, resulta imprescindible para el justo la certeza de que, a pesar de todo, alguien contempla la justicia de su resistencia.

Pero volvamos al Cid. De Vivar se dirige a Burgos, la entonces capital del reino de Castilla.

Ya aguijaban los caballos, ya les soltaban las riendas.
Cuando de Vivar salieron, vieron la corneja a diestra,
y cuando entraron en Burgos, la vieron a la siniestra.

La soledad de los desterrados es subrayada por ese expresivo detalle: la corneja que vuela sobre ellos. Pues eran tiempos estos en los que las aves eran vividas como animales asociados al agüero.

Movió mío Cid los hombros y sacudió la cabeza:
"¡Albricias, dijo a Álvar Fáñez, que de Castilla nos echan
mas a gran honra algún día tornaremos a esta tierra!"

La honra, el honor, el retorno a Castilla: así queda localizado, desde el principio, el motivo central del deseo del Cid. Pero todo ello depende de la palabra del Rey, en tanto Destinador del relato.

Resulta obligado, entonces, hacerse cargo de la ingente, propiamente titánica, tarea del héroe: hacer frente ni más ni menos que a la falla del padre simbólico.

Y observen también, por cierto, que esa falla no se localiza en el significante del Nombre del Padre –pues ese está ahí, netamente establecido, en la Figura del rey Alfonso.

Pero sucede que, aunque ese significante está, el sujeto que lo encarna –el rey– no lo sostiene, sino que, como se manifiesta a continuación, literalmente, lo traiciona con su acto de enunciación.

Mío Cid Rodrigo Díaz en Burgos, la villa, entró;
hasta sesenta pendones llevaba el Campeador;
salían a verle todos, la mujer como el varón;
a las ventanas la gente burgalesa se asomó
con lágrimas en los ojos, ¡que tal era su dolor!
Todas las bocas honradas decían esta razón:
"¡Oh Dios, y qué buen vasallo, si tuviese buen señor!"

Y el poema que comienza con unos ojos que lloran –los del Cid– da paso a otros ojos –multitud– que le miran –salían a verle todos, la mujer como el varón.

La referencia a las ventanas por las que se asoman –a las ventanas la gente burgalesa se asomó– enfatiza ese predominio de lo visual y esa insistente referencia a los ojos –pues, como se sabe, las ventanas se abren a la mirada.

Y las lágrimas inundan ahora los ojos de todos los burgaleses –con lágrimas en los ojos, ¡que tal era su dolor!

El acento pasa, entonces, de los ojos a las bocas –Todas las bocas honradas decían esta razón.

Como el Cid hace bien poco, son ahora las mujeres y los hombres de Burgos quienes ponen a Dios por testigo de esa falla, la del Rey, que quiebra la cadena simbólica, en éste que sin duda es el más célebre de los versos del poema: "¡Oh Dios, y qué buen vasallo, si tuviese buen señor!"

Y por buen motivo, pues en él resuena toda la magnitud épica del héroe: porque entre Dios y el fiel vasallo falla la figura del Rey, corresponderá al Cid soportar, en el nombre de Dios, ese fondo mítico sobre el que se soporta el padre simbólico, la falla del que ocupa el lugar del Destinador.

Les decía que el Cantar nos conducía de los ojos –que lloran– a las bocas –que nombran el ultraje.

Pues bien, en esa cadena aparece, de manera lógica, la donación que debería materializar la relación entre El Cid y el pueblo –pues no debe olvidarse que el pueblo castellano está en deuda con el héroe que hizo jurar al rey en Santa Gadea.

De grado le albergarían, mas ninguno se arriesgaba:
que el rey don Alfonso al Cid le tenía grande saña.
La noche anterior, a Burgos la real carta llegaba
con severas prevenciones y fuertemente sellada:
que a mío Cid Ruy Díaz nadie le diese posada,
y si alguno se la diese supiera qué le esperaba:
que perdería sus bienes y los ojos de la cara,
y que además perdería salvación de cuerpo y alma.

