martes, 3 de noviembre de 2015

SANTA MARÍA DE HUERTA



“DON RODRIGO JIMÉNEZ DE RADA, EL TOLEDANO”
Juan Fernández Valverde
Introducción a Historia de los hechos de España


El sobrenombre de Toledano se debe a su propia pluma, que en ocasiones se refiere a él mismo como “Rodericus Toletanus” o simplemente “Toletanus”, por su condición de arzobispo de Toledo.


Los primeros datos sobre la vida de Rodrigo Jiménez de Rada, no atribuibles a su propia pluma o a los documentos oficiales de los que fue parte activa o pasiva, se deben a un oscuro monje de Santa María de Huerta, donde está enterrado el arzobispo.


El monje Ricardo, que vivió por la misma época y «que debía ser el más aventajado en las letras que se usaban en aquel siglo, y el más pío, escribió unos coplones, que entonces se tenían por versos muy píos, y los puso en un pergamino clavado en una tabla» para que ilustraran la tumba del Toledano, laudatorios hasta la exageración y en un estilo propio de unos «tiempos donde se debía de leer poco en Virgilio, ni menos en Homero». Entre tanto encomio dejaba caer, desperdigados y esquemáticos, los principales hechos de la vida del ocupante del sepulcro: nace en Navarra, se cría en Castilla, estudia en Bolonia y París, es arzobispo de Toledo, va a Lyón, se entrevista con el Papa y muere en el Ródano, cuando regresaba a España, el 10 de junio de 1247.
Al parecer el monje Ricardo vivió en la misma época que don Rodrigo.


Con el tiempo, los monjes de Huerta colocaron «una tabla breve, escripta en romance o lengua vulgar», dando noticia de que allí estaba enterrado don Rodrigo.



Entre 1557 y 1560, Fray Luis de Estrada, durante su primer mandato como abad del citado monasterio, sirviéndose de los archivos del cenobio compuso «una tabla en lengua vulgar questá colgada delante del sepulchro Sancto deste Señor, para mayor noticia de sus grandezas, la qual persevera en el mismo lugar siempre», en la que aportaba algunos datos más sobre la vida del Toledano, su enterramiento y escritos.



Fray Luis de Estrada fue abad de Huerta en tres trienios distintos: 1557-1560, 1572-1575 y 1578-1581, año en que murió el 2 de junio nada más ser elegido su sucesor. El manuscrito es de su último trienio, hacia 1580, pero en él dice que escribió la tabla «siendo Abbad mas mozo», esto es, entre 1557 y 1560. A Fray Luis de Estrada pertenecen todos los entrecomillados anteriores. Esta tabla es la que reproduce, tomándola por epitafio, Gil Gonçález Dávila en 1645...


Aunque algunos sitúan su nacimiento en 1180, la mayoría de los autores coincide en que Rodrigo Jiménez de Rada, el Toledano, nació en 1170 en Puente la Reina, Navarra, en el seno de una noble familia formada por navarros y castellanos.



Así, su abuelo paterno fue Pedro Tizón de Cadreita (o de Rada), que tan destacada intervención tuvo en la elección de Ramiro II el Monje como rey de Aragón; su padre, Jimeno Pérez de Rada (o de Cadreita), que casó con Eva de Finojosa, hija de Sancha Gómez, entroncada con la casa real navarra, y de Miguel Muñoz de Hinojosa, un héroe legendario de Castilla. Eva de Finojosa, hermana de San Martín de Hinojosa, era señora de Bliecos y Boñices, en Soria. La procedencia castellana de su madre tendrá posteriormente una gran influencia en la vida de Rodrigo, que tuvo por hermanos a María, Bartolomé, Miguel y Pedro.


La casa solariega de esta ilustre familia estaba situada en el castillo de Rada, en la vega navarra de Marcilla, lugar de tan estratégica importancia que, años después de la muerte de Rodrigo y una vez extinguida la descendencia masculina directa de la familia, fue adquirido por la casa real navarra para evitar posibles amenazas de cualquier nuevo propietario poco de fiar. Acabó por ser destruido en 1455.


