viernes, 1 de mayo de 2015

BURGOS. Puerta de Sta. Mª. Hueso de El Cid



“Dificultades para un descanso eterno:
Los huesos viajeros del Cid”
José Luis González de Roba
Boletín de la Institución Fernán González, nº 217, 1998

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Escribe Gonzalo Martínez Díez que cuando un pueblo, durante 500 años de su historia, conserva y ensancha su solar a punta de lanza, ha de personificar esta gesta en un héroe que sea el compendio de sus hazañas, que reúna todos los ideales acumulados por ese pueblo, en una palabra, que lo simbolice.
Para que un personaje real pueda cumplir este papel, su vida ha de ser lo suficientemente intensa como para concitar el interés general. Los juglares que canten sus hazañas sobrepasarán el rigor histórico, se permitirán licencias poéticas, pero habrán trabajar sobre un fundamento real, que haya calado entre las gentes y permanezca en su memoria colectiva.
Castilla busca y encuentra su héroe en Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, tan famoso como controvertido, y protagonista del mayor y mejor cantar de gesta en lengua castellana. Menéndez Pidal, defensor, a veces feroz, de la veracidad del Cantar, señala como característica fundamental del mismo, diferenciadora de los cantares épicos franceses, la inmediatez entre la obra y los hechos que relata. Esto explicaría, según él, el realismo del poema.
Al margen de discusiones eruditas, que contradicen o matizan las tesis de Don Ramón, lo que nadie discute hoy es la existencia real, histórica, de Rodrigo Díaz. Además del Cantar, son muchas las fuentes que atestiguan los movimientos, batallas, destierros y otros avatares de la vida del Cid. Pueden servir como muestra las siguientes:
Del año 1090 es el Carmen Campidoctoris, que describe las luchas entre Rodrigo Díaz y el conde de Barcelona.
La Historia Roderici, escrita hacia 1110, hace una exaltación de su valor y de su fidelidad al rey, aunque éste sea injusto con su caballero.
Del lado musulmán, el 1109, Ben Bassam describe episodios de la ocupación de Valencia por parte del Cid y, en 1110, Ben Alcama, testigo presencial, narra con inquina anticidiana el asedio y conquista de Valencia. Al primero de los dos autores corresponde una de las más halagadoras frases, que proveniendo de un enemigo, se hayan escrito jamás: «Este hombre, azote de su época, fue por su habitual y clarividente energía, por la viril firmeza de su carácter y por su heroica bravura, un milagro de los grandes milagros del Señor».
A las referencias bibliográficas han de unirse diplomas y documentos. Hasta una treintena de originales, donde aparece como otorgante, destinatario, testigo confirmante, representante del monasterio de Cardeña o juez. Contra tal cantidad de evidencias, ni la obcecación de Masneu tiene fundamento.
En los siglos posteriores a su muerte, crónicas y poemas, romances y obras de teatro se referirán una y otra vez al héroe de Vivar y a sus virtudes, como ejemplo y estímulo, como fuerza animadora de todo un pueblo. Fuera de España se sigue su rastro literario en Francia, Italia, Dinamarca, Inglaterra, Alemania... Incluso hay un poema en tagalo.
La vida del Cid fue heroica de manera ciertamente especial. El Cantar, obligada referencia una y otra vez, no presenta un personaje violento y vengativo, implacable con el vencido, sino a alguien respetuoso con la ley, generoso con el enemigo, leal al rey por encima de todo, hablando siempre "bien e tan mesurado". Además, gana todas las batallas, consigue fama, riquezas y poder, es venerado por su gente y respetado por sus adversarios... ¡Qué duda cabe de que tuvo que dejar huella!
Es en este contexto de permanente recuerdo donde puede encajar una "historia después de la historia", la aventura viajera de los restos mortales del héroe y de su esposa, zarandeados por los avatares de la historia y, muchas veces, por la falta de escrúpulos de los hombres.
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10 de julio de 1099. Dentro de los muros de Valencia muere Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Debió morir, dice Colin Smith, "satisfecho de una vida en conjunto digna y llena de actividad". Su poder y su riqueza son grandes, su prestigio militar y sus logros guerreros, enormes. Es el único general cristiano que ha conseguido derrotar a los almorávides, frenando su avance irresistible. Valencia, el reino que él conquistó, y que a su muerte vuelve a caer en manos musulmanas, tardará 135 años en ser de nuevo controlado por los reyes cristianos. Guerrero victorioso, hábil diplomático, excelente estratega, experto y benévolo juez, "debió aparecer ante los ojos de sus coetáneos como el que lo controla todo ante los ojos de Dios".
En 1101 el rey Alfonso VI ordena la evacuación de Valencia, indefendible ante el ataque almorávide. Jimena acompaña los restos de su marido hasta el monasterio de San Pedro de Cardeña, lugar que el héroe eligió para su eterno descanso. Según la leyenda, no le fue fácil al buen Cid alcanzar ese descanso. Berganza cuenta que, por disposición de Jimena y del propio rey, el cadáver de Rodrigo Díaz hubo de permanecer sentado y con la espada en la mano: «pusieronlo en su silla asentado vestido de sus paños e su espada tisona echada por el cuello e asi estuo X años que lo sepultaron porque se le cayó la punta de la nariz». Antes, claro está, el favor divino se manifiesta en forma de milagro: en el séptimo aniversario de la muerte del héroe, un audaz judío se acercó al muerto, le miró a la cara y dijo: «Éste es el Cid de Vivar a quien nadie nunca, ni moro ni cristiano osó trabar la barba y yo se la trabaré en este momento».
