“El Cid y Cardeña.
La «santificación» de una figura
y la posesión del «cuerpo santo»”
René Jesús Payo Herranz
Cuadernos
del CEMYR, 14, diciembre
2006
Doña Jimena abandonó la
capital del Turia, incendiándola y desenterrando los restos de su esposo para
trasladarlos a Castilla, a Burgos. En el viaje tendría tiempo para pensar el
lugar donde podían reposar para la eternidad ya que el Campeador nada había
previsto, al parecer, al respecto. ¿Por qué no en el gran monasterio de San
Pedro de Cardeña, que era el único gran cenobio cercano a Burgos y a su solar
natal?
***
La Leyenda de Cardeña fue una de las bases más sólidas sobre las
cuales se construyó el mito cidiano. Se fue configurando en los momentos de la
plena Edad Media —hasta quedar perfectamente definido en el siglo XIII— como un
acto de autodefensa de la comunidad religiosa que quiso vincularse a la figura
emergente, desde el punto de vista de la fama, del Campeador. En ella, por lo
tanto, se hacía un especial hincapié en la unión entre don Rodrigo y la casa
monástica. Pero ¿qué hubo de realidad en estos vínculos? Las relaciones
documentadas entre el Cid y la abadía apenas si habían existido a lo largo de
su vida. No hay datos que nos ratifiquen la idea, universalmente extendida, del
amor del Cid hacia Cardeña. Antes de su inhumación, sólo tenemos una noticia
que lo vincula al cenobio. En 1073, quizá por mandato regio, intervino en
dirimir un problema de pastos entre esta casa y los infanzones del valle de
Orbaneja. Su entierro en ese lugar fue fruto más de la premura, de una decisión
no excesivamente premeditada, que el desenlace final y lógico a una larga
trayectoria de vínculos y relaciones. No fue este centro monástico el
beneficiario de generosas donaciones cidianas, al menos antes de su
enterramiento.
Estas dádivas debieron llegar,
en dinero más que en tierras de las cuales la familia del Cid no debía ser una
gran poseedora, tras su muerte. No hay documentación que atestigüe tales
legados solares. Doña Jimena llegaría a Burgos con una notable fortuna
pecuniaria y parte de ella pudo emplearse en la compra del lugar de sepultura y
de los auxilios espirituales.
¿Qué hay, por lo tanto, de
verdadero, en la clásica y asumida historia del cenobio como protector del Cid
y de su familia ante los atropellos regios? Es impensable —teniendo en cuenta
las buenas relaciones de esta casa con el rey Alfonso VI— la tradicional
historia de que el Campeador y su familia fueron auxiliados por los monjes en
los inicios de su destierro. No parece posible que la comunidad hubiera
desobedecido al soberano. Esta tradición forma parte de una leyenda interesada
y fomentada por los monjes en un intento de apropiarse de la figura del Cid en
unos momentos de declive.
Las estrechas y armoniosas relaciones
de Cardeña con la corona se quebraron en 1142. En esa fecha, Alfonso VII donó
el monasterio a los cluniacenses. El abad, Martín I, desde su exilio, consiguió
que el papa revocara la cesión. Los monjes, por orden de Eugenio III, volvieron
a su cenobio, pero se iniciaron una serie de tensiones con la corona y la
comunidad trató de mostrar su independencia con respecto al poder real. Es,
probablemente, en esos momentos cuando comenzó a tejerse esa Leyenda de Cardeña en la que Rodrigo
aparece como aliado de la casa monástica, mostrándose ésta junto al héroe como
detractora de las arbitrariedades regias. Se inicia aquí el proceso de
identificación estrechísima y potente de Cardeña con el Cid que se mantendrá a
lo largo de toda la historia. No fue el infanzón de Vivar quien se identificó
con el cenobio sino éste con el Campeador muchos años más tarde de su muerte.