Pero es una donación imposible, prohibida. Es el rey quien la prohíbe, y su dictado, para obtener mayor rotundidad, se materializa en forma de carta:

La noche anterior, a Burgos la real carta llegaba
con severas prevenciones y fuertemente sellada.

Y ese dictado, el de la palabra escrita del rey, es el de un destierro radical: no sólo expulsa al Cid de la ciudad sino que, en cierto modo, pretende expulsarle del mundo de lo visible, decretando que nadie le mire, que le ignoren absolutamente, y así amenaza con sacar los ojos –los ojos, pues, otra vez– a quienes intenten ayudarle.

que a mío Cid Ruy Díaz nadie le diese posada,
……
que perdería sus bienes y los ojos de la cara.

Así, acatando, sumisos, el dictado del rey, todos le vuelven la espalda

Gran dolor tenían todas aquellas gentes cristianas;
se escondían de mío Cid, no osaban decirle nada.
El Campeador, entonces, se dirigió a su posada;
así que llegó a la puerta, encontrósela cerrada;
por temor al rey Alfonso acordaron el cerrarla,
tal que si no la rompiesen, no se abriría por nada.

Una ciudad, pues, finalmente, acobardada. Enmudecida y cegada.

La puerta cerrada de la posada –así que llegó a la puerta, encontrósela cerrada– escribe la fractura radical. Ni alimentos, ni miradas, ni palabras. El héroe, pues, condenado a la muerte social.

La tensión crece por momentos:

Los que van con mío Cid con grandes voces llamaban,
mas los que dentro vivían no respondían palabra.
Aguijó, entonces, mío Cid, hasta la puerta llegaba;
sacó el pie de la estribera y en la puerta golpeaba,
mas no se abría la puerta, que estaba muy bien cerrada.

Y cuando está a punto de desencadenarse la respuesta violenta de los desterrados contra la ciudad que les abandona, es cortocircuitada en seco por la irrupción de una niña de nueve años que dejará honda huella en muchos –entre ellos Manuel Machado, quien llegará a dedicarle un notable poema cidiano.

Una niña de nueve años frente a mío Cid se para:
"Cid Campeador, que en buena hora ceñisteis la espada,
sabed que el rey lo ha vedado, anoche llegó su carta
con severas prevenciones y fuertemente sellada.
No nos atrevemos a daros asilo por nada,
porque si no, perderíamos nuestras haciendas y casas,
y hasta podía costarnos los ojos de nuestras caras.
¡Oh buen Cid!, en nuestro mal no habíais de ganar nada;
que el Creador os proteja, Cid, con sus virtudes santas."
Esto la niña le dijo y se volvió hacia su casa.

Es, sin duda, la última mirada que desde Burgos recibe: pues de esa niña se dice que se para frente al Cid. De manera que le mira, con las dos niñas de sus ojos, a la vez que nombra el riesgo que vive su mirada –y hasta podía costarnos los ojos de nuestras caras.

Pero, sobre todo, le interpela como el héroe que debe ser –"Cid Campeador, que en buena hora ceñisteis la espada"–: si en buena hora ciñó la espada, no puede ahora usarla para forzar la posada.

Las virtudes santas del Cid, su ser hombre de ley –que, como se sabe, es algo muy diferente que ser hombre de leyes–, todo eso hace que nada pueda obtener del mal de los otros –¡Oh buen Cid!, en nuestro mal no habíais de ganar nada. / Esto la niña le dijo y se volvió hacia su casa.

La última mirada. Pues también la niña debe darle la espalda. Entrar en la casa, cerrar la puerta, dejándole con su soledad, que es parte de su destino.


De manera que el Cid entra en la catedral a rezar:

Ya vio el Cid que de su rey no podía esperar gracia.
Partió de la puerta, entonces, por la ciudad aguijaba;
llega hasta Santa María, y a su puerta descabalga;
las rodillas hincó en tierra y de corazón rezaba.


Y luego, ya en el atardecer en que comienza su destierro, sale de la ciudad y desciende hasta el río Arlanzón.

Cuando acaba su oración, de nuevo mío Cid cabalga;
salió luego por la puerta y el río Arlanzón cruzaba.
Junto a Burgos, esa villa, en el arenal acampa;
manda colocar la tienda y luego allí descabalga.
Mío Cid Rodrigo Díaz, que en buen hora ciñó espada,
en el arenal posó, nadie le acogió en su casa.