¡Pobre judío! Alargó su mano para agarrar la barba del caballero, pero Dios infundió vida en Rodrigo, el cual «puso la mano derecha en la espada e sacola quanto un palmo e tan grande ovo el judio el espanto que dando voces cayo amorteçido e llegando las gentes fallaronlo atordido e vieron al Cid la espada así sacada e maravillaronse». El judío se cristianó como Diego Gil e hizo desde entonces muy santa vida, sirviendo a Dios y al cuerpo del Cid.
El asunto de la nariz obligó al Abad a convocar a los familiares del Cid para tratar el tema de su sepultura. «Y determinaron que se abriesse vna bobeda al lado derecho del altar mayor, para ponerle en ella». Pero el pobre Campeador siguió sentado, con su espada en la mano, entre su escudo y su bandera, pendientes de la pared.
Al margen de la leyenda, y sin que nada pueda confirmarlo, lo más probable es que, de acuerdo con los cánones de los concilios de los siglos VIII y IX, que prohíben la inhumación en el interior de las iglesias, y con la costumbre del siglo X de enterrar a las personas señaladas en el atrio o en las puertas de las iglesias, los restos del Cid y su esposa ocuparan uno de estos lugares en el Monasterio de San Pedro de Cardeña.
En 1272 el rey Alfonso X dispone para el Cid un lugar de privilegio: un gran sepulcro, labrado en dos piedras muy grandes, acoge los huesos del Campeador en la Capilla Mayor, en el lado de la Epístola. A su lado, un poco más abajo, en sepulcro de madera policromada, los restos de Doña Jimena.
Alrededor de la piedra del sepulcro del Cid se talla en caracteres góticos la siguiente inscripción:
BELLIGER INVICTUS, FAMOSUS MARTE TRIUMPRIS, CLAUDITUR ROC TUMULO MAGNUS DIDACI RODERICUS:
En este lucillo está enterrado el Grande Rodrigo Díaz, Guerrero invicto, y de más fama que Marte en los triunfos.
Inscripciones de tono similar cubrían la parte superior del sepulcro:
Quanto se sublimó poderosa Roma por las belicosas hazañas de sus Capitanes: quanto honra à la Gran Bretaña la gloria inmortal de Arturo: quanto se ennobleciò Francia con las heroycas acciones de Carlos Magno, tanto ilustrò a España el Cid, nunca vencido, aun de los mas valientes Capitanes.
Y también en las paredes:
Cid Rui-Diez sò, que yago aqui encerrado, è vencì al Rey Bucar con treinta y seis Reyes de Paganos. Estos treinta y seis Reyes, los veinte y dos murieron en el campo. Vencilos sobre Valencia, desque yo muerto encima de mi cavallo. Con esta son setenta è dos batallas, que yo venci en el campo. Ganè à Colada, è à Tizona, por ende Dios sea loado. Amen.
La decisión del Abad Don Pedro del Burgo de derribar la iglesia en 1447, obligó a remover todos los sepulcros. El de Rodrigo Díaz fue colocado frente a la entrada a la sacristía, sobre cuatro leones de piedra, símbolos del valor del guerrero o de los males que el mismo había vencido.
Las obras prosiguen en el Monasterio y en 1541 el Abad Fray Lope de Frías, de acuerdo con la comunidad, decide un nuevo traslado del sepulcro que, tras la construcción del Coro y de las gradas del Presbiterio, es un estorbo para la celebración del culto. El Abad parece presentir los problemas que se avecinan, pues pretende hacer el traslado en secreto, pero la noticia se filtra y concurren al Monasterio multitud de curiosos "no solo Cavalleros de Burgos, sino tambien personas de Francia". Es el 14 de enero de 1541. Berganza, tomando como fuente la Relación de Fray Lope de Frías, hace un prolijo relato de los rituales, cantos y ceremonias celebradas al efecto. Tampoco ahorra detalles sobre la apertura del sepulcro:
«Los Oficiales de Canteria quitaron la lapida encimera, aviendo concurrido primero el Abad a la accion de levantarla con vna barra de hierro pequeña. Descubierto el sepulcro, se vio la caxa de madera tachonada con clavos dorados, en donde estaba el Santo Cuerpo del Cid... Abierta la caxa, se halló el Santo Cuerpo casi deshecho: en algunos huessos estaba la carne pegada, y el color rosado; y el mismo color tenian los huessos, y entre estos mismos estaba la carne despegada, y todo el cuerpo en vn cendal labrado a lo Morisco; y à los lados estaban espada, y espuelas, como insignias de Cavallero. Al abrir la caxa, despidiò de sì vna fragancia confortativa; y se reconociò, que no faltaba huesso alguno».