Pero no fue en este castillo donde transcurrieron los primeros años de la vida de Rodrigo, sino en la corte de Sancho VI el Sabio de Navarra, donde su padre era un influyente personaje.


Navarra estaba entonces en pleno conflicto con Castilla, pero pese al ambiente bélico que allí se respiraba, Rodrigo se inclinó hacia las letras. Algo tendrían que ver en ello su tío San Martín (monje cisterciense, primer abad de Santa María de Huerta, adonde regresó tras desempeñar seis años el obispado de Sigüenza), y el obispo de Pamplona, Pedro de París, que fue quien debió de influirle definitivamente en su decisión de proseguir estudios superiores.


Pero no era posible llevar a cabo esto en España. Aunque en las catedrales de la península se habían formado escuelas a raíz de la recomendación que a este propósito se hizo en el VII Concilio de Letrán, aún distaba mucho de poder hablarse de una Universidad en España. Por aquel entonces, un “Studium generale” requería tres condiciones: que admitiera estudiantes de todas partes, y no sólo del lugar donde estaba radicado; que tuviera por lo menos una de las tres facultades principales (Teología, Derecho o Medicina); y que la enseñanza fuera impartida por un número considerable de Maestros o, al menos, por varios de ellos. A comienzos del siglo XIII había en Europa tres “Studia” a los que se podía dar este nombre: París, para la Teología y las Artes, Bolonia, para el Derecho, y Salerno, para la Medicina, siendo las dos primeras casi las únicas universidades originales, pues las demás, en su inmensa mayoría, se van a crear a partir de alumnos y maestros desgajados de ellas dos.


Rodrigo marcha primero a Bolonia y luego a París, dos lugares con los que Navarra estaba muy relacionada: en Bolonia tenía el monasterio de Roncesvalles la encomienda de la parroquia de Santa María de Mascarela y en París se creará años más tarde el Colegio de Navarra.


Rodrigo debió de estar unos cuatro años en cada una de ellas, a partir de 1195. No se sabe con certeza qué estudió, aunque es de imaginar que cursara Derecho Canónico en Bolonia (aún bajo el influjo del Decreto de Graciano) y Teología en París, donde alcanzaría el grado de “Magister Theologiae”.


Nada más se sabe con exactitud, salvo que en 1201, y por razones que se desconocen, hizo Rodrigo testamento en París, siendo éste el primer documento que se conserva de él. Traducido dice así:



«Que sepan todos, tanto los de ahora como los venideros, que yo, Rodrigo Jiménez, he decidido ser enterrado en Huerta, y esto lo he ratificado con un juramento. Así, si muriere en España, que nadie se atreva a negar mi cuerpo a los monjes del citado monasterio, cuando lo pidan, incluso si yo llegare a ser prelado. Hago esta promesa en París, a 24 de Abril del año 1201 de la Encarnación del Señor. Y para que no se le pueda tener por írrito, lo rubriqué con mi propia mano y le puse mi propio sello».


De este documento se pueden deducir varios hechos. Primero, que ya era diácono, pues sólo así se podía llegar a ser obispo, aparte de aprovechar las facilidades que los eclesiásticos tenían para acudir a otros países a ampliar conocimientos. En segundo lugar, que ya por entonces vislumbraba, o tenía claras, sus posibilidades de llegar a ser obispo.


Sin duda, hay algún dato de su vida, alguna amistad importante, alguna promesa anterior que desconocemos. Si no, hay que pensar que Rodrigo se sentía llamado a altas misiones o, con otras palabras, que poseía una enorme ambición. Porque desde el momento en que vuelve de Francia su carrera es meteórica.


Por otro lado, su estancia en el extranjero fue decisiva para su evolución posterior en todos los aspectos. Desde la lejanía de Bolonia y París, asistiendo a las lecciones de los más afamados maestros de la época, rodeado de compañeros de toda Europa, viviendo el mundo cultural de dos ciudades cosmopolitas, debió de ver a España dividida en cinco reinos cristianos que dedicaban más sus energías a luchar unos contra otros que a continuar los combates contra los musulmanes que ocupaban casi la mitad sur de la península. Y entre éstos, el reino con menor posibilidad de expansión era el suyo, Navarra, ahogado entre el de Aragón y el que encarnaba un mayor vigor y lozanía: Castilla.


