Existió
sobre un cerro junto a río Ucero
una
ciudad celtíbera llamada Uxama.
Una
ciudad importante,
a
juzgar por las citas de Plinio, Ptolomeo y el itinerario de Antonino.
Una
ciudad políticamente independiente
dentro
del grupo de ciudades arévacas.
Fue
objetivo de las tropas romanas
y
quedó incorporada al Imperio en el siglo II.
Los
romanos rehicieron la ciudad
y
la dotaron de una nueva muralla y de obras de infraestructura.
En
la época romana fue una ciudad notable (como lo fue Numancia)
a
la que se hizo llegar el agua desde el nacimiento del Ucero,
que
se halla a unos 20 kilómetros,
mediante
un conjunto de cisternas, galerías y acueductos
(se
conserva un primer tramo cerca del pueblo de Ucero).
Debió
su prosperidad a su ubicación junto a la calzada que unía
Asturica
Augusta (Astorga) y Caesaraugusta (Zaragoza)
y
a sus buenas comunicaciones.
Existe
poca información de la época visigoda.
Con
el nombre de Oxoma u Osoma, se mantuvo el emplazamiento
y
una cierta relevancia, pues llegó a ser sede episcopal.
Los
sarracenos tomaron la ciudad, la llamaron Waxsima
y
levantaron en los cerros próximos
un
sistema de atalayas de vigilancia
en
relación con la cercana fortaleza de Gormaz,
para
la defensa de la frontera con los reinos cristianos del norte.
Tres
atalayas rodean el castillo,
atalaya
de Uxama, atalaya de Lomero y atalaya de Valdenarro,
para
el control del valle, la calzada y los accesos.
Con
los musulmanes la primitiva ciudad se fue despoblando:
sus
moradores abandonaron el cerro
y
se instalaron en la llanura inmediata,
donde
se fue formando un nuevo núcleo urbano.
El
promontorio abandonado se dedicó a fines militares.
Por
su estratégica situación (al igual que San Esteban de Gormaz),
Osma
sufrió los continuos enfrentamientos entre moros y cristianos,
siendo
permanente objeto de disputa
y
cambiando de manos con frecuencia.
Osma,
Gormaz y San Esteban de Gormaz
constituyeron
durante largo tiempo la frontera del Duero.
Entre
los años 753 y 756 la zona fue escenario
de
las correrías de las huestes de Alfonso I,
según
mencionan las crónicas.
Estas
incursiones no consolidaron la recuperación de las plazas,
no
se establecieron en ellas guarniciones permanentes
ni
pobladores cristianos.
En
cambio, sí se llevó a cabo una campaña de expolio
que
dejó despoblado el terreno entre Asturias y el Duero,
dando
origen al “desierto del Duero”,
entre
Coimbra, por el oeste, y Guadalajara, por el este.
Al
otro lado del río Ucero, en una colina frente a Osma,
en
fecha incierta, pero hacia el siglo X,
se
erigió un castillo.
De
época posterior es la construcción de la torre del agua
levantada
junto al río.
La torre proporcionaba un medio de obtener agua en los asedios
y
protegía el acceso por el puente sobre el Ucero.
No
queda mucho de la fortaleza,
pues
quedó en desuso cuando la reconquista avanzó
y
Osma dejó de ser tierra fronteriza.
En
912 el rey García de León tomó Osma.
En
920 Abderramán III recuperó la plaza.
En
933 Ramiro II de León, con la ayuda del conde Fernán González,
desalojó
a los musulmanes.
En
963 el califa Alhaquem II volvió a apoderarse de Osma.
En
975 el conde Garci Fernández, hijo y sucesor de Fernán González,
auxiliado
por los leoneses y por el navarro Sancho Garcés II,
recuperó
Osma.
En
989 Almanzor arrebató Osma al conde.
En
1011 los árabes entregaron definitivamente Osma
al
conde Sancho García, hijo de Garci Fernández.
En
1088 Alfonso VI inició la repoblación,
después
de que, tras la toma de Toledo,
el
Duero perdiera su condición de frontera.
En
1101 se restauró la diócesis de Osma
en
la persona de Pedro de Bourges, luego san Pedro de Osma.
A
él se le debe la construcción de la catedral,
en
el lugar que ocupaba un antiguo monasterio benedictino
en
el arrabal o burgo de la ciudad.
El
nuevo emplazamiento catedralicio supuso el auge del Burgo
y
el decaimiento de la ciudad histórica,
girando
todo a partir de este momento en torno al obispado.
En
1170 Alfonso VIII otorgó privilegio a favor de El Burgo de Osma
por
el que la nueva villa se independizaba de Osma.
La
villa perteneció a los obispos hasta que a finales del siglo XV
Isabel
la Católica la entregó a los duques de Uceda y Frías.
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