Entre música de órgano, motetes e himnos se velan los restos hasta las cuatro de la tarde, en que son depositados en su nuevo emplazamiento. Como no podía ser de otra manera, la providencia colabora al esplendor del acto con un milagro que añadir a la "fragancia confortativa": Las tierras de la Rioja y la Bureba, muy castigadas por la sequía, «recibieron agua muy apacible desde el día en que se comenzó a preparar el traslado hasta que fue concluída la ceremonia. Atribuyose el agua a los méritos del Santo Cavallero Rodriga Diaz: y que como en vida avia mirado por esta tierra, librandola de la infestacion de los Moros; en muerte la atendia, y procuraba conseguir el socorro en las necesidades que padecia».
En Burgos, la noticia del traslado fue muy mal recibida. Don Pedro Fernández de Velasco, duque de Frías y Condestable de Castilla, de acuerdo con el Regimiento de la Ciudad de Burgos, envía a Cardeña, el 14 de Junio, a varios Regidores, para pedir al Abad que devuelva los sepulcros al lugar de honor que antes ocupaban, en nada comparable al actual. El sepulcro de Doña Jimena había sido trasladado al claustro y el del Cid al lateral del Evangelio. En opinión de los representantes de la ciudad de Burgos, los nuevos emplazamientos atentaban contra la fama y el honor del héroe y su esposa.
El Abad y la Comunidad se niegan a la petición del Condestable y de la Ciudad. No queda más remedio que recurrir al Emperador Carlos V, solicitando de su autoridad un mandamiento que obligue a los monjes. Con fecha 8 de julio de 1541, el Cardenal Juan, Gobernador del Emperador en Madrid, despacha una real cédula con la orden tajante de que los sepulcros se restituyan a su lugar primitivo. Al agravio que sienten la ciudad de Burgos y el Condestable se une la importancia que el Emperador da al emplazamiento de la tumba, que explica las duras palabras de la citada cédula:
«Vosotros, no teniendo consideracion à lo susodicho, ni mirando à que el Cid es nuestro Progenitor, y los bienes que dexò a esta casa, y a la autoridad del estàr èl aì enterrado, se sigue al dicho Monasterio, aveis deshecho, y quitado su sepultura de en medio de la Capilla mayor, donde ha mas de quatrocientos años que estaba, y le aveis puesto cerca de una escalera, y lugar no decente, y muy diverso en autoridad y honra del lugar, y honra, que es fama. Tambien aveis quitado de con él á Doña Ximena Diez, su muger, y puestola en la Calostra del dicho Monasterio, muy diferente de como estaba».
Hay también un cierto temor a sentar precedentes:
«Que es cosa de mal exemplo para Monasterios y Religiosos, que viendo la facilidad con que se muda la sepultura de una tan famosa persona, tomaran atrevimiento de alterar y muda qualesquier sepulturas y memorias, de que se seguiran muchos daños a nuestros Reynos».
El Abad Lope de Frías viaja a la Corte y alega que el traslado se ha debido a la necesidad de espacio y que, teniendo en cuenta la fundación real del Monasterio, cabe considerar que el lugar preferente de enterramiento no debería corresponder al Cid, sino a la reina fundadora, Doña Sancha o al rey Don Ramiro. Sus apelaciones no surten ningún efecto y el cardenal reitera la orden imperial.
Berganza da aquí por terminado el problema, con el acatamiento, por parte del Abad y de la Comunidad de lo dispuesto y la ejecución de la orden. Pero Cantón Salazar hace referencia a una segunda cédula dada por el Consejo Real en Madrid, el 15 de octubre de 1541. Ante el incumplimiento de su orden anterior, el emperador se expresa de manera muy enérgica, dando un plazo de cuarenta días para restituir los sepulcros a sus antiguos emplazamientos, bajo multa de 10.000 maravedíes si así no se hace, y prohíbe que "ni agora ni en ningún tiempo se muden de lugar".
Al Abad y a la Comunidad no les quedó más remedio que aceptar lo inevitable, pero se tomaron una pequeña venganza: devolvieron los sepulcros a su lugar con tanta presteza que no pudieron acudir a presenciar el acto ni las autoridades burgalesas ni los ciudadanos deseosos de participar en él.
La disputa sobre el derecho del Cid a ocupar el lugar preferente de enterramiento prosigue a lo largo del tiempo. Hay partidarios de Doña Sancha, reina fundadora, de Don Alfonso el Magno, que reedificó el Monasterio, o de Garci Fernández, que lo restauró, como personajes más dignos de ocupar el centro de la Iglesia. El tema parece zanjado cuando en 1679 Carlos II visita Cardeña. Ante la extrañeza mostrada por un Grande por el hecho de que no sea un personaje real quien ocupe el lugar de privilegio, Carlos II responde: " El Cid no fue rey, pero hizo reyes".
Allí permanecieron los restos del Cid y de Doña Jimena, respetados y venerados, hasta 1736. En estas fechas deciden los monjes construir una capilla, bajo la advocación de San Sisebuto, a la que trasladar todos los restos repartidos por los diversos sepulcros de la Iglesia. Cantón Salazar lamenta amargamente la pérdida de aquellos sepulcros "que fueron deshechos con el frívolo pretexto de que embarazaban el tránsito". El rey Felipe V autorizó el traslado. Se tallan nuevos sepulcros para Rodrigo Díaz y Jimena, "con aquel corrompido y barroco gusto", aunque se conserva la tapa del sepulcro antiguo, con parte de la inscripción original.