Alguna idea debió de pasar por su mente, algo que se nos escapa. Pero lo cierto es que Rodrigo, tras regresar a Navarra o a Castilla —que esto está en duda— entre 1202 y 1204, aparece en el lugar justo y en el momento preciso.



Alfonso VIII, el rey de Castilla, andaba desde tiempo atrás madurando la idea de lanzar una formidable operación contra los almohades, tanto para vengar la derrota que había sufrido en Alarcos en 1195 como para abrir los pasos de Sierra Morena. Pero para poder actuar con total libertad tenía antes que eliminar sus problemas con los otros reyes cristianos. Ése fue el objetivo de la paz firmada en Guadalajara el 29 de octubre de 1207 con Sancho VII de Navarra. Garibay es quien aporta el dato: «...siendo el que en la concordia de los Reyes más trabajó don Rodrigo Ximénez Arzobispo de Toledo, que en el año siguiente ascendió a la primacía de las Españas, y Agobispado de Toledo».


Era la persona adecuada para facilitar tal acuerdo. La buena posición que disfrutaba su familia en la corte navarra le debió de abrir las puertas de la castellana. Su padre, Jimeno Pérez, fue escogido por Alfonso VIII como uno de los fiadores de castillos que se entregaron como prendas de aquel acuerdo. Y él en particular le cayó tan en gracia al rey de Castilla que ya no se separó de él nunca más.


Su entrada y ascendiente en la corte castellana no dejó de sorprender a los antiguos historiadores. Así se expresa Mariana: «Las raras virtudes y buena vida, y la erudición singular para en aquellos tiempos hicieron que, sin embargo que era extranjero, subiese a aquel grado de honra y a aquella dignidad tan grande; y porque las treguas entre los Reyes se concluyeron en gran parte por su diligencia, tenía ganada la gracia de los Príncipes, y las voluntades de la una y de la otra nación».


A partir de ese momento se convierte en consejero de Alfonso VIII, que no va a tardar en promocionarlo. En ese mismo año de 1207 murió en Francia Diego de Aceves, obispo de Osma, a cuya sombra se había forjado el futuro Santo Domingo de Guzmán. Alfonso VIII solicitó al cabildo de Osma que eligiera a Rodrigo como sucesor, hecho que ocurrió en el mismo año o el siguiente.

Pero no llegaría a ser consagrado. El 28 de agosto de 1208 fallecía Martín López de Pisuerga, arzobispo de Toledo, y antes de que se cumplieran los tres meses de que el cabildo disponía para elegir sucesor, lo hizo en la persona de don Rodrigo por unanimidad de los compromisarios: el deán, el maestrescuela y tres canónigos. Su confirmación la firmó Inocencio III el 13 de marzo de 1209. Todavía no era sacerdote cuando ocurrió su elección, y posiblemente fuera su tío San Martín quien lo ordenó con posterioridad.


Los primeros años como pastor de la diócesis toledana los pasa adaptándose a su nuevo cargo. Pronto tiene que intervenir en problemas de las diócesis sufragáneas y en los inevitables pleitos que surgen entre los monasterios.

Pero ya en ese mismo año de 1209 aparece la primera llamada papal a la lucha contra los árabes. La bula de Inocencio III de 16 de febrero pide al arzobispo de Toledo que anime a Alfonso VIII a ayudar a la empresa que promueve Pedro II de Aragón. No será así, porque el rey de Castilla tiene su propio plan y con ese fin acuerda paces con el rey de León, su primo Alfonso IX, en Valladolid el 27 de junio.

También es en ese año cuando se inician las obras del Palacio de los Arzobispos toledanos en Alcalá de Henares.


Y a fines de 1209 o principios de 1210 realiza don Rodrigo su primer viaje a Roma. Le llevan allí, como ocurrirá casi siempre, algunos pleitos que mantiene con diócesis vecinas, y su primer paso en uno de los grandes objetivos de su vida: lograr el reconocimiento de la primacía de la sede de Toledo sobre toda la península. Es de suponer que también entonces fuera consagrado obispo por el Papa.