La Leyenda de Cardeña se consolidó como un acto interesado en un
momento de crisis, el siglo XIII, tras la frustrada cesión a Cluny y en unos instantes
en que estaban surgiendo nuevas y potentes formas de vida religiosa ligadas al
mundo de los mendicantes que desplazaban al monacato antiguo. Era, por ello,
necesario reafirmarse. Los monjes de Cardeña emplearon el Cantar y otras
fuentes para recrear su propia historia, en la que se insertaron, sin reparos,
escenas y episodios tendentes a configurar la imagen de un asombroso guerrero,
virtuoso, invencible, miles Christi,
en los límites de la santidad y una de cuyas principales preocupaciones había sido
el monasterio que no le habría fallado en tiempos de necesidad. Por otra parte,
la abadía también trataba de mostrar públicamente un añorado estado idílico de
relaciones perfectas entre el clero monástico y la alta nobleza en el siglo XI,
en contraposición a una época, el siglo XIII, en que los antiguos benefactores
nobles no sólo dirigían sus desvelos caritativos hacia nuevas formas de vida
religiosa, sino que también se habían convertido, en muchos casos, en atacantes
de los privilegios territoriales y jurisdiccionales de los viejos centros
cenobíticos.
A esta exaltación cidiana
contribuyó el propio rey Alfonso X que, en 1272, se acercó al monasterio y
quedó impregnado del aura que emanaba de la figura del Campeador. Ordenó la
traslación de sus restos al presbiterio, a un lugar nobilísimo, que pronto
pasaría a entenderse como el lugar originario de su enterramiento.
En el sepulcro se grabó la
siguiente inscripción de claras resonancias clásicas: Belliger invictus famosus Marte triumphis clauditur hoc tumulo magnis
Didaci Rodericus Era MCXXXVII.
Hasta entonces debía haber
estado enterrado en un lugar secundario, quizá en el atrio. Por otro lado, sin
demasiada criba, la Leyenda de Cardeña
pasó a incorporarse, en gran medida, a la Primera
Crónica General con lo que se consagraron, oficialmente, muchos de los
acontecimientos fantásticos del Campeador. Pero la actuación del rey sabio no
fue fruto de un mero deslumbramiento por la figura de don Rodrigo. Con ello
también estaba mostrando un modelo de lealtad y valor incluso en momentos de
dificultad.
En gran medida, la Leyenda de Cardeña no tuvo todos los
efectos esperados y los monjes vivieron sumidos en un notable estado de
postración material, intelectual e incluso religiosa, hasta mediados del siglo
XV. En esa fecha, con el apoyo de la corona, iniciaron un proceso de
reconstrucción de la abadía, levantando una gigantesca iglesia gótica, trazada
por Juan de Colonia, que sustituyó a la vieja basílica románica, que se
convirtió en el signo optimista de cómo quería encararse el futuro.
Los restos del Cid y de su
esposa pasaron a ocupar un lugar privilegiado en el nuevo presbiterio, en el
centro del templo.
En estos años, se produjo una
nueva revitalización de la figura del Campeador. A finales del XV se publicó en
Sevilla la Crónica del Cid y en 1512,
a expensas de la abadía se editó en Burgos en las prensas de Fadrique de
Basilea. En los frontispicios grabados de ambas ediciones aparecen explícitas
las relaciones del Cid con el monasterio. En la primera, el caballero es
representado saliendo del cenobio hacia el destierro. En la puerta, un monje,
quizá el abad San Sisebuto, contempla su partida. En la segunda, le encontramos
en una batalla justamente por debajo de las armas monasteriales. Ambos grabados
muestran la identificación evidente que en torno a 1500 se hacía entre el Cid y
Cardeña.
Pero el Cid, en el otoño de la
Edad Media y en los albores de la modernidad, había comenzado a dejar de ser un
patrimonio exclusivo de Cardeña. Incluso la comunidad monástica tuvo que dar
cuenta, en alguna ocasión, de las actuaciones que trató de llevar a cabo en
relación con el héroe. En 1541 se intentó verificar la traslación de los restos
del caballero a uno de los laterales del presbiterio, quizá por razones
litúrgicas.
La ciudad de Burgos —que había emprendido también un notable
proceso de identificación con su figura— y el Condestable manifestaron
públicamente su disgusto e, incluso, se dirigieron al emperador pidiendo que se
restituyeran los restos al centro de la iglesia por considerar indecoroso el
nuevo enterramiento. Don Carlos ordenó que así se hiciera.