Nos importa este momento, este acampar al anochecer extramuros de Burgos, en el arenal del Arlanzón, pues es ahí donde, de inmediato, comienza el episodio de las arcas, que, como ven, no por casualidad van a ser llenadas de arena.

¿Es posible pensar a estas alturas que, tras un arranque tan intenso y dramático del Cantar, el episodio que le sigue de inmediato puede quedar en una secuencia humorística tan sólo destinada a rebajar la tensión mientras se muestran las habilidades tramposas del Campeador?

Todo comienza con la llegada de Martín Antolínez.

El buen Martín Antolínez, el burgalés más cumplido,
a mío Cid y a los suyos les provee de pan y vino:
……
"¡Oh mío Cid Campeador, en buena hora nacido!
Esta noche reposemos para emprender el camino,
porque acusado seré de lo que a vos he servido,
y en la cólera del rey Alfonso estaré incluido.
Si con vos logro escapar de esta tierra sano y vivo,
el rey, más pronto o más tarde, me ha de querer por amigo;
si no, cuanto dejé aquí no me ha de importar ni un higo."

Algo hay, sin duda, alegre en esta llegada –a mío Cid y a los suyos les provee de pan y vino. Un punto chispeante que se manifiesta también en el desparpajo de sus expresiones –"si no, cuanto dejé aquí no me ha de importar ni un higo".

Es entonces cuando el Cid le dice las palabras que ya conocemos.

Habló entonces mío Cid, el que en buena hora ciñó espada:
"¡Martín Antolínez, vos que tenéis ardida lanza,
si yo vivo, he de doblaros, mientras pueda, la soldada!
Gastado ya tengo ahora todo mi oro y mi plata;
bien lo veis, buen caballero, que ya no me queda nada;
necesidad de ello tengo para quienes me acompañan;
a la fuerza he de buscarlo si a buenas no logro nada.
Con vuestro consejo, pues, quiero construir dos arcas;
las llenaremos de arena para que sean pesadas,
de guadamecí cubiertas y muy bien claveteadas."

Realmente, al Cid no le queda nada –Gastado ya tengo ahora todo mi oro y mi plata; / bien lo veis, buen caballero, que ya no me queda nada.

Recordemos que se encuentra en el arenal del río Arlanzón, extramuros de la ciudad, sin otra protección que la tela de su tienda. Por eso, la arena con la que va a llenar sus arcas –Con vuestro consejo, pues, quiero construir dos arcas; / las llenaremos de arena para que sean pesadas– es la mejor expresión de esa nada.

Frente al sólido granito de las murallas, sólo arena que se deshace en las manos y que, producto de la erosión del agua del río –desde Heráclito, al menos, la mejor metáfora de lo real– es arrastrada lejos de la ciudad del origen.

Arena, por lo demás, informe, sin nada que ofrecer a la mirada, ahora que el Cid ha sido excluido de la mirada de todos.

Obsérvese, por lo demás, que ninguna mentira dice el Cid –llevarme mis bienes no puedo, pues son pesados– ya que tales son sus únicos bienes: la arena de Burgos cifra todo lo que le queda.

Cifra por eso, igualmente, lo único que le queda: su palabra. Pues eso, su palabra, al caballero que hizo jurar al rey antes de su coronación, es algo que, sin duda, le queda.

En cumplirlo así, Martín Antolínez no se tarda;
atravesó toda Burgos y en la judería entraba,
y por Raquel y por Vidas con gran prisa preguntaba.
Raquel y Vidas, los dos juntos estaban entrambos,
ocupados en contar cuanto llevaban ganado.
Llegó Martín Antolínez y así les dijo, taimado:
"¿Cómo estáis, Raquel y Vidas, mis buenos amigos caros?
En secreto ahora quisiera a los dos juntos hablaros."

