martes, 7 de mayo de 2013

TOLEDO. Circo romano




Fuera del Casco,
a los pies de la muralla,
entre el río y el Hospital Tavera,
están las ruinas de lo que fue el Circo romano.


No es un lugar frecuentado por los turistas.
Es un lugar más bien solitario.
Piedras, un jardín…



No se conserva la totalidad del perímetro,
porque parte fue destruido para la construcción de una carretera.
Lo que se conserva da idea de lo que debió ser
el gran circo con capacidad para 13.000 espectadores.
Ahora hay piedras, un jardín…


Piedras oscuras,
piedras con el color del tiempo transcurrido,
piedras con el color de la soledad.


Parecen sólo ruinas en medio de un jardín.
Hay, sin duda, en otros lugares,
restos romanos más impresionantes,
mejor conservados…


Pero en estas ruinas hay duendes.
Por lo general, no se les puede ver.
Por lo general, sólo se ve unas ruinas solitarias.


Pero en estas ruinas hay duendes.
En las madrugadas de niebla,
con la primera claridad,
antes de que los rayos del sol rompan las brumas,
entre la niebla blanca y las piedras oscuras,
puede verse a los duendes.


Son seres huidizos.
El sol los vuelve invisibles, o quizás se esconden
en cuevas y pasadizos que sólo ellos conocen.


Para verlos, hay que acercarse al Circo de madrugada,
con la primera claridad,
cuando la niebla oculta la ciudad
y los restos de columnas y escalinatas parecen emerger de la nada.


Hay que pasear por esa nada silenciosa,
entre las piedras antiguas.
Y entonces, en algún momento, se les puede ver, fugazmente,
escabulléndose veloces entre los arcos.


***


Este lugar de juegos y carreras, de alegría y diversión,
fue después, durante los siglos medievales, un cementerio.
Durante siglos en este suelo se abrieron fosas,
se acumularon cadáveres.
Durante siglos el espacio lúdico se convirtió en tierra de duelo.
Y así se creó aquí una confusa atmósfera.


Estos extraños duendes que transitan fugaces entre las ruinas
son los espíritus de los antepasados enterrados aquí,
en este lugar del que los muertos no encuentran la salida.



En este lugar sin señales para el alma.
Sólo una gran elipse
en el interior de la cual se organizaron carreras de carros,
en el interior de la cual la muchedumbre gritaba enfervorecida.
Quizás los muertos pueden escuchar aún esos gritos,
y el estruendo los aturde y desorienta.


En este lugar sin señales para el alma
los muertos vagan convertidos en duendes
que cada madrugada, con la primera claridad,
antes de que el sol cierre los caminos del alba,
intentan encontrar la grieta
por la que salir de la elipse ensordecedora.


Aguardan a que alguien fije en esta tierra
señales de salida que ya nadie va a colocar.


Los muertos se quedarán aquí para siempre,
convertidos en duendes que habitan en la niebla del alba.


Atrapados entre los restos de la gran construcción derruida,
quizás aguardan el retorno de los seres que amaron,
quizás aguardan la celebración de los antiguos ritos,
la confirmación de las antiguas creencias.
Quizás, cada madrugada,
esperan el regreso del pasado.



Quizás, desconcertados, mantienen las antiguas costumbres,
a la espera del retorno de los moradores
de la antigua ciudad.


Entre las piedras oscurecidas por los siglos,
los duendes olvidados
cada madrugada surgen de la niebla
tratando de reencontrar su mundo.

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