sábado, 9 de mayo de 2015

SAN PEDRO DE CARDEÑA (II)



“El Cid y Cardeña.
La «santificación» de una figura
y la posesión del «cuerpo santo»”
René Jesús Payo Herranz
Cuadernos del CEMYR, 14, diciembre 2006


Doña Jimena abandonó la capital del Turia, incendiándola y desenterrando los restos de su esposo para trasladarlos a Castilla, a Burgos. En el viaje tendría tiempo para pensar el lugar donde podían reposar para la eternidad ya que el Campeador nada había previsto, al parecer, al respecto. ¿Por qué no en el gran monasterio de San Pedro de Cardeña, que era el único gran cenobio cercano a Burgos y a su solar natal?


***

La Leyenda de Cardeña fue una de las bases más sólidas sobre las cuales se construyó el mito cidiano. Se fue configurando en los momentos de la plena Edad Media —hasta quedar perfectamente definido en el siglo XIII— como un acto de autodefensa de la comunidad religiosa que quiso vincularse a la figura emergente, desde el punto de vista de la fama, del Campeador. En ella, por lo tanto, se hacía un especial hincapié en la unión entre don Rodrigo y la casa monástica. Pero ¿qué hubo de realidad en estos vínculos? Las relaciones documentadas entre el Cid y la abadía apenas si habían existido a lo largo de su vida. No hay datos que nos ratifiquen la idea, universalmente extendida, del amor del Cid hacia Cardeña. Antes de su inhumación, sólo tenemos una noticia que lo vincula al cenobio. En 1073, quizá por mandato regio, intervino en dirimir un problema de pastos entre esta casa y los infanzones del valle de Orbaneja. Su entierro en ese lugar fue fruto más de la premura, de una decisión no excesivamente premeditada, que el desenlace final y lógico a una larga trayectoria de vínculos y relaciones. No fue este centro monástico el beneficiario de generosas donaciones cidianas, al menos antes de su enterramiento.
Estas dádivas debieron llegar, en dinero más que en tierras de las cuales la familia del Cid no debía ser una gran poseedora, tras su muerte. No hay documentación que atestigüe tales legados solares. Doña Jimena llegaría a Burgos con una notable fortuna pecuniaria y parte de ella pudo emplearse en la compra del lugar de sepultura y de los auxilios espirituales.
¿Qué hay, por lo tanto, de verdadero, en la clásica y asumida historia del cenobio como protector del Cid y de su familia ante los atropellos regios? Es impensable —teniendo en cuenta las buenas relaciones de esta casa con el rey Alfonso VI— la tradicional historia de que el Campeador y su familia fueron auxiliados por los monjes en los inicios de su destierro. No parece posible que la comunidad hubiera desobedecido al soberano. Esta tradición forma parte de una leyenda interesada y fomentada por los monjes en un intento de apropiarse de la figura del Cid en unos momentos de declive.
Las estrechas y armoniosas relaciones de Cardeña con la corona se quebraron en 1142. En esa fecha, Alfonso VII donó el monasterio a los cluniacenses. El abad, Martín I, desde su exilio, consiguió que el papa revocara la cesión. Los monjes, por orden de Eugenio III, volvieron a su cenobio, pero se iniciaron una serie de tensiones con la corona y la comunidad trató de mostrar su independencia con respecto al poder real. Es, probablemente, en esos momentos cuando comenzó a tejerse esa Leyenda de Cardeña en la que Rodrigo aparece como aliado de la casa monástica, mostrándose ésta junto al héroe como detractora de las arbitrariedades regias. Se inicia aquí el proceso de identificación estrechísima y potente de Cardeña con el Cid que se mantendrá a lo largo de toda la historia. No fue el infanzón de Vivar quien se identificó con el cenobio sino éste con el Campeador muchos años más tarde de su muerte.