En la cédula del emperador se
señalaba que uno de los personajes más gloriosos de España había sido el Cid y
que su fama hacía que gentes de todos los países acudieran al cenobio para
rendirle homenaje. Teniéndose noticia de que se había trasladado su sepultura
desde el centro del presbiterio hasta uno de los laterales de la capilla mayor,
se ordenaba que sus restos volvieran a colocarse en el lugar primitivo.
Este hecho fue, sin duda, un
aldabonazo en la mente de los monjes. La abadía se ratificó en la idea de que
la figura de don Rodrigo era en uno de sus principales activos. En este
sentido, la reacción fue rápida. Si el Regimiento de la Ciudad trataba de
apropiarse del Campeador desde una perspectiva civil —identificando las
virtudes laicas del mismo con las de la urbe—, el monasterio procuraba exaltar,
hasta el extremo, sus virtudes cristianas, aspecto éste que sí que podían
patrimonializar los religiosos de forma exclusiva.
Sobre el Cid gravitó siempre
la idea de su santidad. Recordemos que la posesión de cuerpos santos era un
patrimonio que se explotaba activamente por aquellos centros religiosos que
tenían la fortuna de contar con ellos. El cenobio burgense poseía tres grandes
conjuntos de reliquias: las de los Mártires de Cardeña, las del abad san
Sisebuto y los huesos de este caballero. Estos restos garantizaban, en gran
medida, la pervivencia del monasterio.
De todos estos personajes, con
visos de santidad, el más famoso, tanto en España como en el extranjero, era el
Cid. Sin embargo, era también el que más dificultades podía tener a priori en
un proceso de canonización. Aunque en la tradición bajomedieval y en el
ambiente cardeñense se le consideraba como santo, faltaba el espaldarazo
definitivo que lo elevara a los altares.
En 1541, cuando se produjo el
traslado de los restos del Cid, el abad fray Lope de Frías se refirió a su
figura como la de un santo y al aludir a sus despojos mortales habló de ellos
como «cuerpo santo», lo que prueba que se le tenía en tal consideración. Las
bases sobre las que se cimentaba esta convicción eran múltiples y estaban
ligadas a los hechos en los que aparece envuelta su vida, donde no faltan
apariciones de santos a don Rodrigo, o a los prodigios que obró después de
muerto, algunos en relación directa con sus restos mortales.
No debe extrañarnos que la
comunidad tratara de conseguirlo con todas sus fuerzas. Si se lograba tal
reconocimiento oficial la abadía quedaría reforzada. En este sentido, se contó
con el beneplácito e incondicional ayuda del rey Felipe II, que manifestó
siempre una gran admiración por el Cid. Se encargaron las diligencias, en la
Curia Romana, a don Diego Hurtado de Mendoza, aunque el proceso quedó
paralizado.
No sabemos exactamente cuáles
fueron las dificultades que tuvo en Roma el proceso de canonización. Sin duda,
en los ambientes contrarreformistas del momento ya no cuadraba tanto la figura
del santo guerrero como en la Edad Media. Más suerte tuvieron los Mártires de
Cardeña. En un contexto, como el de los años de la segunda mitad del siglo XVI
y del siglo XVII, en el que volvía a valorarse el martirio de una manera muy
notable, se autorizó, el 11 de enero de 1603, canónicamente su culto en el
Arzobispado de Burgos.
Estas dificultades no fueron,
empero, un obstáculo para que los monjes se lanzaran a mostrar a don Rodrigo
elevado al rango de la santidad.
La primera vez, en el siglo
XVI, en la que tenemos constancia del uso de la imagen del Cid por parte de la
comunidad de Cardeña, como santo o al mismo nivel que los santos, la tenemos en
la sillería de San Benito de Valladolid.
Ejecutada, a partir de 1525,
por Andrés de Nájera, como lugar en el que se reunían los abades de la
congregación vallisoletana, cada monasterio pagó la silla alta, destinada al
abad y la baja que sería ocupada por su acompañante. En los respaldos de las
sillas altas, figuran los relieves de los patronos de los distintos cenobios.