En 1210 expiraban las treguas de diez años firmadas por Alfonso VIII con los musulmanes. Ya tiene las manos libres para su empresa. Empieza a pedir ayuda al Papa y a solicitarle la declaración de Cruzada con todos los beneficios que ello comportaba. Se envían mensajeros al extranjero a propagarla. A don Rodrigo le correspondió ir a Francia, donde sólo tuvo algún éxito en el sureste. El viaje lo hizo a fines de 1211.

Antes, en julio, emprendió su segunda gran construcción: la Colegiata de Talavera para la formación del clero toledano.


Don Rodrigo Jiménez de Rada regresó a Toledo en la primavera de 1212. Lo que sucedió desde ese momento hasta el final de la batalla de Las Navas de Tolosa a mediados de julio lo cuenta él mejor que nadie en el libro VIII de la crónica.

También en ese libro se pueden seguir los principales hechos que se desarrollaron hasta el 6 de octubre de 1214, fecha de la muerte de Alfonso VIII, de quien fue «su confesor y amigo querido de los últimos tiempos».

Las atenciones que prestó en los últimos momentos al moribundo rey le granjearon la donación de la villa de Talamanca por su sucesor, Enrique I, a los seis días de la muerte de aquél.


Seguramente fue durante los dos años que mediaron entre la batalla de Las Navas de Tolosa y la muerte del rey cuando se creó la Universidad de Palencia, aunque algunos afirman que fue unos años antes. A raíz del III Concilio de Letrán las escuelas catedralicias fueron apareciendo en España. En Palencia, que era el centro de mayor preocupación por el saber, se mejoró la escuela que ya existía, y a principios de siglo había allí algunos maestros extranjeros. Por lo tanto, no se trataba de una creación ex nihilo, pues «cuando decimos que Alonso VIII de Castilla fundó el Estudio General de Palencia en 1212, Alfonso IX de León el de Salamanca en 1215 (...), se entiende que los reyes se apresuraron a favorecer estudios ya existentes».

Fue el P. Mariana quien atribuyó a Jiménez de Rada la idea de esa creación: «En el tiempo que las treguas duraron con los Moros, a persuasión del Arzobispo Don Rodrigo se fundó una Universidad en Palencia por mandato del Rey y a sus expensas para la enseñanza de la juventud en letras y humanidad: ayuda y ornamento de que solo hasta entonces España carecía a causa de las muchas guerras que los tenían ocupados. De Italia y de Francia con grandes premios y salarios que les prometieron traxeron cathedraticos para enseñar las facultades y ciencias». Hubo treguas antes y después de la batalla de Las Navas de Tolosa. Mariana fecha en 1209 la creación de la Universidad.

El propio Toledano relata esa creación, pero nada dice de que fuera idea suya. Lo más posible es que no lo fuese, aunque es de suponer que, por su estancia en Bolonia y París, acogiera favorablemente el proyecto y lo ayudara en lo que pudiera.

Hay quien la atribuye a Don Tello, el obispo de Palencia, señalando que el papel de Alfonso VIII consistió en invitar a Maestros de las escuelas más famosas, sin duda París y Bolonia, a que fueran a Palencia a enseñar, fijándoles una retribución, que no sería suficiente ya que el Tudense afirma que Don Tello utilizaba las tercias eclesiásticas para pagar a esos maestros.


De esto se puede deducir que la crisis a la que alude el Toledano ocurrió durante el reinado de Enrique I, cuando los Laras confiscaron esas tercias, y que sería el momento que aprovechó Alfonso IX de León para crear la Universidad de Salamanca, confirmada más tarde por Fernando III en 1243.


No fueron fáciles los tres años escasos del reinado del jovencísimo Enrique I. Don Rodrigo, albacea del testamento de Alfonso VIII en cuanto que arzobispo de Toledo, cumple con su cometido. Pero las turbulencias que desatan los Núñez de Lara le recortan su influencia al tomar partido por la reina Berenguela.