La Leyenda de Cardeña se consolidó como un acto interesado en un momento de crisis, el siglo XIII, tras la frustrada cesión a Cluny y en unos instantes en que estaban surgiendo nuevas y potentes formas de vida religiosa ligadas al mundo de los mendicantes que desplazaban al monacato antiguo. Era, por ello, necesario reafirmarse. Los monjes de Cardeña emplearon el Cantar y otras fuentes para recrear su propia historia, en la que se insertaron, sin reparos, escenas y episodios tendentes a configurar la imagen de un asombroso guerrero, virtuoso, invencible, miles Christi, en los límites de la santidad y una de cuyas principales preocupaciones había sido el monasterio que no le habría fallado en tiempos de necesidad. Por otra parte, la abadía también trataba de mostrar públicamente un añorado estado idílico de relaciones perfectas entre el clero monástico y la alta nobleza en el siglo XI, en contraposición a una época, el siglo XIII, en que los antiguos benefactores nobles no sólo dirigían sus desvelos caritativos hacia nuevas formas de vida religiosa, sino que también se habían convertido, en muchos casos, en atacantes de los privilegios territoriales y jurisdiccionales de los viejos centros cenobíticos.


A esta exaltación cidiana contribuyó el propio rey Alfonso X que, en 1272, se acercó al monasterio y quedó impregnado del aura que emanaba de la figura del Campeador. Ordenó la traslación de sus restos al presbiterio, a un lugar nobilísimo, que pronto pasaría a entenderse como el lugar originario de su enterramiento.
En el sepulcro se grabó la siguiente inscripción de claras resonancias clásicas: Belliger invictus famosus Marte triumphis clauditur hoc tumulo magnis Didaci Rodericus Era MCXXXVII.


Hasta entonces debía haber estado enterrado en un lugar secundario, quizá en el atrio. Por otro lado, sin demasiada criba, la Leyenda de Cardeña pasó a incorporarse, en gran medida, a la Primera Crónica General con lo que se consagraron, oficialmente, muchos de los acontecimientos fantásticos del Campeador. Pero la actuación del rey sabio no fue fruto de un mero deslumbramiento por la figura de don Rodrigo. Con ello también estaba mostrando un modelo de lealtad y valor incluso en momentos de dificultad.
En gran medida, la Leyenda de Cardeña no tuvo todos los efectos esperados y los monjes vivieron sumidos en un notable estado de postración material, intelectual e incluso religiosa, hasta mediados del siglo XV. En esa fecha, con el apoyo de la corona, iniciaron un proceso de reconstrucción de la abadía, levantando una gigantesca iglesia gótica, trazada por Juan de Colonia, que sustituyó a la vieja basílica románica, que se convirtió en el signo optimista de cómo quería encararse el futuro.


Los restos del Cid y de su esposa pasaron a ocupar un lugar privilegiado en el nuevo presbiterio, en el centro del templo.


En estos años, se produjo una nueva revitalización de la figura del Campeador. A finales del XV se publicó en Sevilla la Crónica del Cid y en 1512, a expensas de la abadía se editó en Burgos en las prensas de Fadrique de Basilea. En los frontispicios grabados de ambas ediciones aparecen explícitas las relaciones del Cid con el monasterio. En la primera, el caballero es representado saliendo del cenobio hacia el destierro. En la puerta, un monje, quizá el abad San Sisebuto, contempla su partida. En la segunda, le encontramos en una batalla justamente por debajo de las armas monasteriales. Ambos grabados muestran la identificación evidente que en torno a 1500 se hacía entre el Cid y Cardeña.


Pero el Cid, en el otoño de la Edad Media y en los albores de la modernidad, había comenzado a dejar de ser un patrimonio exclusivo de Cardeña. Incluso la comunidad monástica tuvo que dar cuenta, en alguna ocasión, de las actuaciones que trató de llevar a cabo en relación con el héroe. En 1541 se intentó verificar la traslación de los restos del caballero a uno de los laterales del presbiterio, quizá por razones litúrgicas.


