domingo, 28 de agosto de 2011

SEGURA DE LA SIERRA, I


Aquí, en este enclave tan alto,
tan lejano, tan solo,
han vivido iberos, fenicios, griegos,
romanos, cartagineses, visigodos, árabes.


Aquí, en este castillo
entre Murcia, Andalucía y Castilla,
izaron los santiaguistas su bandera
para proteger sus campos de Montiel.


Aquí la familia Figueroa
poseyó palacio
visitado a menudo
por su pariente Íñigo López de Mendoza.
Muchos miembros de la familia Figueroa
habían sido comendadores de Santiago
en encomiendas de Castilla
y doña Mencía casó
con don Rodrigo Manrique
que fue comendador de este castillo.


Aquí, en lo alto de esta fantástica sierra,
en esta villa situada
al otro lado de las nubes,
en este lugar encantado
nació Jorge Manrique
y quedó, como el lugar,
hechizado para siempre.


Jorge fue un hombre hechizado
porque había nacido en este enclave
situado más allá de la niebla.
Un lugar claro, luminoso,
un pueblo habitado por seres de los bosques,
un castillo en el que moran guerreros inmortales.
Aquí nació Jorge Manrique,
conoció a estos seres mágicos,
entre ellos creció, ellos lo educaron,
con ellos contempló la inmensidad
desde las almenas de las torres,
con ellos corrió por la espesura.
Así, Jorge fue un hombre hechizado,
sabedor de secretos,
conocedor de lenguajes en clave,
compañero de criaturas primordiales.
Desde la torre del homenaje
se divisa la totalidad del mundo.
Desde aquí, Jorge, de niño,
contempló la totalidad del mundo
y eso lo convirtió en un hombre distinto a los demás,
un hombre que había estado en contacto
con esferas más altas,
con ámbitos de luz
desconocidos para el común de los mortales.


Guerrero de linaje antiguo,
sus ojos se habituaron al horizonte interminable,
su alma se amoldó al espacio inabarcable,
aprendió de su padre el oficio de las armas
y los habitantes del éter le enseñaron
el oficio de las letras.
En este enclave de difícil acceso,
tan alto
que más allá sólo quedan las estrellas,
Jorge aprendió el verdadero significado de la lucha,
el sentido final de todas las batallas,
la razón de todas las cosas.


Sólo aquí podía haber nacido
el que fue a un tiempo
el mejor de los caballeros
y el mejor de los poetas,
el guerrero de armadura más brillante,
el cortesano más discreto.
Sólo aquí, en este lugar tan alto
que se escucha
el sonido de las estrellas.

viernes, 26 de agosto de 2011

SEGURA DE LA SIERRA, II


Camino deprisa
por las callecitas empinadas
tratando de llegar al hotel
antes de que estalle la tormenta.


El cielo se ha transformado en escenario
para un espectáculo grandioso
en el que un director enloquecido
va acumulando ráfagas de colores
recién inventados.


Camino deprisa
por las callecitas batidas por el viento
pero de vez en cuando me detengo
para contemplar cómo ese cielo
en el que un genio despliega colores nuevos
va descendiendo sobre las montañas
que rodean la villa.


Y de repente se abre la bóveda
y empieza a caer agua con tal fuerza
que en un instante las estrechas callecitas
se convierten en tumultuosos arroyos.


Me refugio debajo de una pérgola
que sostiene las anchas hojas de una parra
y observo cómo se desmorona el cielo con violencia
sobre la tierra.
Los truenos retumban interminablemente
por las embravecidas callecitas
y los relámpagos amenazan
con rasgar los tejados.
Sobrecogida, presencio el ensayo
del fin del mundo
encogida bajo el escaso abrigo
de la pérgola.


Siento algo entre los pies y miro
y veo a un dorado gato siamés
que se acurruca junto a mis botas.


Temblando, levanta la cara hacia mí
y, a la luz de la tormenta,
refulgen sus ojos, azules y asustados.
Muy azules. Muy asustados.
Maúlla pidiendo ayuda.
Se aprieta contra mis piernas.