Además, en 1215 tuvo lugar un acontecimiento que ha hecho correr ríos de tinta. En noviembre de ese año se celebró en Roma el IV Concilio de Letrán. El Papa Inocencio III quiso aprovechar la estancia en Roma de los obispos españoles para intentar llegar a una solución en el largo contencioso de la Primacía. El problema no era sólo protocolario. Antes de la invasión de los árabes había un solo primado en la Península con jurisdicción sobre todo el reino visigodo, que incluía también la provincia de Narbona. Ahora, cada reino pretendía tener su primado: el de Portugal, en Braga; el de León, en Santiago de Compostela; y el de Aragón, en Tarragona. La pretensión de los arzobispos de Toledo, y de don Rodrigo en particular, de que la primacía de Toledo fuera reconocida por todas las demás, implicaba una maniobra de largo alcance: el primado conseguiría así un poder considerable, pues sus decisiones, por ejemplo los nombramientos de obispos, trascenderían las fronteras de los reinos. Como es lógico, a esto se oponían los otros primados, que a su vez la reclamaban como suya aduciendo diversas razones.

El 8 de octubre, antes de la apertura del Concilio, y con permiso del Papa, se trató la cuestión en un salón del Palacio de Letrán, con asistencia de los prelados que ya habían llegado para participar en el Concilio. La actuación de don Rodrigo debió de ser una sensación para los asistentes. Todos los cronistas coinciden en señalar que «para los que estaban presentes (...) se enterassen del derecho que tenia, despues de haver informado en lengua latina (...) dio razon de su causa en las lenguas Española, Alemana, Francesa, Italiana e Inglesa, por ser en todas con excelencia practico». También los obispos de otros países se debieron de quedar impresionados. Siglos más tarde el abad Darras lo resumía así: «L'année 1215, avec le concile de Latran, procura une gloire toute pure á l'Espagne, en mettant en lumière aux yeux du monde entier un des hommes les plus remarquables parmi les plus grands qu'elle ait jamais produits»; y en la página siguiente le llama «un des hommes plus savants de son siècle».

La solución del problema se aplazó hasta proveer más información y nunca alcanzó un acuerdo terminante, pese a que Jiménez de Rada consiguió una tras otra las bulas que pretendía, pero que eran sistemáticamente contestadas por los otros arzobispos.


Vuelve don Rodrigo a España a principios de 1216, y sigue con su influencia alicortada, al paso que marca el conde Álvaro Núñez de Lara. Pero el 6 de junio de 1217 Enrique I muere víctima de un accidente y la situación da un vuelco completo.


El 2 de junio es proclamado Fernando III rey de Castilla. Comienza la época de mayor predicamento de don Rodrigo. Continúa siendo el Canciller Mayor del reino, cargo que desde tiempo atrás estaba identificado con los arzobispos de Toledo, aunque en realidad ejercía sus funciones algún eclesiástico de menor rango.

Ha conseguido los primeros reconocimientos papales de su primacía y, desde 1218, será por diez años legado pontificio en España para la cruzada que se va a lanzar en Oriente al año siguiente y para la que los españoles, relevados de enviar efectivos humanos y materiales, tienen que emprender una gran ofensiva de distracción en la península; pero Castilla tenía concertadas por entonces unas treguas con los almohades, que no expirarían hasta 1224.


Mientras tanto, el Toledano continúa ordenando su diócesis, pleiteando con las vecinas, recibiendo donaciones, comprando, vendiendo y cediendo villas y posesiones.

Uno de los asuntos que resolvió con mayor habilidad fue el referente a los judíos de su diócesis. Los cánones 68-70 del Concilio de Letrán habían dispuesto que los judíos llevaran distintivos en sus ropas para identificarse como tales, vivieran en barrios separados y pagaran diezmos y otras cargas eclesiásticas por las propiedades que pudieran adquirir a los cristianos, así como la imposibilidad de ocupar cargos públicos. Pero la poderosa y arraigada comunidad judía de Toledo se opuso a llevar los distintivos, amenazando con marcharse si se les obligaba. Ante el desastre económico que esto podía acarrear, don Rodrigo, de acuerdo con Fernando III, expuso la situación al Papa y el decreto se suspendió por algún tiempo. Pero el 18 de marzo de 1219 el Papa exigió que se les obligase a pagar los diezmos. Don Rodrigo llegó entonces al acuerdo siguiente con los judíos: todo judío varón, mayor de edad o casado, pagaría cada año la sexta parte de un áureo, que la propia comunidad se encargaría de recaudar, quedando exentos de los diezmos, que sólo se pagarían cuando el judío que no poseyera nada comprara alguna propiedad a un cristiano. Como contrapartida, el acuerdo establecía, sin precisar más, que el arzobispo los ayudaría en lo que fuera posible.