La ciudad de Burgos —que había emprendido también un notable proceso de identificación con su figura— y el Condestable manifestaron públicamente su disgusto e, incluso, se dirigieron al emperador pidiendo que se restituyeran los restos al centro de la iglesia por considerar indecoroso el nuevo enterramiento. Don Carlos ordenó que así se hiciera.
En la cédula del emperador se señalaba que uno de los personajes más gloriosos de España había sido el Cid y que su fama hacía que gentes de todos los países acudieran al cenobio para rendirle homenaje. Teniéndose noticia de que se había trasladado su sepultura desde el centro del presbiterio hasta uno de los laterales de la capilla mayor, se ordenaba que sus restos volvieran a colocarse en el lugar primitivo.


Este hecho fue, sin duda, un aldabonazo en la mente de los monjes. La abadía se ratificó en la idea de que la figura de don Rodrigo era en uno de sus principales activos. En este sentido, la reacción fue rápida. Si el Regimiento de la Ciudad trataba de apropiarse del Campeador desde una perspectiva civil —identificando las virtudes laicas del mismo con las de la urbe—, el monasterio procuraba exaltar, hasta el extremo, sus virtudes cristianas, aspecto éste que sí que podían patrimonializar los religiosos de forma exclusiva.


Sobre el Cid gravitó siempre la idea de su santidad. Recordemos que la posesión de cuerpos santos era un patrimonio que se explotaba activamente por aquellos centros religiosos que tenían la fortuna de contar con ellos. El cenobio burgense poseía tres grandes conjuntos de reliquias: las de los Mártires de Cardeña, las del abad san Sisebuto y los huesos de este caballero. Estos restos garantizaban, en gran medida, la pervivencia del monasterio.

De todos estos personajes, con visos de santidad, el más famoso, tanto en España como en el extranjero, era el Cid. Sin embargo, era también el que más dificultades podía tener a priori en un proceso de canonización. Aunque en la tradición bajomedieval y en el ambiente cardeñense se le consideraba como santo, faltaba el espaldarazo definitivo que lo elevara a los altares.
En 1541, cuando se produjo el traslado de los restos del Cid, el abad fray Lope de Frías se refirió a su figura como la de un santo y al aludir a sus despojos mortales habló de ellos como «cuerpo santo», lo que prueba que se le tenía en tal consideración. Las bases sobre las que se cimentaba esta convicción eran múltiples y estaban ligadas a los hechos en los que aparece envuelta su vida, donde no faltan apariciones de santos a don Rodrigo, o a los prodigios que obró después de muerto, algunos en relación directa con sus restos mortales.
No debe extrañarnos que la comunidad tratara de conseguirlo con todas sus fuerzas. Si se lograba tal reconocimiento oficial la abadía quedaría reforzada. En este sentido, se contó con el beneplácito e incondicional ayuda del rey Felipe II, que manifestó siempre una gran admiración por el Cid. Se encargaron las diligencias, en la Curia Romana, a don Diego Hurtado de Mendoza, aunque el proceso quedó paralizado.
No sabemos exactamente cuáles fueron las dificultades que tuvo en Roma el proceso de canonización. Sin duda, en los ambientes contrarreformistas del momento ya no cuadraba tanto la figura del santo guerrero como en la Edad Media. Más suerte tuvieron los Mártires de Cardeña. En un contexto, como el de los años de la segunda mitad del siglo XVI y del siglo XVII, en el que volvía a valorarse el martirio de una manera muy notable, se autorizó, el 11 de enero de 1603, canónicamente su culto en el Arzobispado de Burgos.
Estas dificultades no fueron, empero, un obstáculo para que los monjes se lanzaran a mostrar a don Rodrigo elevado al rango de la santidad.


La primera vez, en el siglo XVI, en la que tenemos constancia del uso de la imagen del Cid por parte de la comunidad de Cardeña, como santo o al mismo nivel que los santos, la tenemos en la sillería de San Benito de Valladolid.