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La invasión francesa supuso un durísimo golpe para el Monasterio de Cardeña, que quedó desierto tras los decretos de desamortización. En los días siguientes a la batalla de Gamonal, un batallón de dragones del mariscal Ney saquea Cardeña, profanando los sepulcros. Según testimonios de la época, sobre todo franceses, los huesos son esparcidos por el suelo.
Por esas fechas viajan a Burgos, como representantes del Senado Imperial, el príncipe Salm Dyck, el conde de Girardin y el caballero Delamardelle, probablemente para felicitar a Napoleón por su victoria. Visitan Cardeña y recogen algunos huesos del Cid y de Jimena, que se llevan como fúnebre recuerdo. Un acta fechada en París el 10 de abril de 1811, y firmada por los tres personajes, atestigua el hecho. Más tarde se hará referencia al periplo de estos huesos.
A comienzos de 1809 llega a Burgos, para hacerse cargo de la Capitanía General de Castilla la Vieja, el general Thiebault, quien, ya sea para congraciarse con el pueblo, ya por su talante más moderado y respetuoso, pone freno a los desmanes de las tropas de ocupación y procura remediar sus consecuencias. Cuando visita Cardeña y ve lo que ha sucedido, decide trasladar los restos del héroe a Burgos, para colocarlos, no en una iglesia, sino en un lugar céntrico y frecuentado, a la vista del pueblo, a quien ha de servir de ejemplo. Elige una pradera en la orilla del río, entre los puentes de San Pablo y Santa María. Allí dispondrá, dice en sus Memorias, una plantación de álamos, bellas avenidas en torno al monumento, bancos de piedra y rampas que comuniquen con el Espolón. Mientras duran las obras, guarda los restos que ha traído de Cardeña bajo su lecho y sólo los muestra a personas señaladas, negándose a entregar ningún hueso como recuerdo, "sólo al buen M. Denas, que en tal época pasó por Burgos, siendo ésta la única excepción, ya que, ni aún para mí tomé el menor fragmento".
Como es natural, Thiebault informa de sus propósitos al rey José I, quien se muestra de acuerdo, como queda patente en una carta de su ministro de Interior y Cultos, M. J. de Aranza.
En el mausoleo se coloca el sepulcro que se ha traído de Cardeña y al cual se llevan los restos el día 19 de abril de 1809. La ceremonia, muy vistosa y a la que, por cierto, no asiste ninguna alta jerarquía eclesiástica, terminó colocándose los restos dentro de una caja de madera; dentro de ella, otra más pequeña y, en el interior de ésta, una de plomo con diversas monedas y documentos en francés y en castellano. Todo ello se introduce en el sepulcro, dispuesto sobre unas gradas o pedestal. Alrededor, cuatro inscripciones, en francés, latín y castellano.
Al frente: JOSEPHO REGNANTE: 1809.
En uno de los laterales: PAR LES SOINS DE SON EXCELLENCE LE GENERAL DE DIVISION THIEBAULT, GOUVERNEUR DE LA VIELLE CASTILLE, FURENT RECUEILLIS ET TRANSPORTES ICI, A VEC LES DEBRIS DE LEUR TOMBE, LES RESTES DU CID ET DE CHIMENE.
Este mismo texto, traducido al castellano ocupaba el otro lateral.
En la parte posterior, un texto en latín, que Thiebault atribuye a Camón de Nisas: QUIBUSCUNQUE TEMPORIBUS, POPULIS LOCIS, INCLYTORUM VIRORUM MEMORIA CALENDA, EST.
Tras la marcha de los franceses, las tres primeras son destruidas por los patriotas españoles. El general francés, con cierto sentido del humor, cita "su monumento" como el único de los construidos durante el reinado de José I que sobrevivió unos años tras el final de la guerra.
De la inauguración del monumento, prevista para el día 15 de mayo, no queda constancia, pero se conservan los discursos que se redactaron al efecto. Tanto el del General Thiebault como la réplica, exaltan la figura como símbolo y modelo a través del tiempo:
«Señores; No hay prescripción de tiempo ni elección de lugar para celebrar la memoria de los hombres, que como el Cid, pertenecen a la historia de las Naciones, es decir a la inmortalidad: el tiempo habrá devorado estos restos preciosos que acabamos de inhumar, habrá borrado hasta los trazos del monumento, habrá consumido los últimos vestigios; y el recuerdo del Cid siempre presente a los que respetan á los heroes será, no solo en estos lugares, sino en el resto del mundo el objeto de la admiración pública y uno de los egemplos mas gratos a los valientes».
«La memoria y la gloria del hombre que ha merecido bien de su Patria no acava con sus días; buela de generacion en generacion en la pluma de los historiadores; la posteridad lee y recoge con ansia hasta las menores particularidades de su vida; el Pueblo que le bió nacer, el que ha sido testigo de sus brillantes acciones, el en que exala el ultimo suspiro se disputan sus tristes pero preciosos despojos».