A finales de este mismo año, el 30 de noviembre, Fernando III contrajo matrimonio con su primera esposa, Beatriz de Suabia. Hasta que en 1224 expiren las treguas con los árabes, el reino permanece tranquilo, sin grandes problemas que lo solivianten, mientras el Toledano prosigue su paciente labor de consolidación y acrecentamiento de su diócesis, pleiteando con quien hubiere lugar, y siempre presto a intervenir en cualquier problema que pudiera surgir en las diócesis que dependen de la suya.

En septiembre de 1224, Fernando III, tras rechazar un nuevo acuerdo con los árabes, como el propio Toledano cuenta, inicia la primera de sus expediciones militares hacia el Sur, conquistando Quesada en octubre, pero abandonándola en seguida y volviendo a tierras cristianas poco después. En esa expedición tomó parte el Toledano, como también en la del año siguiente, en la que se sitió Jaén y se tomaron Andújar, Martos y Priego.

El 20 de febrero de 1226 recibe don Rodrigo el encargo del Papa Honorio III para que enviara misioneros a Marruecos y los reinos árabes y consagrara obispos en ellos si fuera menester. Baeza se había tomado en la campaña de 1226, año en que también se conquistó Capilla.


Es al retorno de esta expedición cuando Jiménez de Rada afirma que él y el rey pusieron la primera piedra de los cimientos de la Catedral de Toledo, «debaxo de la qual echaron medallas de oro y plata conforme a la costumbre antigua de los Romanos». La fecha exacta del inicio de la más grandiosa construcción del Toledano parece que fue en noviembre de 1226. No la vería concluida y su financiación sería una continua preocupación.


En la campaña de 1229 se conquistaron Sabiote, Jódar y Garcíez. Al año siguiente Fernando III pone de nuevo sitio a Jaén, pero tampoco puede hacerse con ella.


El 24 de septiembre moría en Vilanova de Sarria su padre Alfonso IX de León. Fernando III recibe la noticia en Guadalerza, camino de Toledo. Acompañado del Toledano y otros personajes de la corte se apresura a hacerse cargo del reino leonés. El relato del arzobispo expone con claridad y detalle todos los avatares hasta que Fernando III fue proclamado rey de León en el mes de noviembre.

La labor de don Rodrigo no debió de ser meramente decorativa, pues dos meses más tarde, el 20 de enero de 1231, el flamante rey de Castilla y León hace donación al arzobispo de Toledo, iure hereditario, de la villa de Quesada, en tierras de Jaén, la que había sido abandonada luego de su conquista en 1224 y que ahora se hallaba de nuevo en poder de los árabes, que la estaban reconstruyendo.

Don Rodrigo no tardó tres meses en aprestar una hueste, pues en abril inicia su expedición contra Quesada, a la que conquistó junto con numerosas aldeas. «Este fue el principio del adelantamiento de Cazorla, que por largos tiempos por merced y gracia de los Reyes poseyeron los Arzobispos de Toledo, que nombraban como Lugarteniente suyo al adelantado».


El 5 de noviembre de 1235 fallecía en Toro la reina Beatriz. Y pocos meses después, ya en 1236, Jiménez de Rada emprende un nuevo viaje a Roma para intentar solventar un problema que se arrastraba desde bastantes años atrás.

La jurisdicción exenta de las Órdenes Militares chocaba en ocasiones con la jurisdicción ordinaria de los obispos, sobre todo cuando andaba por medio la percepción de los diezmos de las iglesias. El choque más violento fue con la Orden de Santiago. Aunque se había llegado a acuerdos en 1214 y 1224, el problema seguía rebrotando cada dos por tres.


