La
iglesia de San Miguel era un templo románico
en
cuyo atrio fue proclamada Reina de Castilla Isabel la Católica
el
13 de diciembre de 1474 por el Concejo Segoviano.
Buena
parte de ese primitivo edificio
se
derrumbó en 1523.
En
1532 se encargó su reconstrucción
al
arquitecto segoviano Rodrigo Gil de Hontañón,
artífice
también de la Catedral.
Gil
de Hontañón edificó un templo gótico,
aprovechando
los restos del anterior.
En
una capilla lateral se encuentra
la
tumba del segoviano doctor Andrés Laguna.
Andrés
Laguna fue un destacado humanista de su época,
hoy
olvidado.
Nació
en Segovia, a comienzos del siglo XVI,
en
el seno de una familia de judeo-conversos acomodados.
Su
padre, Diego Fernández de Laguna, era un médico notable.
Andrés
comenzó su formación en Salamanca
y
en 1530 marchó a París,
donde
estudió medicina y lenguas clásicas
y
ya redactó un tratado de anatomía.
En
1536 regresó a España
y
mantuvo contactos con la Universidad de Alcalá.
En
1539 el emperador Carlos lo llamó a Toledo
para
atender a la emperatriz Isabel,
que
acabó muriendo,
a
consecuencia del parto del futuro Felipe II.
Ello,
sin embargo, no perjudicó su prestigio como médico.
Ese
mismo año marchó a Londres, donde
pasó varios meses.
Se
desconoce por qué fue a Inglaterra
ni
qué hizo en la corte de Enrique VIII.
Se
ha supuesto que en este y en otros de sus viajes
actuó
como “espía” para el emperador,
al
igual que hacían otros humanistas
al
servicio de sus respectivos príncipes.
Pero
la única información cierta que se tiene
son
algunos comentarios banales del propio Laguna
sobre
la corte londinense.
De
Inglaterra pasó a Flandes, y allí
durante algún tiempo
acompañó
a la corte imperial en sus desplazamientos
por
los Países Bajos y Alemania.
Del
24 de junio de 1540 al 24 de junio de 1545
vivió
en Metz, como médico contratado por
la ciudad.
En
1543, en un episodio tan relevante como hoy desconocido,
pronunció
en el aula magna de la Universidad de Colonia,
invitado
por el rector de ésta, Adolfo de Eichholz,
y
ante una audiencia de príncipes y nobles,
un
discurso sobre Europa,
“Europa
la que a sí misma se atormenta”,
(“Europa
heautentimorumene”)
que
será publicado en Colonia ese mismo año con el título
“La
Europa que miserablemente se atormenta
y
lamenta su propia desgracia”
(“Europa
hoc est misere se discrucians,
suamque
calamitatem deplorans”).
Laguna,
vestido con capa negra,
en
una sala revestida con paños negros,
pronuncia
una oración fúnebre.
Así
lo recoge la portada de la obra:
«Esta
declamación lúgubre fue pronunciado en Colonia,
en
el célebre Gimnasio de las Artes,
ante
gran concurrencia de príncipes y hombres sabios,
a
la luz de negras antorchas y ajustándose al ceremonial de difuntos,
en
el año 1543, el domingo 11 de
febrero a las siete de la tarde».
Un
discurso en latín con múltiples citas en griego.
Europa,
representada por una mujer
que
“se atormenta y deplora sus desgracias”,
entabla
diálogo con el autor.
Viajero
constante por Europa desde su época de estudiante,
Laguna
conocía perfectamente la realidad de su tiempo.
Expone
la situación de un continente dividido,
devastado
por las continuas guerras
y
amenazado por la amenaza exterior del turco,
y
llama al reforzamiento de los lazos culturales
que
comparten las naciones del continente
por
encima de sus diferencias.
«Las
guerras abruman a los buenos,
incitan
a los malos a tétricos y horrendos crímenes,
acaban
con las artes liberales,
estorban
el cumplimiento de las leyes, impiden el comercio,
y,
finalmente, conceden a muchos amplia impunidad y licencia
para
el adulterio, el asesinato, el latrocinio, el perjurio,
para
socavar o escalar muros,
para
el incendio, para la devastación, para toda clase de atropellos».
Como
Maquiavelo, Laguna habla del príncipe,
en
este caso del emperador Carlos,
al
que señala como gran condottiero frente al peligro turco,
defensor
de Europa frente el invasor.