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Acabada la guerra y vueltos los monjes al Monasterio, ya en 1816 reclaman del Ayuntamiento la devolución de los huesos, sepulcro y rejas que se trajeron de Cardeña. Nunca fueron muy buenas las relaciones entre la Comunidad de Cardeña y los regidores de Burgos, de manera que cabe suponer que éstos últimos no se mostraran muy diligentes. De diciembre de 1819 hay informes sobre la procedencia de la piedra y las rejas, una convocatoria para reunir a representantes del Ayuntamiento y de los monjes y una tasación sobre el valor de la piedra de la gradería del monumento (450 reales), que firma Simón de Barroeta. Sin duda los acontecimientos políticos frenaron la iniciativa, porque hasta 1826 no se relanza la idea.
El 28 de mayo, fray Emeterio de Lara, Abad del Monasterio, solicita la devolución de los restos en un documento de bella redacción: tras señalar que el Monasterio en general, y la capilla de San Sisebuto en particular, están reconstruidos, que en dicha capilla reposan las hijas del Cid y sus más señalados caballeros, que su derecho se basa en la última voluntad del héroe, el Abad de Cardeña
«no puede omitir que el zelo piadoso de VV.SS. y el honor del Monasterio que representa, se ven en compromiso si por más tiempo se difiriesen hacer desaparecer los funestos efectos de una guerra desoladora e inicua en que la licencia despótica colocó a estilo gentilicio al más famoso y catholico guerrero. Una providencia especial del cielo habra sin duda reservado a la religiosidad que caracteriza a VV.SS. La dicha de ser los autores de esta traxlacion fundada en usticia que volvera a colocar al que fuera terror y espanto de la Morisma, y su religiosa muger, en el sitio sagrado que merecen su brazo fuerte y su zelo ardiente por la Religión».
El Ayuntamiento de Abastos de 8 de agosto de 1826 da la conformidad para entregar al Abad, que dejará los correspondientes recibos, los restos del Cid y de su esposa, toda la piedra del panteón y la reja que le circunda,
«advirtiendo que ésta la entrega el Ayuntamiento graciosamente y hace donación de ella en obsequio de tan benemerito heroe».
El 18 de julio de 1826 se desmonta el panteón y la caja de madera es llevada a las Casas Consistoriales, donde se abre en presencia del Corregidor, representantes del Ayuntamiento y de los monjes de Cardeña y diversos testigos. El acta de exhumación da fe del contenido, que corresponde exactamente a lo descrito en el acta de 19 de abril de 1809, cuando se procedió a su cierre. La novedad está en que, por primera vez, se enumeran los restos. Don Cipriano López y Don Pablo Pastor, cirujanos, identifican los restos como humanos:
«los huesos de las extremidades superiores e inferiores, vertebras y costillas estaban íntegros y completos, las escápulas y huesos innominados o de las caderas, estaban divididos en varias porciones; faltando algunos huesecillos del carpo, metacarpo, tarso, metatarso y algunas falanges de los dedos».
Los huesos fueron separados en dos cajas, que, tras ser cerradas, se depositaron en la Capilla de las Casas Consistoriales.
El 30 de julio las cajas abiertas fueron expuestas al público en la Sala Principal. Una vez cerradas y puesto el sello del Monasterio, son transportadas con todos los honores, bajo escolta militar, hasta los límites de la ciudad, donde se ratifica la entrega a los monjes y se firman las actas correspondientes. Mientras la comitiva oficial retorna a Burgos, los restos del Cid vuelven a Cardeña.
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Dos hechos fundamentales influirán en el siguiente traslado: la desamortización vuelve a despoblar el Monasterio y el triunfo progresista de Espartero en 1840 desata un sentimiento antirreligioso que explica la carta que un centenar de ciudadanos dirigen el 30 de septiembre al Presidente de la Junta Provisional de Gobierno, solicitando que se traigan a Burgos los restos del Cid y su esposa, abandonados en el desierto Monasterio, adonde los devolvió "la bandalica reaccion". La Junta da el visto bueno el 1 de octubre y el Ayuntamiento el 3 de octubre. Pero su situación económica es tan apurada que, antes de tomar decisión alguna, solicita un informe sobre la viabilidad de desmontar y transportar el sepulcro desde Cardeña y de lo que esto costaría. En el caso de que no sea factible, sugiere buscar otro sepulcro en algún convento abandonado y reacondicionarlo. En cualquier caso, los restos serían depositados en la Cartuja hasta la construcción en Burgos de un panteón adecuado.
El alarife Francisco de Angoitia informa favorablemente sobre la posibilidad del traslado y presupuesta unos gastos de 15.405 reales, cantidad que el Ayuntamiento reconoce no poder asumir. Las peticiones de ayuda a la Junta y a la Diputación no debieron servir de mucho y el proceso se paraliza.
El 31 de mayo de 1842 el Gobierno Superior Político de Burgos conmina al Ayuntamiento para que tome cartas en el asunto ante el riesgo inminente de destrucción y desaparición de "las cenizas de un personaje cuyas luchas históricas son la admiración de naturales y extrangeros". Ante la gravedad de los hechos, los Procuradores Síndicos proponen que los restos sean traídos a las Casas Consistoriales y custodiados en su Capilla hasta que se construya el monumento previsto.