Mientras se hallaba en Roma, ocurrieron dos hechos importantes. El 29 de junio era conquistada Córdoba. Y en octubre, dos racioneros de la Catedral de Toledo, Pedro y Gabino Pérez, hicieron llegar al Papa, a través del legado Otón, un libelo en el que acusaban a don Rodrigo de toda clase de irregularidades y apropiaciones indebidas en la administración de los bienes de la diócesis. No se sabe si la denuncia prosperó, pero tuvo que afectar al Toledano, que regresa a la península, a través de Navarra, a principios de 1237.


En noviembre de este año contrae Fernando III segundas nupcias con Juana de Ponthieu, siendo éste el último capítulo de la crónica del arzobispo.


El 28 de noviembre de 1238 Jaime el Conquistador entraba en Valencia. El arzobispo de Tarragona se había apresurado a nombrar obispo de la nueva ciudad arrebatada a los musulmanes, surgiendo inmediatamente el conflicto con el Toledano, que reclamaba esa diócesis como suya aduciendo su primacía. El pleito subsiguiente le llevó de nuevo a Roma a fines de 1238 o principios de 1239.

Cuando en la primavera regresa a través de la provincia tarraconense, llevando desplegado su guión, utilizando el palio y concediendo indulgencias, provoca una ruidosa protesta del arzobispo de esa provincia, que acaba por excomulgarlo en un Concilio provincial el 8 de mayo de 1240, mientras en Tudela se sustanciaba el pleito valenciano.

En agosto de 1240 el anciano Gregorio IX convoca para el año siguiente un Concilio General para debatir sus problemas con el emperador Federico II. El Concilio no se pudo celebrar por los enormes impedimentos que el emperador puso para que los obispos llegaran a Roma. Pero don Rodrigo se había adelantado con la intención de solucionar el problema de su excomunión. Regresó tan pronto como se comprobó la imposibilidad de que el Concilio se reuniera.


El arzobispo actuó «desde su doble condición de gran señor feudal a la manera ultrapirenaica y de gran señor conforme a los módulos de las tradiciones castellanas», producto del conflicto entre lo que él había observado en sus estancias en el extranjero y su residencia en Castilla. A lo largo de toda su vida nunca dejó de hacer negocios, tanto para provecho propio como para el de su diócesis, para lo cual «logró aprovechar a maravilla la favorabilísima situación en que la Providencia lo había colocado». Tenía una capacidad prodigiosa para las ciencias y para los negocios. «Regir la sede de Toledo en los instantes en que hubo de gobernarla don Rodrigo y ejercer en esas décadas la primacía sobre las iglesias de España, no fueron sin duda fáciles tareas».


El Toledano sufrió una aguda crisis depresiva en torno a 1238, según se deduce del documento por el que, a 10 de julio de ese año, hace donación de su sede al cabildo toledano, reservándose para el resto de su vida el disfrute de las villas de Esquivias y Torrijos en el caso de que «tanto en el desempeño del cargo como por cualquier otro motivo sucediese que Nos dejáramos el gobierno de la iglesia de Toledo».


¿Cuál podría ser la razón de que en ese momento el arzobispo contemplara la posibilidad de abandonar su cargo? Podría ser su conflicto con las todopoderosas órdenes militares; o también, su enfrentamiento con el cabildo, a raíz de la denuncia de los dos racioneros que acababan de dar a conocer al Papa sus supuestas irregularidades.

Cuando muera años más tarde, el cabildo no reclamará su cuerpo, aunque podía hacerlo ya que había muerto fuera de España y su testamento de París de 1201 exigía que nadie lo reclamase «si muriere en España».

La donación de su sede al cabildo sería un intento de congraciarse con él. También podría ser la razón de su depresión el que, a esas alturas de su vida, con casi setenta años, está viendo que sus dos últimas ambiciones (la finalización de las obras de la Catedral de Toledo y la conquista de Baza, un objetivo que se fijó con obsesión en su última época) no las va a poder cumplir.


Lo más probable es que fuera todo eso y algo más. Ese algo más pudo ser un enfrentamiento, enemistad o alejamiento de Fernando III.


