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viernes, 1 de julio de 2011

JAÉN, I



Por la noche


desaparecen los vivos



y surgen las sombras.



Desaparecen las mujeres que entran y salen de la catedral,

los hombres que dormitan

sentados en los bancos bajo el cobijo

de las grandes copas de los árboles,

desaparecen las carreras de los niños,

las risas de las adolescentes,

las charlas, los paseos,

y la plaza se llena de sombras.


Y entonces hay algo sobrecogedor

en el ambiente.

Se escuchan pisadas

y uno cree ver siluetas negras

escabulléndose.

Intentas seguirlas y se esfuman

pero reaparecen en los espacios sin luz

que dejan las farolas.


Por la noche

se abren las piedras

y surgen estas presencias sin rostro

convocadas a una reunión secreta.

Pertenecen a una misteriosa hermandad

guardadora de claves ocultas

y no es fácil que te permitan

aistir a su cónclave.


Pero a mí me han dejado.

Me han permitido verlos porque he acudido

con el espíritu desprotegido,

he acudido con el corazón abierto

y la mirada dispuesta a ver prodigios.


Sé que, cuando mañana vuelva a salir el sol

y la plaza recobre su aspecto cotidiano,

no podré contar nada

de lo que aquí haya presenciado.

Sé que, aunque lo contara,

nadie me creería,

se reirían de mí,

me mirarían con conmiseración

o con reproche.


Pero no importa.

Esta noche estoy aquí con ellos.

La búsqueda, la lucha

obtienen aquí su recompensa.

He tenido que despojarme de todo,

he tenido que alejarme de todos.

He tenido que arriesgarme a perder

a cambio de nada.

Pero ahora estoy aquí

y todo cobra sentido.

Aunque no se lo pueda explicar a nadie.

Pero aquí estoy.

Y ellos acuden

y me dejan quedarme.

Me dejan verlos.

En esta plaza,

cuando se acaba el tráfico diurno,

se reúnen unas sombras antiguas

a hablar de cosas secretas.

Yo no entiendo del todo lo que dicen

pero el sonido apagado de sus voces

es suficiente para transmitirme

algo de su conocimiento.

No puedo hablar de ello

pero he estado en esta plaza por la noche

y he participado

en la reunión secreta

de las sombras.

jueves, 30 de junio de 2011

JAÉN, II




Don Miguel,


he recorrido la ciudad que fue tuya

buscando tu huella.

He estado frente a lo que fue tu palacio,

tratando de reconstruirlo.

Tratando de ver, a través de las épocas,

aquellas riquísimas salas,

aquellas fiestas fastuosas.

He recorrido los restos alterados

del que fue tu palacio,

tratando de oir algo.


Y no puedo, don Miguel,

aquí ya no se oye nada.

Tu voz ha enmudecido.

La música se ha apagado.



Aquí vivió una vez un gran señor,

un leal servidor de su rey,

aficionado al lujo, las fiestas, las batallas,

infatigable defensor de la frontera.

Aquí los mejores caballeros de Castilla

justaron con él en torneos formidables.

El suyo fue el palacio más hermoso;

las suyas, las celebraciones de más fama.


Me habría gustado que me hablaras

de la emoción de las victorias,

del desagradecimiento de los reyes...

Pero tu palacio se ha perdido,

y con él las voces y los ecos de las voces.


Me encamino a la catedral

en la que tú rezabas.

Me arrodillo como lo hacías tú

y espero.

Y al final lo veo.

Veo la sangre

goteando de tu cuerpo aún caliente,

el río de sangre

con el que se te acababa la vida,

el charco de sangre

creciendo en el suelo de la catedral.


Veo al hombre embozado que empuña la ballesta

que te golpea,

que te abre una brecha en la cabeza,

una herida mortal.

Oigo a los urdidores de la infamia.

Oigo al pueblo

lanzándose contra los judíos de la Magdalena,

matando a muchos,

mientras los conjurados se ocultan.


Hacía tiempo que estabas amenazado de muerte.

Fuiste el único hombre

que le fue leal al rey toda la vida.

Las intrigas de la corte te alejaron,

siendo el único hombre

en el que el rey habría podido confiar.

Encumbrado por el monarca,

los nobles ambiciosos empezaron a odiarte.

El rey te enriqueció,

te armó caballero, te otorgó títulos nobiliarios,

te nombró Condestable de Castilla.

Los ambiciosos se inquietaron.

Los nobles se sintieron agraviados.

Huyendo de las intrigas de la corte,

te refugiaste aquí.

Te sentías seguro en la frontera,

leal al rey desde la distancia,

leal al rey en la guerra.

Te alejaste de las confabulaciones y las traiciones,

te alejaste de la lucha política,

elegiste la vida en la frontera

como modo de servir al rey.

Pero los nobles aún temían tu influencia,

se negaban a admitirte entre los suyos,

deseaban anular tu poder.


Aquí, frente al altar,

quedó para siempre la mancha de tu sangre.

No caíste en una batalla,

no caíste en campo abierto,

tus muchos enemigos

no se atrevieron a enfrentarse

contigo limpiamente.



Te mataron por la espalda mientras rezabas

y aquí en el suelo quedó para siempre

la mancha de tu sangre

para quien sepa verla.