El 19 de junio de 1842, y en presencia de las autoridades civiles y militares, se procede en Cardeña a la apertura de los sepulcros, que, aparentemente, no han sido tocados desde 1826. El cirujano titular, Don Cipriano López, va extrayendo y mostrando al público los "fémures, tibias, peronees, cubitos, radios, caderas, calaveras, claviculas, omoplatos, esternones, costillas y columnas vertebrales".
En el nicho correspondiente a los huesos del Cid aparece "una botella de vidrio negra y muy fuerte, de la hechura de las que se hacen para la cerveza de cabida como de cuartillo y medio, bien tapada" en la que hay, según afirma el ex-Abad Don Emeterio Lara, algunas esquirlas de hueso desprendidas en el anterior traslado. Se hace notar la falta de los mismos huesos que se citan en 1826 (Acta de la traslación de los huesos de Don Rodrigo Diaz de Vivar, llamado el Cid y su esposa Doña Gimena, desde el Monasterio de Cardeña a esta ciudad de Burgos, el día 19 de junio de 1842).
Tras la misa y demás ceremonias, los huesos se colocan en dos cajones y, sobre un carro fúnebre escoltado por diversas unidades militares, y en medio de gran pompa y solemnidad, son trasladados a Burgos, donde se les recibe con honores de Capitán General, salvas de artillería y repique de campanas. Tras ser expuestos al homenaje popular en la Capilla de las Casas Consistoriales, quedan en dicha capilla, encerrados bajo dos llaves, una de las cuales guarda el Jefe Político y otra el Alcalde. Allí esperarán la construcción del Panteón.
El pronunciamiento de Narváez y la precipitada salida de Espartero hacen que el 21 de junio de 1843 el asustado Jefe Político de Burgos decida entregar a la corporación municipal la llave que custodia. El Ayuntamiento, reunido en pleno, decide, ante el riesgo de incidentes, trasladar la caja con los restos del Cid y su esposa al archivo, que dispone de una fuerte puerta de hierro (Acta de la debolucion de la llave de la capilla de la Casa Consistorial hecha por el Sr. Gefe Político. 21 de junio de 1843).
Normalizada la situación, son devueltos a la capilla el 3 de diciembre. Por encargo del Ayuntamiento se ha construido una urna, obra de Gregario Moneo, dentro de la cual el cirujano Don Cipriano López va colocando, después de reconocerlos, los huesos del Cid y de Doña Jimena en dos compartimientos diferentes. Tras la firma del acta correspondiente, la urna queda en la Capilla de las Casas Consistoriales (Acta de colocación de los huesos del Cid y Dña. Gimena su esposa en la urna construida al efecto, de orden del Excmo. Ayuntamiento y colocada en la Capilla de la Casa Consistorial. 2 de diciembre de 1843).
Aunque no llegó a producirse, en 1869 el Cid y Doña Jimena estuvieron a punto de iniciar un viaje más largo. El 31 de mayo de dicho año Ruiz Zorrilla decide llevar a efecto una ley de 6 de noviembre de 1837 por la cual las Cortes disponían que en San Francisco el Grande de Madrid se estableciera un Panteón Nacional, al que se habrían de trasladar los restos de los españoles ilustres, entre ellos los del Cid.
En Burgos, el Ayuntamiento recibe del Gobernador la orden de preparar inmediatamente el traslado el día 1 de junio. El mismo día 1 se reúne el Pleno Extraordinario que se niega en redondo a dicho traslado. La actividad se hace frenética; se remiten cartas a los procuradores burgaleses en Madrid: Cirilo Álvarez, el conde de Encinas, Fermín Lasala, Telesforo Montejo, Eusebio Salazar, etc., pidiendo su intervención ante el ministro. El día 2 se reúne un nuevo Pleno Extraordinario que mantiene con firmeza su postura ante un nuevo telegrama del Gobernador. El día 3 las cosas comienzan a tranquilizarse y una carta de Pedro González Marrón, fechada el 4, en la que comunica su entrevista con Sagasta y Ruiz Zorrilla trae definitivamente la calma al Ayuntamiento. El Cid se queda donde está.
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En enero de 1883 tiene lugar en Madrid un acontecimiento singular: en presencia de las infantas Doña María Isabel, Doña María de la Paz y Doña María Eulalia, de los infantes Don Antonio María de Orleans y Don Luis Fernando de Baviera, de Don Práxedes Mateo Sagasta, de Don Antonio de Aguilar y Correa, ministro de Estado, de Don José Osorio y Silva, Mayordomo Mayor de S. M., de los senadores y diputados de la provincia de Burgos y de otras muchas personalidades, se restituyen a España los huesos del Cid y de Doña Jimena que fueron sustraídos del Monasterio de San Pedro de Cardeña en 1808 por el príncipe Salm Dyck, el conde de Girardin y el caballero Delamardelle. Según la documentación que se adjunta al proceso, dichos huesos fueron donados, en 1857, por el príncipe de Salm Dyck al príncipe Carlos Antonio de Hohenzollern, que los depositó y custodió en su museo de Sigmaringen.