Le acaricio la dorada cabeza
y siento cómo tiembla.
Es un animal fino y dorado,
de pelo suave y ojos como diamantes,
surgido de la nada,
surgido de la misma tierra aterrorizada
por el despliegue tremendo del cielo.
Me mira. Se aprieta contra mí. Maúlla.
A través de la tela del pantalón
siento sus uñas y su miedo.
Los truenos se suceden sin tregua
y el gato retrocede.
Acaricio su lomo estremecido.


Ahí estamos,
refugiándonos de la tormenta del fin del mundo,
el gato nacido de la tierra aterrada
y yo, convertida en su amparo;
yo, convertida en el único ser humano,
y el gato-tierra,
los dos bajo el cobijo de la parra,
contemplamos cómo frente a nosotros
la oscura callecita
va transformándose en río tumultuoso.

domingo, 21 de agosto de 2011

TRANCO


Al crepúsculo
los ciervos bajan a beber
al Guadalquivir.
Y este meandro del río
rodeado de montañas
se transforma en un lugar de cuento de hadas,
en el lugar de la fantasía, del sortilegio,
de la maravilla.


Las cumbres rocosas recogen
los últimos rayos del sol
que convierten las peñas en diamantes en llamas,
diamantes incendiados,
diamantes del color del oro, de la sangre,
del fuego.


Y al verde valle
van acudiendo las ciervas
trayendo consigo el ensalmo al paisaje.
Y al poco se oye el bramido de los ciervos
ocultos aún en la espesura.


Aguzando la vista puede vérseles,
grandes manchas pardas entre los árboles,
como seres sobrenaturales
retándose para un combate mágico.
Se alargan las sombras.
Las ciervas
van extendiendo el ensalmo por la hierba del valle
mientras los bramidos de un par de machos
hacen temblar los montes.


Al fin, aparecen,
uno por cada extremo del claro,
buscándose, midiéndose,
desafiándose.
En la penumbra sus grandes cornamentas
son complicadas armas sobre las que converge
la última claridad.
Armas embrujadas por el taumaturgo
que en este valle tiene su morada.
Ahí están, los dos seres de fábula,
retándose,
dispuestos al combate,
desplegando su fuerza y su arrogancia.
En la tranquila lámina del río
se reflejan aún un instante
los últimos colores del cielo:
anaranjado, rosa, malva...
Luego, la oscuridad. Luego, la luna.


El signo que esperaban
los guerreros encantados
para iniciar el combate.
El entrechocar de las cornamentas
resuena como si todo un ejército
combatiera cuerpo a cuerpo
a la luz de la luna.


Estos dos guerreros son todos los guerreros,
sus armas son todas las armas,
su desafío es el mayor de los desafíos,
son dos príncipes aojados
combatiendo el combate más fiero
a la luz de una luna redonda
cuya claridad completamente blanca
chorrea por las altivas cornamentas
como si fuera sangre de ángel.


viernes, 19 de agosto de 2011

LA IRUELA


La ruta de los muertos.
El camino temido.
La senda de las ánimas.


La senda atraviesa la gran sierra.
La senda que los aldeanos
no se atrevían a pisar.


En La Iruela vivían
los recolectores de cadáveres.
Los hombres de negro
que recorrían la sierra
recogiendo los cuerpos de las gentes
que habían muerto en el bosque
para llevarlos a enterrar
a los pies del castillo abandonado.


Salían de noche.
El castillo se iluminaba con antorchas
para avisar a los vivos
de que la lúgubre comitiva
andaba recorriendo la sierra.
Los vivos no debían cruzarse con ella.
Con la comitiva de las sombras.
La comitiva que iba a encontrarse
con cuerpos destrozados,
podridos,
comidos por las alimañas.
Para recuperarlos
y llevarlos a enterrar al castillo.
En un extraño empeño
por no dejar los cuerpos en medio del bosque,
aunque fueran cuerpos de desconocidos,
cuerpos que nadie había echado de menos.
Para evitar que sus almas
quedaran vagando por las solitarias veredas.
La senda de las ánimas
era territorio prohibido,
espacio límite
entre la vida y la muerte,
espacio al otro lado del cual
están los fantasmas, está el miedo.
La recorría una carreta cargada de muerte
que aterraba a los aldeanos.
Atravesaba el bosque terrible
capaz de apresar las almas de los muertos.
El lóbrego cortejo
durante siglos recorrió la senda
en busca de los muertos corrompidos.