Ejecutada, a partir de 1525, por Andrés de Nájera, como lugar en el que se reunían los abades de la congregación vallisoletana, cada monasterio pagó la silla alta, destinada al abad y la baja que sería ocupada por su acompañante. En los respaldos de las sillas altas, figuran los relieves de los patronos de los distintos cenobios. Curiosamente, en la de Cardeña, encontramos al Cid compartiendo protagonismo con una auténtica corte celeste. Esta actuación suponía la aceptación, al menos de facto, de la santidad del Cid entre los miembros de la Congregación.


Hacia 1570, coincidiendo con esta efervescencia santificadora, se culminó la fachada de la iglesia que había comenzado a construirse a mediados del siglo XV. En la zona baja de la portada gótica, solamente aparece un escudo del Cid sirviendo como peana a la imagen de san Pablo, que junto a la de san Pedro, ubicado sobre el escudo de Cardeña, y la del abad Pedro del Burgo, sobre un escudo regio, ocupa el tímpano apuntado.


Sin embargo, en el remate del pleno siglo XVI hallamos la representación triunfante de don Rodrigo, como auténtico santo. Ni siquiera los reyes fundadores de lugares sacros habían tenido la osadía de colocarse en un emplazamiento tan honroso. El lugar de honor de la fachada —que hubiera tenido que estar presidido por el príncipe de los apóstoles, titular del monasterio, por san Benito, fundador de la orden o por san Sisebuto— está ocupado por el Cid, que aparece como el verdadero «patrono» del lugar. Aquí queda ligado a los personajes relacionados con los orígenes y refundación del cenobio como Teodorico y García Fernández y Alfonso III y doña Sancha, pero en un lugar preeminente, eclipsando la condición real de algunos de ellos. La efigie del Cid está también visualmente más destacada que la de san Benito, san Pedro y san Pablo, que se encuentran, discretamente, culminando la espadaña.


Todos estos años y los siguientes fueron momentos de consolidación de la fama del Campeador.

Primera hazaña del Cid, Juan Vicente Cots

Las reediciones de la Crónica Particular del Cid, en 1552 y 1593, y la publicación de las Mocedades de Guillén de Castro en 1618 —que lanzó al mundo del teatro su figura proyectándola en el extranjero— reafirmaron la presencia del héroe en la cultura e imaginación colectiva españolas, lo que convenía plenamente a los intereses de Cardeña. Prueba de la alta consideración general al personaje la tenemos en el hecho de que el propio Carlos II, según la tradición, en su visita al monasterio pronunció las siguientes palabras: no reinó pero hizo reyes.

Primera hazaña del Cid, Evaristo Barrio

Sin embargo —y a pesar del elevado concepto que se tuvo del Cid y su vida— no faltaron tampoco, en estos momentos, sobre todo desde fines del siglo XVI, las críticas a las desfiguraciones que en torno a su persona habían surgido secularmente, en un evidente intento de «racionalizar» y dimensionar al personaje.


La comunidad de Cardeña no podía dejar de dar una respuesta a este intento de una parte de la erudición de ubicar la figura en su real dimensión separándola de toda la ganga de fantasía que la rodeaba. Esta reacción se materializó con la publicación, en 1719, de una gran historia del cenobio, titulada Antigüedades de España, escrita por fray Francisco de Berganza, en la que la historia del Cid tenía un papel fundamental, apareciendo revestida de todos los ribetes legendarios, idealizadores y de santidad.

Tumba de Babieca

Este esfuerzo notable del erudito coincidió con un momento de reafirmación cardeñense y de ampliación significativa del monasterio, que quedó duplicado en su tamaño. En esta reforma no faltaron los elementos que trataron de significar Cardeña como un centro esencialmente cidiano, volviendo a mostrar a don Rodrigo como santo. Así, hacia 1739, se remató la nueva fachada con una gran imagen del Cid en la que éste toma prestada la iconografía de Santiago Matamoros. Aparece elevado a la categoría de máximo miles Christi y con la inscripción Per me reges regnant.