Por una afortunada casualidad, Don Francisco María Tubino, comisario de España en la Exposición de Bellas Artes de Viena, tuvo conocimiento de la existencia de estos huesos, y, gracias a los buenos oficios del doctor Guillermo Lauser, pudo visitar el museo, comprobar, guiado por el director del mismo, Sr. Letmer, la real existencia de los restos, proceder a su análisis, efectuado por el doctor Koch, y reunir los suficientes datos como para iniciar una serie de actuaciones que llevaran a la donación por parte del príncipe Carlos de Hohenzollern de los huesos al rey de España. Tanto el acta de 10 de abril de 1811, firmada por el príncipe Salm Dyck y sus compañeros, como el documento de reconocimiento de los restos que firman el 24 de abril de 1882 en el museo de Sigmaringen el Sr. Tubino, el Sr. Lehner, el doctor Kock y el doctor Lauser no hacen sino incrementar las contradicciones entre los distintos documentos.
Así, en el acta de 1811 se enumeran los siguientes huesos: del sepulcro del Cid, el hueso de la mandíbula inferior, con sus dientes; un fragmento del cráneo del lado de la oreja y otro que formaba el occiput, demás de otros pedazos de cráneo. Del de Jimena, el esternón y los dos fémures. El Sr. Delamardelle se queda con la parte del occiput y un fémur de Jimena; el resto, el príncipe de Salm Dyck.
En el documento de 1882 los huesos que están en la urna son los siguientes: un pedazo de la mandíbula inferior, con tres molares, un fragmento de parietal, un fragmento del occiput, que el doctor Kock atribuye a una mujer por ser el tejido más delicado, una vértebra lumbar, un esternón y un fémur del lado derecho, perteneciente al individuo a quien correspondía la mandíbula.
Para nada concuerdan estos datos con las actas de 18 de julio de 1826 y de 19 de junio de 1842, en las cuales el cirujano Don Cipriano López certifica la integridad de los huesos de las extremidades y sólo hace referencia a la pérdida de huesos pequeños: metacarpianos, falanges, etc. Como se verá más adelante, todavía en 1930 siguen apareciendo huesos del Cid, aumentando, si cabe, la confusión (Acta de la entrega a S. M. el rey de parte de los restos mortales del Cid y de Doña Jimena. Madrid 28 de enero de 1883).
Una vez en Madrid, el rey dispone su entrega a las autoridades burgalesas, para unir estos restos a los que se custodian en Burgos. Tras una larga preparación a lo largo del mes de febrero, y cuando ceremonias y protocolo están perfectamente ajustados, el alcalde y una representación de concejales se desplazan a Madrid para hacerse cargo de la urna con los huesos. La entrega se efectúa el 3 de marzo (Acta de entrega al alcalde de Burgos de los huesos del Cid y Doña Gimena).
El 6 de marzo llega la comitiva a Burgos y en una espectacular ceremonia, con masiva participación de gremios y asociaciones, se traslada desde la estación de ferrocarril a las Casas Consistoriales, donde se depositan los restos junto a los que allí se conservan.
Durante los 40 años siguientes sólo hay pequeñas "molestias". En junio de 1891 los restos que estaban en la botella de cerveza se colocan, dentro de la urna, en una caja de cristal. En 1893, a instancias del conde de Berberana, se asegura la tapa de cristal con tres llaves que custodiarán tres personas distintas. El mismo año se propone la sustitución de la urna. Se encarga su proyecto a Saturnino López, pero no hay evidencia de su ejecución.
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El último capítulo de la historia parece cerrarse el 21 de julio de 1921, cuando, con asistencia del rey Alfonso XIII, los restos del Cid y su esposa son trasladados desde la Sala de Jueces del Ayuntamiento, donde han estado custodiados por soldados del Regimiento de Lealtad, hasta el crucero de la catedral. Allí, a ras de suelo, según la más antigua tradición, es depositado el sarcófago, junto a una copia del acta de traslado e inhumación. Todos los lugares vinculados a la historia del Cid han enviado su representación, sea el arzobispo de Valencia, el duque del Infantado, también conde del Cid, o los alcaldes de Vivar, Cardeña o Burgos. Una gigantesca losa de mármol cierra la cripta. En ella, grabados en latín, los nombres de Rodrigo Díaz de Vivar y de su esposa Jimena. Y unos versos del poema, elegidos por Menéndez Pidal:
a todos alcança onrra
por el que en buen ora nació.
Es el final de un proceso iniciado el 25 de septiembre de 1920, cuando la Comisión de Propaganda para el VII Centenario de la Catedral presenta un detallado programa de los festejos religiosos y hace alusión, por primera vez, al traslado de los restos depositados en las Casas Consistoriales.
Bajo la presidencia del Excmo. e Ilmo. Sr. Dr. Don Juan Benlloch y Vivó, arzobispo de Burgos y la vicepresidencia del Sr. Alcalde, Don Ricardo Diaz-Oyuelos Conde, se crea una Comisión del Monumento al Cid y traslación de sus restos.
El día 9 de febrero de 1921, ante el pleno extraordinario del Ayuntamiento burgalés, el arzobispo, en un florido discurso, solicita de la Corporación el permiso para enterrar en la Catedral los huesos del Cid y Doña Jimena.