La senda de ultramundo.
La senda contaminada
que ningún vivo se atrevía a pisar
salvo los recogecadáveres
que ya pertenecían al mundo de los muertos.
Como una Santa Compaña invertida.
Una Santa Compaña de vivos
encargados de transportar cadáveres.
La gente que no había tenido tiempo de esconderse
giraba la cabeza para no ver
el macabro cortejo.
Los miembros de la comitiva
no hablaban entre ellos;
caminaban en silencio
por el bosque
trasladando cadáveres.


Como abandonados habían quedado esos cuerpos
en medio del bosque,
abandonado está ahora el cementerio
donde los fúnebres recolectores
los llevaban a enterrar.
Cuerpos sin nombre, sin identidad,
abandonados en el antiguo camposanto
de la iglesia ahora en ruinas.
Ahora son huesos sueltos
mezclados con la tierra removida.
Alguna cruz torcida.
Alguna última flor.
Un campo a los pies del castillo
abonado por la carne olvidada.
Nichos. Lápidas. Criptas.
Entradas a ultratumba.
Ahora rotas. Abiertas. Profanadas.


Quizá la antigua carreta
sigue recorriendo el bosque
llevando los cadáveres destrozados
a un lugar más seguro.

jueves, 18 de agosto de 2011

CAZORLA, I



A Cazorla hay que llegar por la noche.
Entonces el prodigio está asegurado.
La primera vez que se llega a Cazorla
ha de ser por la noche.


Un tren lento y desvencijado,
deteriorado y sucio,
me deja en Linares con horas de retraso.
Para ir a Cazorla he de tomar un taxi.
Atravesamos los olivares en penumbra
cubiertos por una vaga bruma.


Y, conforme desaparece la luz,
algo empieza a ocurrir.
En algún momento
el coche ha atravesado un túnel invisible
y hemos entrado en un mundo embrujado.
A nuestro alrededor se extiende la bruma
y el vehículo avanza sobre ella
convertido en coche de caballos, en alfombra mágica,
en pegaso
que me conduce a una ciudad encantada.


Me deja en un hotel transformado en palacio
y cuando salgo a la terraza
del dormitorio
me doy cuenta de que estoy
en un lugar embrujado.


En medio de la bruma
brilla el castillo iluminado,
bastión del Adelantamiento.


Es un castillo de oro
y en él viven seres fabulosos
que durante el día desaparecen.
Un castillo construido con sillares de oro
en el que vive un príncipe nocturno.
A los pies del castillo emergen de la bruma
los templos de la villa
recortándose con un resplandor
azul, blanco, verdoso,
como vistos a través del agua.


Y, enfrente de mí,
flotando en la niebla,
la gran cruz de la ermita,
encendida como si fuera fuego,
como si fuera una cruz de llamas,
una cruz ardiendo inextinguiblemente
en medio de la niebla.


No puedo apartarme de aquí.
Pasa el tiempo y sigo en la terraza,
asomada a ese vacío en el que flota
la ciudad encantada,
escuchando la música de la fiesta
que los seres nocturnos celebran en la fortaleza,
escuchando los murmullos de las oraciones
que alguien reza en los templos,
escuchando el crepitar del fuego
de la cruz que arde sin consumirse.


Debe de haber alguna droga en el aire,
algún conjuro que me está penetrando,
que agudiza mis sentidos,
que me permite oir lo inaudible, ver lo invisible,
ver y oir a los seres nocturnos que habitan esta villa
y que me están comunicando esta alegría,
esta borrachera,
la plenitud de este momento único, teúrgico,
que ha sido posible
porque he llegado a Cazorla por la noche
y he sorprendido a los seres fabulosos
que durante el día desaparecen.