Laguna
concibe Europa como un único territorio,
un
ente construido sobre la tradición clásica y el cristianismo.
El
de Laguna es el primer discurso humanista
que
aporta la idea de una Europa imperial entendida
no
como un mero conjunto de países sino como una unidad cultural,
no
sólo como un ámbito geográfico, sino como un concepto
(un
cuerpo con muchos órganos que sólo tienen sentido
si
funcionan en común y en armonía).
En
Metz, Laguna fue médico del duque de Lorena.
En
1545 llevó a cabo un experimento
para
demostrar que la acusación de brujería carecía de fundamento.
Él
mismo lo cuenta en su comentario del texto médico de Dioscórides,
a
propósito de la descripción del solano
(«que
engendra locura
y
que es planta titulada vulgarmente yerba mora,
que
produce imaginaciones vanas, empero muy agradables,
por
lo que los ungüentos que se untan las brujas
deben
contener esta yerba,
que
les imprime en el cerebro tenazmente mil burlas y vanidades,
de
suerte que después de despertar confiesan lo que jamás hicieron,
para
confirmación de lo cual quiero contaros una historia»):
«Siendo yo médico asalariado de la ciudad de Metz,
visité al Duque Francisco de Lorrena, que estaba malo en Nancy. En la cual
sazón vino allí a su señoría todo un concejo a pedir justicia y venganza
contra dos vejezuelos desventurados, que eran marido y muger, y se tenían en
una hermitilla, media legua de aquella villa, por cuanto (según pública voz y
fama) eran bruxos notorios, y quemando las sementeras, matando todo el ganado,
y sorbiendo la sangre a los niños, habían hecho daños irreparables. Oídas
tan acerbas criminaciones, mandó el Duque prenderlos, y meterlos a la tortura:
los cuales confesaron luego todo lo suso dicho, y entre otras muy horrendas
hazañas, affirmaron que ellos habían muerto el Duque Antonio su padre, y a
él dádole aquella enfermedad tan grave que poco a poco le consumía.
Preguntándoles el Duque por qué respecto y en qué forma le habían hecho
enfermar, dijo el viejo constantemente que porque, el jueves de la Cena pasado,
Su Excelencia no le había lavado los pies y vestido entre los XII pobres como
solía los otros años, entró en una melancolía muy grande: y que después
como siempre le viese el diablo muy triste en el cerco, entendida la causa de
su tristeza le dijo: “Si quieres vengarte del Duque, toma esta vara, y cuando
le vieres pasar por tu hermita, échasela delante de los pies del caballo, y
ansí trabucará y se hará mil pedazos. Empero si no le quieres matar, sino
tenerle enfermo, sal como a pedirle limosna al camino, y procura de resollarle
en el rostro, porque entonces, estando yo a tus espaldas, soplaré también por
tu colodrillo, y le inficionaré con mi anhélito de tal suerte que ninguno
sino tú pueda jamás sanarle”. En este modo pues dijo el brujo hermitaño que
había inficionado al Duque, con intención de curarle presto, con un secreto
remedio que le había enseñado su maestro el demonio. Por donde, aunque el
Consejo se resolvió en que fuesen quemados entrambos, todavía el Duque hizo
gracia y merced de la vida al viejo por la confianza que en él tenía de su
salud, y ansí la vieja fue hecha polvos en presencia de su marido: el cual
después, siendo regalado y favorecido en extremo del Príncipe, aunque tenido
siempre a muy buen recaudo, un día con sus guardias se fue a cenar al lugar de
donde le habían acusado; y habiendo hecho aquella noche muy buena chera, y
cenado en gran regocijo, amaneció ahogado: tras el cual murió el Duque desde
a no muchos días. Decíase entre los populares que el diablo le había torcido
el cuello al villano porque no diese salud al Príncipe. Otros tenían sospecha
que los labradores de aquel lugar, por la envidia y odio que le tenían, le
habían mezclado veneno.