Curiosamente, en la de Cardeña, encontramos al Cid compartiendo protagonismo
con una auténtica corte celeste. Esta actuación suponía la aceptación, al menos
de facto, de la santidad del Cid entre los miembros de la Congregación.
Hacia 1570, coincidiendo con
esta efervescencia santificadora, se culminó la fachada de la iglesia que había
comenzado a construirse a mediados del siglo XV. En la zona baja de la portada
gótica, solamente aparece un escudo del Cid sirviendo como peana a la imagen de
san Pablo, que junto a la de san Pedro, ubicado sobre el escudo de Cardeña, y
la del abad Pedro del Burgo, sobre un escudo regio, ocupa el tímpano apuntado.
Sin embargo, en el remate del pleno siglo XVI hallamos la representación
triunfante de don Rodrigo, como auténtico santo. Ni siquiera los reyes
fundadores de lugares sacros habían tenido la osadía de colocarse en un
emplazamiento tan honroso. El lugar de honor de la fachada —que hubiera tenido
que estar presidido por el príncipe de los apóstoles, titular del monasterio,
por san Benito, fundador de la orden o por san Sisebuto— está ocupado por el
Cid, que aparece como el verdadero «patrono» del lugar. Aquí queda ligado a los
personajes relacionados con los orígenes y refundación del cenobio como
Teodorico y García Fernández y Alfonso III y doña Sancha, pero en un lugar
preeminente, eclipsando la condición real de algunos de ellos. La efigie del
Cid está también visualmente más destacada que la de san Benito, san Pedro y
san Pablo, que se encuentran, discretamente, culminando la espadaña.
Todos estos años y los
siguientes fueron momentos de consolidación de la fama del Campeador.
Primera hazaña del Cid, Juan Vicente Cots |
Las
reediciones de la Crónica Particular del
Cid, en 1552 y 1593, y la publicación de las Mocedades de Guillén de Castro en 1618 —que lanzó al mundo del
teatro su figura proyectándola en el extranjero— reafirmaron la presencia del
héroe en la cultura e imaginación colectiva españolas, lo que convenía
plenamente a los intereses de Cardeña. Prueba de la alta consideración general
al personaje la tenemos en el hecho de que el propio Carlos II, según la tradición,
en su visita al monasterio pronunció las siguientes palabras: no reinó pero hizo reyes.
Primera hazaña del Cid, Evaristo Barrio |
Sin embargo —y a pesar del
elevado concepto que se tuvo del Cid y su vida— no faltaron tampoco, en estos
momentos, sobre todo desde fines del siglo XVI, las críticas a las
desfiguraciones que en torno a su persona habían surgido secularmente, en un
evidente intento de «racionalizar» y dimensionar al personaje.
La comunidad de Cardeña no
podía dejar de dar una respuesta a este intento de una parte de la erudición de
ubicar la figura en su real dimensión separándola de toda la ganga de fantasía
que la rodeaba. Esta reacción se materializó con la publicación, en 1719, de
una gran historia del cenobio, titulada Antigüedades
de España, escrita por fray Francisco de Berganza, en la que la historia
del Cid tenía un papel fundamental, apareciendo revestida de todos los ribetes
legendarios, idealizadores y de santidad.
Tumba de Babieca |
Este esfuerzo notable del erudito
coincidió con un momento de reafirmación cardeñense y de ampliación significativa
del monasterio, que quedó duplicado en su tamaño. En esta reforma no faltaron
los elementos que trataron de significar Cardeña como un centro esencialmente
cidiano, volviendo a mostrar a don Rodrigo como santo. Así, hacia 1739, se
remató la nueva fachada con una gran imagen del Cid en la que éste toma
prestada la iconografía de Santiago Matamoros. Aparece elevado a la categoría
de máximo miles Christi y con la
inscripción Per me reges regnant.