A esos prestamistas que en algún rincón oscuro de la judería cuentan, en la noche, su dinero, Martín Antolinez, taimado, les interpela en secreto. Y les convence enseguida al afirmar que es oro lo que llena las arcas que el Cid en prenda les ofrece y que ellos, mostrándose en eso maestros del secreto, aceptan tomar y esconder donde nadie pueda hallarlas.

Estas arcas de mío Cid las tomaremos para ambos,
y el tesoro meteremos donde nadie pueda hallarlo.

Mas, como es lo propio de su oficio, desconfían cuando el burgalés se apresura en demandarles el dinero:

"Ya veis que llega la noche, el Cid está ya esperando,
y necesidad tenemos que nos entreguéis los marcos."
Dijeron Raquel y Vidas: "Así no se hacen los tratos,
sino primero cogiendo las prendas, y luego, dando."

Y así, este intercambio nocturno y marcado por el signo del secreto que comienza en la judería, continúa luego en la tienda del Cid, pero sólo tras que los personajes –y es éste el tercer signo del secreto– atraviesen el río a escondidas por debajo del puente, para que todo quede oculto tanto a moros como a cristianos.

Una vez en presencia del Cid los prestamistas pierden toda desconfianza y aceptan de inmediato las arcas sin reclamar comprobar lo que guardan en su interior.

Al cargar las arcas, ¡viérais cómo los dos se alegraron!,
aunque muy forzudos eran, con esfuerzo las cargaron.
Se gozan Raquel y Vidas en las ganancias pensando,
ya que en tanto que viviesen por ricos se tienen ambos.

Hay farsa, sin duda, pero una que, lejos de reducir del todo el episodio al registro de lo cómico, da a esta economía del secreto cierto sabor que bordea lo onírico, y que contrasta del todo con la desolada luz diurna castellana con la que ha comenzado el Cantar.

Curiosos estos personajes, Raquel y Vidas, prestamistas judíos, contando su dinero, pero también capaces de hablar con el Cid cuando casi todos los burgaleses, amedrentados, le han vuelto la espalda.

Cosa ésta, por cierto, que no suele reseñarse, cuando, sin embargo, uno de los aspectos más notables de este héroe que es el Cid estriba en que posee amigos entre los judíos y los moros, a la vez que es capaz de hacer jurar al propio rey.

¿Se dejan engañar fácilmente por el Cid los mismos que se han mostrado despiertos negociadores con su mensajero? En ningún caso: pues no se trata, para ellos, de ver lo que hay en el interior de los cofres, sino de confirmar que es la palabra del Cid la que los avala.

Y sin duda, le sirven al Cid para obtener el préstamo que le permitirá mantener a su tropa. Pero le sirven, también, para otra cosa. Le sirven para dejar algo escondido allí, en esa su ciudad de Burgos que va a abandonar para siempre.

Pues Rodrigo no puede irse del todo, no puede aceptar ser definitivamente desterrado. Necesita permanecer enraizado. Les decía que la arena de río es lo menos valioso que imaginarse pueda. Producto de la erosión producida por el agua en su incesante movimiento, es materia que se deshace, sin forma y sin color, nada preciosa.

Pues bien, cuando todo se deshace, el Cid necesita contener ese deshacerse: y no hay duda de que, encerrada en el cofre, la arena cobra forma.

Porque Mío Cid necesita permanecer en Burgos de alguna manera. Y así, gracias a Raquel y Vidas, que creen en él, logra dejar escondidas allí, en secreto, sus arcas llenas de arena.

¿Qué arcas? Pero es esta una pregunta que casi está de más, pues el arca es siempre, después de todo, arca de la alianza, nueva y eterna, del ser con la palabra que lo forja.

Y que por eso cobra la forma de una promesa.

Pues la promesa es la palabra en su función más pura. Así, porque una promesa ha sido formulada, pasado ese año que la rige, se realizará como verdad o se deshará como mentira.


La prueba más decisiva del papel esencial de las arcas en el Cantar de Mío Cid se encuentra precisamente allí donde sus estudiosos han creído ver la confirmación de su carácter secundario. Me refiero a esos versos en los que los prestamistas retornan a aparecer a mitad del poema.