Empero ¿qué tiene que hacer este cuento con el
solano? Entre otras cosas que se hallaron en la hermita de aquellos brujos, fue
una olla medio llena de cierto ungüento verde, como el del Populeon, con el
cual se untaban: cuyo olor era tan grave y pesado que mostraba ser compuesto
con yerbas en el último grado frías y soporíferas, cuales son la Cicuta, el
Solano, el Veleño y la Mandrágora: del cual ungüento, por medio del alguacil,
que me era amigo, procuré de haber un buen bote con que después en la ciudad
de Metz hice untar de pies a cabeza la mujer del verdugo, que de celos de su
marido había totalmente perdido el sueño, y vuéltose cuasi medio
phrenética. Y esto, ansí por ser el tal subjecto muy apto en quien se podían
hacer semejantes pruebas, como por haber probado infinitos otros remedios en
balde, y parecerme que aquél era mucho a propósito y no podía dejar de la
aprovechar, según de su olor y color fácilmente se colegía. La qual súbito
en siendo untada, con los ojos abiertos como conejo, pareciendo también ella
propiamente una liebre cocida, se adurmió de un tan profundo sueño que jamás
pensé despertarla. Por donde con fuertes ligaduras y fricciones de las
extremidades, con perfusiones de aceite costino y de Euphorbio, con sahumerios
y humo a narices, y finalmente con ventosas, la di tal priesa, que al cabo de
XXXVI horas la restituí en su juicio y acuerdo: aunque la primera palabra que
habló fue: “¿Por qué en mal punto me despertastes? que estaba rodeada de
todos los placeres y deleites del mundo”. Y vueltos a su marido los ojos (el
cual estaba allí todo hediendo a ahorcados) díjole sonriéndose: “Tacaño,
hágote saber que te he puesto el cuerno, y con un galán más mozo y estirado
que tú”, y diciendo otras cosas muchas, y muy extrañas, se deshacía porque
de allí nos fuésemos, y la dejásemos volver a su dulce sueño: del cual poco
a poco la divertimos, aunque siempre la quedaron ciertas opiniones vanas en la
cabeza.
De donde podemos conjecturar, que todo cuanto dicen
y hacen las desventuradas brujas es sueño causado de bevrajes y uncciones muy
frías: las cuales de tal suerte las corrompen la memoria y la phantasía, que
se imaginan las cuitadillas, y aun firmísimamente creen haber hecho despiertas
todo cuanto soñaron durmiendo.
Allégase a todo lo suso dicho un no liviano
argumento, y es que ansí aquella, como todas las que en tan infames ejercicios
fueron hasta aquí convencidas, a una voz confesaron (según consta por sus
procesos) que habían conocido muchas veces carnalmente al Demonio; y
preguntadas en particular si habían sentido notable deleite en su acceso,
respondieron constantemente que no, y esto a causa de la incorportable frialdad
que sentían en las partes diabólicas: de las cuales también, a su parecer, se
les revertía un humor frío como el hielo, y a manera de granizo por las
entrañas. Los cuales accidentes no pueden proceder d'otra causa sino de la
excesiva frialdad del ungüento, que las traspasa todas, y se les mete en los
tuétanos. Ansí que las tales, dado caso que sean escandalosas y merezcan un
castigo ejemplar por hacer pactos con el demonio, todavía la mayor parte de
cuanto dicen es devaneo; pues ni con el espíritu, ni con el cuerpo, jamás se
apartan del lugar donde caen agravadas del sueño, y esta es la opinión de la
mayor parte de los Teólogos, aprobada también por decretos de algunos Santos
Concilios, conviene a saber: que el demonio no puede obrar sino por medio de
naturales causas, aplicando activa passivis; y que así, por su demasiado saber
y agudeza, conociendo la virtud de semejantes ungüentos, se los enseña a las
vanas brujas, para hacerlas soñar y creer infinitas burlas y vanidades».
Al
poco tiempo, Laguna se marchó de Metz.
Entre
1545 y 1554 residió en Italia.
En
la Universidad de Bolonia obtuvo el
título de doctor.
En
Roma fue médico del cardenal
Mendoza,
por
entonces embajador de Carlos V en Roma,
y
cuya protección le permitió aproximarse a la corte papal,
donde
fue médico de cámara del pontífice Julio III
y
obtuvo varios títulos honoríficos:
Soldado
de San Pedro,
Caballero
de la Espuela Dorada
y
Conde Palatino.
En
1549 formó parte de la comitiva que el cardenal Mendoza organizó
para
recibir al futuro rey Felipe II, entonces príncipe de España.
Vivió
también en Venecia,
donde
se alojó en casa del embajador Juan Hurtado de Mendoza.
En
algunos de sus recorridos por Italia
quizás
actuara también como “espía” de Carlos.
Pasó
otros tres años en los Países Bajos.