Esta cita latina aparece
extraída del Capítulo 8 del Libro de los
Proverbios, aunque aquí la frase no se refiere a la Divinidad o a la
Sabiduría Divina, sino a la figura del Cid, que con sus actuaciones bélicas fue
capaz de mantener tronos. Esta habilidad del Cid se evidencia en que en su
capilla funeraria, construida en 1734, aparecen personajes reales en lugares
menos destacados.
En este sentido, su actividad
como defensor de la Cristiandad, luchando contra los moros se veía como claro
elemento constitutivo de santidad. Así debe entenderse en un contexto en que,
desde la Edad Media, se hizo partícipes a muchos santos —no sólo a Santiago— en
intervenciones militares prodigiosas a favor de los cristianos en lucha con los
musulmanes. Ya antes, en el siglo XVII, Fernán González había sido presentado
así en San Pedro de Arlanza, inspirándose no sólo en Santiago sino en otros
santos-religiosos ecuestres como san Millán e incluso san Isidoro.
Esta «santificación»
dieciochesca de la figura del Cid, evidenciada en el exterior de la iglesia,
coincidió con un proceso de traslación de sus restos y los de los suyos, que se
hallaban distribuidos por distintas zonas del templo, a una capilla que se
edificó al mismo nivel que la de los Mártires.
La capilla fue construida en
1734, siguiéndose las trazas de Francisco Baztigueta. Se aprovechó el viejo
sepulcro de mediados del siglo XVI, que fue desmontando y colocado en el centro
de este espacio alargado de cabecera semicircular. La vieja inscripción del
siglo XIII fue reaprovechada en la nueva tumba del Renacimiento y en su reubicación
barroca.
Las transformaciones en el
presbiterio y la construcción del baldaquino y del nuevo retablo mayor hicieron
necesario el acondicionamiento de un nuevo lugar de descanso eterno. La
comunidad no podía caer en el mismo error de 1541 —que aún debía estar presente
en la memoria histórica— y enfrentarse a una crítica generalizada. Por ello,
trató de que el nuevo espacio adquiriera un tono de grandeza y solemnidad que
no fuera susceptible de ningún reproche.
Esta notable actuación del cenobio, en
el siglo XVIII, trató de volver a ubicar al monasterio en una situación
predominante en Burgos en unos momentos en que, a pesar de los esfuerzos,
tampoco soplaban buenos vientos para las viejas comunidades monásticas.
La capilla está llena de
inscripciones alegóricas.
En la entrada se puede leer el
título completo de la misma: Capilla de
los Reyes, Condes e Ilustres Varones.
Otra extraída del Libro de las Lamentaciones señala lo
siguiente: Filii Sion incliti reputati
sunt in vasa testea. Hace alusión a que hasta los hombres que más gloria
han conseguido para su pueblo están sometidos a la destrucción final de la
muerte.
En el interior, en el sepulcro
aparece la inscripción, realizada probablemente en la época de Alfonso X el
Sabio, en la que se compara al Cid con Marte. Un hiperbólico texto latino que
dice: Quantum Roma potens bellicis
extollitur actis/ vivat Arthurus fit quanta gloria britannis/Nobilis e Carolo
quantum gaudet Francia Magno/ tantum Iberia duris Cid invictus claret. De
esta manera se ponía al Cid al mismo nivel de los héroes romanos, del rey
Arturo y de Carlomagno.
Otros textos en castellano
citan la traslación de los restos en 1736 a esta capilla, su salida en 1809
hacia Burgos y su regreso al cenobio en 1826.
En las paredes de la capilla
también hallamos otras referencias claramente significativas.
Encima de la portada de
acceso, en el interior de la capilla y sustentada por leones leemos un texto
extraído del Libro de Samuel que
dice: Quomodo ceciderunt robusti et
perierunt arma bellica, reconociendo que la muerte llega también a los
valerosos guerreros.
Una grandilocuente frase
corrida, a lo largo del friso, dice:
Gaude Felix Hispania/ laetereque semper quia/ tottalesque/ meruisti penates/
habere: sunt/ enim reges/ ilustrissimi/ genere et/ comites nobilissimi/ atque
fortisssimi/ quorum corpora/ in praesenti/ capella/ requiescunt/ ab annno/
domini MDCCXXXV.
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