En la crónica, los dos grandes héroes son Alfonso VIII y su hija la reina Berenguela. Todos los historiadores coinciden en señalar la enorme sintonía entre Fernando III y el Toledano «sin el qual veo que ninguna cosa de importancia acometian» o «que tenia la mayor autoridad entre todos como el merecia» o, visto desde el extranjero, «le célèbre Rodrigue, archevèque de Tolède et granchancelier de Castille, fut durant trente ans à la tète de tous les conseils. Il etait si parfaitement uni avec Bérengère et Ferdinand, q’on eût dit q’ils n’avaient tous les trois q’une âme». Pues bien: si se exceptúa el Prólogo, que dirige al propio Fernando III porque a petición suya escribe la obra, en todo el resto sólo hay un adjetivo encomiástico hacia el rey: “ínclito”.

Además, prácticamente todo lo que lleva a cabo Fernando III lo es por instigación, disposición o previsión de su madre Berenguela. Fernando III aparece como un instrumento mediante el que ésta pone en práctica una sensacional capacidad de gobierno en todos los órdenes de la vida. Tampoco habla para nada de las esposas del rey, salvo con expresiones protocolarias. Ni siquiera el capítulo titulado «Sobre la alabanza del rey Fernando y su esposa Beatriz», responde a su propósito.

Por tanto, algo debió de ocurrirle a Jiménez de Rada con Fernando III (al que ni siquiera desea una larga vida, como hace con casi todos los contemporáneos) para que el relato que hace de los hechos de su rey parezca el de cualquier otro rey doscientos años antes.


Don Rodrigo Jiménez de Rada falleció en el Ródano el 10 de junio de 1247, cuando regresaba de Lyón, donde se había entrevistado con el Papa Inocencio IV.

No se sabe el motivo de la entrevista. Hay quien cree que en ese viaje solicitó un préstamo a los banqueros toscanos de Lyón, para poder seguir las obras de la catedral. Emprendió el viaje a pesar de que «demas de estar muy apesgado con los años, se hallaba quebrantado con muchos trabajos»; y «concluidos los negocios, en una barca por el Rhodano abaxo daba la vuelta, quanto le salteó una dolencia de que falleció en Francia». También pudo haber muerto por accidente.

Garibay fue el que introdujo la creencia errónea de que había muerto en Huerta el 9 de agosto de 1245 cuando regresaba de Roma. Gonçález Dávila, que también da esa fecha, afirma que quiso ser enterrado en Fitero, otro de los lugares predilectos del Toledano, y que allí había un sepulcro con su epitafio.


Su cuerpo fue embalsamado y trasladado al monasterio de Santa María de Huerta, donde aún hoy sigue enterrado y, al parecer, incorrupto. A Huerta donó su «libreria mano escrita en pergamino, y con ella el original de Historia, que escrivió de España», además de bastantes heredades.

Fray Luis de Estrada se hacía eco de la reverencia que se tuvo hacia su sepultura, con estas palabras: «La sanctidad de este Señor tambien se infiere de la reputacion en que ha estado siempre su sepulchro; porque las Escripturas authorizadas antiguas de esta Sancta Casa, allende de lo que avemos visto en nuestros siglos, affirman queste cuerpo deste bendito Señor ha sido tenido por Sancto dende la antiguedad, y que los enfermos sanaban al tocamiento deste sepulchro, y para remedio de los affligidos se lleva la tierra de el y por esta causa su vulto y figura esta tan mal traslada de fuera. Pero dentro esta el cuerpo del bendito Pontifice todo entero hasta el dia de hoy vestido con su rico pontifical, mitra, guantes y anillos con una piedra que parece ser rubi y el pallio arzobispal esta prendido a su pecho con una aguja de plata grande, en la qual esta engastada otra piedra preciosa, y las sandalias estan todas bordadas con aljofar, y su cabeza esta llena de canas en toda la corona reclinada sobre almohada bordada de Castillos y Leones, y la casulla que tiene encima esta toda llena de Castillos de oro, y de la misma forma y figura que esta figurado el vulto en la delantera de este sepulchro de piedra, el qual no se permite ya abrir, porque á titulo de devoción diversos Señores pretendian despojar de su lustre y entereza este cuerpo Sancto».



Un personaje que desplegó tan variada y continua actividad se dedicó también a escribir, y el resultado fue una obra de gran extensión e importancia.

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