En sesión extraordinaria de 19 de Febrero, el Sr. Alcalde reitera la petición formal ante los capitulares. Su discurso es un resumen de los diferentes traslados y un encendido elogio de la Catedral como nueva sepultura del héroe, y del arzobispo valenciano, a quien considera el eslabón que une las dos tierras más significadas en la vida del Cid: Burgos y Valencia. La proposición es aprobada con el voto en contra de los Srs. Palacios y Navarro, que argumentan la necesidad de guardar los restos hasta que se construya un monumento para su definitiva custodia, tal como dispusieron Ayuntamientos anteriores.
El certificado firmado por los doctores Don Mariano Páramo Alonso y Don Pedro Rojas Arija, médicos de la Beneficencia Municipal de Burgos, convocados para el reconocimiento de los restos, no se parece a las detalladas actas de 1826 ó 1842. Según los doctores, en la caja, dividida en dos compartimentos, «se aprecia a simple vista la existencia de huesos humanos, de color pardo oscuro y de persona adulta: examinados, se vé que faltan algunos, que la mayoría están incompletos, rotos, abundando los fragmentos, esquirlas y polvo de los mismos. Por la longitud de uno de los fémures, de los correspondientes al CID, se deduce positivamente, que la talla de este, no fue inferior á 1,700 mm; y por el tamaño de una de sus clavículas, se puede sospechar que era de gran amplitud su caja torácica. De lo que antecede deducimos que los restos examinados corresponden a dos esqueletos humanos de adultos, ... , que pertenecieron unos a varón y otros a hembra».
¿Cómo explicar las discrepancias entre lo que describe Don Cipriano López en 1842 o los restos certificados en el documento de 1882 y el ruinoso estado de los que da fe el acta de los doctores Páramo y Rojas? ¿Las condiciones de conservación en la capilla de las Casa Consistoriales eran peores que en los sepulcros del monasterio de San Pedro de Cardeña donde los huesos permanecieron más de ochocientos años?
Si se toma en consideración tanto a Berganza como al contenido de las actas de exhumación del siglo XIX, los huesos del Cid y de su esposa, salvo la desaparición de algunos de pequeño tamaño, presentan un buen estado de conservación. Bastan 79 años de permanencia en su urna del Ayuntamiento para que aparezcan fragmentados, rotos, reducidos a esquirlas y polvo, amén de la desaparición de parte de ellos.
Pero todavía habrá más capítulos, y más contradicciones, en esta sorprendente historia.
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El descanso eterno de los huesos del Cid vuelve a interrumpirse cuando, en agosto de 1929, de forma sorprendente, aparece otro hueso, el radio del brazo izquierdo, que ha vivido su particular aventura. La historia está plagada de contradicciones, pero fue dada por buena por las autoridades de la época, tanto el arzobispo Don Manuel de Castro, como el alcalde y cronista de la ciudad, Don Eloy García de Quevedo o el Gobernador Civil Don Antonio Callejo Sáez, entre otros.
Los hechos vienen a ser los siguientes: en agosto de 1929 Don Pedro Sangro y Ros de Olano, marqués de Guad el Jelú, ministro de Trabajo, visita Burgos en viaje oficial. Allí comenta al alcalde, Don Eloy García de Quevedo, que posee un hueso del Cid y que es su intención donarlo al Ayuntamiento de Burgos. En su poder obran una serie de cartas que parecen confirmar la autenticidad de dicho hueso.
Según el ministro, su abuelo, Don Antonio Ros de Olano, primer marqués de Guad el Jelú y Capitán General en Burgos, recibió de Francisco del Busto el hueso del Cid, según carta de éste último de 30 de noviembre de 1848, hueso que del Busto había pedido al cirujano Don Cipriano López, quien, según se asegura en la carta, lo había sustraído cuando los restos del Cid fueron trasladados desde Cardeña por orden del general Thiebault.
Estos datos también contradicen documentos anteriores. Por un lado, para nada se menciona al cirujano Don Cipriano López en las actas de 1809, de lo que se puede deducir su dificultad, si estuvo presente, para acercarse a los restos de Cid que con tanto esmero parece que cuidó el general francés. Por otro lado, todo parece contradecir las actas de los traslados de 1826 y de 1842, actas en las que el propio Cipriano López enumera, e incluso muestra al público, los huesos del Cid y de Doña Jimena. En las actas se hace mención a la falta de huesos pequeños, del carpo, metacarpo, tarso, metatarso y falanges, pero se afirma la integridad de los huesos de las extremidades. Incluso se citan, en el acta de 1842, de manera puntual y específica: húmeros, cúbitos, radios, etc. Parece de sentido común que la ausencia de un radio habría sido notada y señalada en el documento. Se repite la historia de los huesos de Sigmaringen.
El 30 de diciembre de 1930 el Consistorio burgalés recibe, en solemne ceremonia, el hueso, la carta de donación y las cartas que parecen concederle autenticidad. Tras una misa oficiada en la Capilla del Consistorio por el arzobispo, éste deposita hueso y documentos en una arqueta, obra de Don Saturnino Calvo, sujeta a la pared de la Capilla en el lado de la Epístola, ante la imposibilidad de reunirle con los restantes huesos en el crucero de la catedral.
Todavía sufrirá un, por el momento, último traslado, pues en la actualidad el hueso está depositado en la Sala de Paridad del Arco de Santa María.

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