Cuando todo está comprado y dispuestos a marchar,
y el buen Minaya Álvar Fáñez se dispone a regresar,
he aquí a Raquel y Vidas que a sus pies van a rogar:
"¡Merced, Minaya Álvar Fáñez, caballero de fiar!,
el Cid nos ha arruinado si no nos quiere pagar;
la ganancia perderíamos si nos diese el capital."
"Yo se lo diré a mío Cid si Dios me deja llegar.
Por lo que con él hicisteis buena merced os dará."
Dijeron Raquel y Vidas: "¡Mándelo así Jehová!;
si no, saldremos de Burgos y lo iremos a buscar."

Una reaparición aparentemente absurda, pues no sirve para resolver ni modificar el tema del préstamo –tan sólo constatamos que no ha sido pagado y que sigue pendiente. Pero suficiente, en cambio, para mostrar que las figuras de estos dos prestamistas, como las de las dos arcas de arena, no pueden ser reducidas a un valor meramente episódico y contrapuntístico.

Pues su función es recordarnos, en un momento tan decisivo de un texto como es su mitad, que el tema sigue abierto y que, por tanto, su alcance es mucho más que episódico.

Y sobre todo este otro:

Dijeron Raquel y Vidas: "¡Mándelo así Jehová!;
si no, saldremos de Burgos y lo iremos a buscar."

¿Cómo explicar que esos judíos en bancarrota osen amenazar al que ya se ha convertido en el caballero más poderoso de la España de la época, jamás vencido por nadie y sobre quien ni siquiera el rey tiene un poder real?

¿Cómo podrían, por lo demás, atravesar ese tan grande territorio en guerra permanente que separa Burgos de Valencia?

¿Podría haber algo más absurdo?

Ahora bien: algo tan absurdo, en un texto realmente valioso, es necesariamente verdadero. Pues exhibe el signo más seguro de la verdad: su abultada inverosimilitud.

Es sabido que el poema retoma, más o menos ficcionados, muchos sucesos y personajes históricos de la vida de Rodrigo Díaz. Narra una historia que por lo demás, en su núcleo guerrero, responde en buena medida a los hechos históricos mismos. Pero es igualmente sabido que otros aspectos, empezando por éste de los prestamistas, son totalmente ficticios. ¿Cuáles otros además de éste?

El episodio en que los infantes de Carrión, poco antes de recibir del Cid como esposas a sus hijas, se comportan de manera cobarde ante un león que se ha escapado en Valencia. Por supuesto, la afrenta de Corpes en la que esos desalmados desnudan en un bosque a las dos muchachas y las azotan hasta casi matarlas. Y, finalmente, la posterior sesión de Cortes en Toledo en la que el Cid reclama contra ellos y obtiene justicia del rey.

Y obsérvese qué cosa tan notable: personajes absolutamente ficticios del poema son Rachel, Vidas y Martín Antolínez.

Pues bien, todos esos elementos se conectan estrechamente en una red textual de la que las dos arcas dan la cifra.

El Cid dejó sus dos arcas escondidas en Burgos. Y luego, a mitad del Cantar, manda a Alvar Fáñez a por sus dos hijas para que las lleve a Valencia. Así pues: dos judíos, dos arcas, dos hijas, dos infantes de Carrión.

Y dos ciudades. Dos hijas que viajan a Valencia –la ciudad entonces mora y mediterránea, en todo opuesta a la castellana e interior Burgos del origen.

Es justo entonces, en el momento en que las hijas van a partir de Burgos camino de Valencia, a mitad del poema que así se divide en dos partes, cuando aparecen los dos judíos para recordar que el préstamo no ha sido pagado –e, implícitamente, que nada más que arena había en el interior de las lujosas arcas.

Y es sugerido así que algo de espejismo puede latir en las grandes riquezas que el Cid ha conquistado con sus combates. ¿Acaso no reaparecen Raquel y Vidas en el momento mismo en que lujosas telas visten a las que debemos suponer hasta entonces pobres hijas del Cid?

La tercera parte del poema se abre con la escena humorística –eso también tiene en común con la de los prestamistas– del león ante el que se acobardan los infantes de Carrión. Y de nuevo, también, exotismo.