En
1557, en Bruselas, cayó gravemente enfermo.
Durante
la convalecencia realizó
la
primera traducción al castellano de las Catilinarias
de Cicerón.
Ese
mismo año regresó a España, probablemente a Segovia.
A
instancias suyas, Felipe II creó un jardín botánico
al
lado del Palacio Real de Aranjuez.
El
duque del Infantado le invitó a formar parte de la comitiva
que
había de recibir y acompañar desde Roncesvalles
a
Isabel de Valois, futura esposa de Felipe II.
Laguna
viajó a Guadalajara,
y
falleció allí, de cáncer de colon, el 28 de diciembre de 1559.
Fue
enterrado, de acuerdo con su voluntad,
junto
a su padre y otros familiares,
en
una capilla que su madre había fundado
en
la iglesia de San Miguel, de Segovia.
Había
publicado más de treinta obras, no sólo de temática médica
sino
también de diferentes temas humanísticos,
traducciones
y textos originales, escritos en latín y en castellano.
En
el terreno médico,
se
dedicó especialmente a la farmacología y la botánica médica.
Su
texto científico más destacado, dedicado al príncipe Felipe,
fue
la actualización de la obra del griego Dioscórides,
médico
de los ejércitos de Nerón.
El
“Dioscórides” trata se las substancias medicinales y los venenos,
la
farmacia de la antigüedad.
Laguna
lo tradujo al castellano, lo comentó
y
lo completó con la traducción de los nombres a numerosas lenguas,
comentarios
y adiciones que doblan el texto original;
la
primera edición incluyó además 647 ilustraciones
realizadas
por Mathiolo.
Laguna
comprobó todas las prescripciones de Dioscórides
y
añadió sus propias opiniones, observaciones y experiencias,
como
botánico y farmacólogo
que
había recogido hierbas por toda Europa.
La
obra se publicó en Amberes en 1555
y
fue reeditada veintidós veces hasta finales del siglo XVIII
y
utilizada en las facultades de medicina
como
principal manual de terapéutica.
Entre
sus textos científicos originales figura
el
Discurso breve sobre la cura y
preservación de la peste,
publicado
en Amberes en 1556,
donde
afirma que «no hay instrumento más apto que el médico
para
introducir la pestilencia por todas partes»
y
propone la formación de un cuerpo de médicos
especializado
en esta enfermedad.
Laguna
había tratado una epidemia de peste en el Ducado de Lorena
con
infusiones realizadas a base de camaleón blanco;
recomienda
también el suero de leche en ayunas,
el
agua con sal y vinagre
y
el uso de gemas y piedras preciosas,
y
prohíbe los baños calientes.
Laguna
es mencionado por Don Quijote
cuando
éste, dolorido y hambriento,
tras
el enfrentamiento imaginario con dos ejércitos
que
fueron rebaños de ovejas y carneros,
responde
a la propuesta de Sancho
de
ir a buscar yerbas curativas en los prados:
«tomara
yo más aína un cuartal de pan, o una hogaza
y
dos cabezas de sardinas arenques,
que
cuantas yerbas describe Dioscórides,
aunque
fuera el ilustrado por el doctor Laguna».
En
el siglo XVII, el cronista segoviano Diego de Colmenares,
que
poseyó un ejemplar del Discurso de Europa
publicado en 1543,
escribe
la primera biografía de Andrés Laguna,
que
finaliza afirmando:
«no
hubo en su tiempo Rey ni Príncipe que no le honrase,
ni
médico docto que no venerase su doctrina».
Su
retrato figura entre los Retratos de
Españoles Ilustres
publicados
en 1791.
Incluso
muerto, Laguna siguió viajando:
Sus
restos fueron exhumados en 1869
y
trasladados a Madrid para ser inhumados
en
el Panteón de Hombres Ilustres
que
se iba a establecer en la capital de España.
Pero
el proyecto no cuajó
y
las cenizas de Laguna fueron retornadas a Segovia
y
vueltas a enterrar en San Miguel en 1877.
Figura
en el Catálogo de Autoridades
de
la Real Academia de la Lengua.
Hay
un arbusto, la lagunaria (vulgarmente “pica-pica”),
que
fue llamado así en su honor.
Médico
de papas y reyes, botánico,
lingüista,
políglota, viajero, erudito, escritor,
inquieto
y cosmopolita,
hoy
sólo lo recuerda una estatua en una plaza de Segovia.
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