Esta cita latina aparece extraída del Capítulo 8 del Libro de los Proverbios, aunque aquí la frase no se refiere a la Divinidad o a la Sabiduría Divina, sino a la figura del Cid, que con sus actuaciones bélicas fue capaz de mantener tronos. Esta habilidad del Cid se evidencia en que en su capilla funeraria, construida en 1734, aparecen personajes reales en lugares menos destacados.

En este sentido, su actividad como defensor de la Cristiandad, luchando contra los moros se veía como claro elemento constitutivo de santidad. Así debe entenderse en un contexto en que, desde la Edad Media, se hizo partícipes a muchos santos —no sólo a Santiago— en intervenciones militares prodigiosas a favor de los cristianos en lucha con los musulmanes. Ya antes, en el siglo XVII, Fernán González había sido presentado así en San Pedro de Arlanza, inspirándose no sólo en Santiago sino en otros santos-religiosos ecuestres como san Millán e incluso san Isidoro.


Esta «santificación» dieciochesca de la figura del Cid, evidenciada en el exterior de la iglesia, coincidió con un proceso de traslación de sus restos y los de los suyos, que se hallaban distribuidos por distintas zonas del templo, a una capilla que se edificó al mismo nivel que la de los Mártires.


La capilla fue construida en 1734, siguiéndose las trazas de Francisco Baztigueta. Se aprovechó el viejo sepulcro de mediados del siglo XVI, que fue desmontando y colocado en el centro de este espacio alargado de cabecera semicircular. La vieja inscripción del siglo XIII fue reaprovechada en la nueva tumba del Renacimiento y en su reubicación barroca.


Las transformaciones en el presbiterio y la construcción del baldaquino y del nuevo retablo mayor hicieron necesario el acondicionamiento de un nuevo lugar de descanso eterno. La comunidad no podía caer en el mismo error de 1541 —que aún debía estar presente en la memoria histórica— y enfrentarse a una crítica generalizada. Por ello, trató de que el nuevo espacio adquiriera un tono de grandeza y solemnidad que no fuera susceptible de ningún reproche.


Esta notable actuación del cenobio, en el siglo XVIII, trató de volver a ubicar al monasterio en una situación predominante en Burgos en unos momentos en que, a pesar de los esfuerzos, tampoco soplaban buenos vientos para las viejas comunidades monásticas.

La capilla está llena de inscripciones alegóricas.


En la entrada se puede leer el título completo de la misma: Capilla de los Reyes, Condes e Ilustres Varones.


Otra extraída del Libro de las Lamentaciones señala lo siguiente: Filii Sion incliti reputati sunt in vasa testea. Hace alusión a que hasta los hombres que más gloria han conseguido para su pueblo están sometidos a la destrucción final de la muerte.


En el interior, en el sepulcro aparece la inscripción, realizada probablemente en la época de Alfonso X el Sabio, en la que se compara al Cid con Marte. Un hiperbólico texto latino que dice: Quantum Roma potens bellicis extollitur actis/ vivat Arthurus fit quanta gloria britannis/Nobilis e Carolo quantum gaudet Francia Magno/ tantum Iberia duris Cid invictus claret. De esta manera se ponía al Cid al mismo nivel de los héroes romanos, del rey Arturo y de Carlomagno.


Otros textos en castellano citan la traslación de los restos en 1736 a esta capilla, su salida en 1809 hacia Burgos y su regreso al cenobio en 1826.


En las paredes de la capilla también hallamos otras referencias claramente significativas.


Encima de la portada de acceso, en el interior de la capilla y sustentada por leones leemos un texto extraído del Libro de Samuel que dice: Quomodo ceciderunt robusti et perierunt arma bellica, reconociendo que la muerte llega también a los valerosos guerreros.


Una grandilocuente frase corrida, a lo largo del friso, dice: Gaude Felix Hispania/ laetereque semper quia/ tottalesque/ meruisti penates/ habere: sunt/ enim reges/ ilustrissimi/ genere et/ comites nobilissimi/ atque fortisssimi/ quorum corpora/ in praesenti/ capella/ requiescunt/ ab annno/ domini MDCCXXXV.

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