Y si el Cid acampó extramuros de Burgos y allí entregó sus dos arcas a los dos judíos en prenda del dinero recibido, es extramuros de Valencia donde se despide de sus dos hijas que acaba de entregar a los dos infantes castellanos, además de dinero y de dos espadas.

Y bien, la escena en el bosque de Corpes en la que los desalmados infantes, tras haberles hecho el amor la noche anterior, desnudan, atan, azotan y abandonan a sus dos esposas moribundas, ¿no responde en la estructura general del Cantar, a la escena, no contada pero sí deducida, en la que los dos prestamistas abren las dos lujosas arcas para no encontrar más que arena en su interior?

Sólo arena real, una vez abierto el cofre que, vestido del más bello guadamecí, le da forma, como sólo los cuerpos reales de esas dos muchachas, desnudados de sus bellos vestidos y brutalmente violentados, quedan, moribundos, en un bosque que, no por casualidad, se llama de Corpes.

Es decir, del cuerpo real.

Correspondencia que desde luego no estriba en la catadura moral de unos y otros, pues frente a los desalmados infantes castellanos que violentan a las mujeres, los prestamistas judíos no sólo cuidaron amorosamente las arcas durante todo un año sino, lo que es más importante –y es desde luego chocante que no haya sido resaltado–, fueron los únicos de todo Burgos que aceptaron tratar con el Cid cuando los burgaleses cristianos, atemorizados por el rey, le volvían la espalda.

El que todo eso haya sucedido no puede dejar de tener relación simbólica con el hecho de que el Cid no retornara, pasado el primer año, a pagar la deuda de las arcas y, así, cumplir su promesa.

Pero es necesario recordar que la falla de la palabra del Cid se produce en el contexto de la falla misma de la palabra del Rey.

Y, así, el que como héroe dedica su vida a sustentar a ese rey que no está a la altura de las circunstancias y al que, tras hacerle jurar en Santa Gadea, acata para siempre, olvida –ése es su pecado– la deuda contraída con los dos judíos que, cuando fuera desterrado, creyeron en él.

Ése es su pecado, pero no piensen que ello hace caer al Cid de su pedestal de héroe.


Lo que la mitología nos enseña es que no hay héroe sin pecado, sin conciencia de una culpa que a él toca reparar.

Y esto es lo que da su sentido a toda la parte final del Cantar, destinada a suturar el desgarro producido por esa promesa no cumplida y por esa afrenta realizada en los cuerpos de las hijas del Cid.

Pues el Cid, aunque ya ha ganado todas las batallas guerreras y todas las riquezas materiales, debe todavía ganar la batalla decisiva: debe lograr restaurar la cadena simbólica.

Y así sucede en las Cortes de Toledo, donde, en vez de tomar venganza, reclama al rey justicia.

Allí reclama y obtiene el dinero que dio a los infantes como dote de sus hijas, como recupera las dos espadas que les donó y que no fueron capaces de empuñar con dignidad. Por ello ahora las otorga a los caballeros que les desafiarán en su nombre.

Con lo que no sólo restaura su honor sino que logra que, finalmente, el rey ocupe su lugar como soporte de la ley.

Por eso sólo entonces el dos que ha sido la cifra que ha estructurado todo el Cantar es sustituido finalmente por el tres que emerge erigido en la cifra del justo desenlace.

Y vos, Martín Antolínez, con Alvar Fáñez andad,
y a los honrados judíos Raquel y Vidas llevad
los tres mil marcos de plata que vos quisieron prestar;
pagadles la logrería, otros mil marcos de más.
Rogarles heis de mi parte que me quieran perdonar
el engaño de los cofres que en prenda les fui a dejar,
porque con cuita lo hice de mi gran necesidad;
y aunque cuidan que es arena lo que en los cofres está,
quedó soterrado en ellos el oro de mi verdad.

¿Que por qué es un solo cofre, y no dos, el que cuelga del muro de la catedral de Burgos?

Porque todo símbolo, si lo es de verdad, es una puerta del inconsciente. Y porque lo es, sólo puede estar semiabierta. Es decir: cifrada.

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