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domingo, 26 de abril de 2015

ESPINAZO DE CAN




Sueltan entonces las riendas empezando a cabalgar,
Que el plazo para salir del reino se acaba ya.
Mío Cid llegó a la noche hasta Espinazo de Can,
Muchas gentes, esa noche, se le fueron a juntar.
Otro día, de mañana, comienzan a cabalgar,
Saliendo va de su tierra el Campeador leal.

No se sabe con seguridad a qué espacio corresponde este topónimo.
Fue el lugar donde el Cid pasó la noche
cuando salió de San Pedro de Cardeña.
Aquí las huestes de Don Rodrigo aumentaron
con personas deseosas de unírsele.
De aquí se dirigieron al Sur
para salir cuanto antes de los límites del reino de Castilla,
ya que la orden de destierro debía ser cumplirla con prontitud.

Puede ser ESPINOSA DE CERVERA,
villa situada en el camino entre Santo Domingo de Silos y Caleruela,
partido judicial de Salas de los Infantes, mancomunidad de La Yecla,
en la falda de la Peña Cervera, en los Sabinares del Arlanza.
Al norte se extiende la Sierra de la Demanda,
al sur comienza la Ribera del Duero.

El Cid fue señor de algunas localidades de los alrededores,
por lo que es coherente que el Cantar afirme
que mucha gente se le unió en aquel lugar.

En la provincia de Burgos,
el autor del Cantar sólo cita cuatro lugares:
Vivar, Burgos, San Pedro de Cardeña y “Espinazo de Can”,
por lo que éste debía tener alguna relevancia especial.

Poco antes de llegar allí, había tenido lugar el episodio
que narra Manuel Machado.


***

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos,
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.

Cerrado está el mesón a piedra y lodo...
Nadie responde. Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder... ¡Quema el sol, el aire abrasa!

A los terribles golpes,
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal responde... Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules, y en los ojos lágrimas.

Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.
“Buen Cid, pasad... El Rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja...
Idos. El cielo os colme de venturas...
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!”

Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros.
Y una voz inflexible, grita: “¡En marcha!”

El ciego sol, la sed y la fatiga.
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos,
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.


Manuel Machado

sábado, 25 de abril de 2015

PEÑACOBA




Es una de las tres aldeas de Santo Domingo de Silos,
ubicada a más de mil metros de altitud,
frente a los cortados calizos de las Peñas de Cervera,
al lado del paso de La Yecla,
en los Sabinares del Arlanza
(uno de los más extensos y más antiguos sabinares de Europa).

Era punto intermedio en el camino entre el Monasterio de Silos
y el castillo o torre, hoy desaparecido, de Huerta de Rey.

Fue posesión del Cid, quien hacia 1070 la donó a Silos.
Allí podríamos imaginar el episodio que relató Rubén Darío...


***

Cuenta Barbey, en versos que valen bien su prosa,
una hazaña del Cid, fresca como una rosa,
pura como una perla. No se oyen en la hazaña
resonar en el viento las trompetas de España,
ni el azorado moro las tiendas abandona
al ver al sol el alma de acero de Tizona.
Babieca, descansando del huracán guerrero,
tranquilo pace, mientras el bravo caballero
sale a gozar del aire de la estación florida.
Ríe la primavera, y el vuelo de la vida
abre lirios y sueños en el jardín del mundo.

Rodrigo de Vivar pasa, meditabundo,
por una senda en donde, bajo el sol glorioso,
tendiéndole la mano, le detiene un leproso.

Frente a frente, el soberbio príncipe del estrago
y la victoria, joven, bello como Santiago,
y el horror animado, la viviente carroña
que infecta los suburbios de hedor y de ponzoña.

Y al Cid tiende la mano el siniestro mendigo,
y su escarcela busca y no encuentra Rodrigo.

—¡Oh, Cid, una limosna!— dice el precito.

—Hermano,
¡te ofrezco la desnuda limosna de mi mano!—
dice el Cid; y, quitando su férreo guante, extiende
la diestra al miserable, que llora y que comprende.

Tal es el sucedido que el Condestable escancia
como un vino precioso en su copa de Francia.

Yo agregaré este sorbo de licor castellano:

Cuando su guantelete hubo vuelto a la mano
el Cid siguió su rumbo por la primaveral
senda. Un pájaro daba su nota de cristal
en un árbol. El cielo profundo desleía
un perfume de gracia en la gloria del día.
Las ermitas lanzaban en el aire sonoro
su melodiosa lluvia de tórtolas de oro;
el alma de las flores iba por los caminos
a unirse a la piadosa voz de los peregrinos,
y el gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho,
iba cual si llevase una estrella en su pecho.

Cuando de la campiña, aromada de esencia
sutil, salió una niña vestida de inocencia,
una niña que fuera una mujer, de franca
y angélica pupila, y muy dulce y muy blanca.
Una niña que fuera un hada o que surgiera
encarnación de la divina primavera.

Y fue al Cid y le dijo:
—Alma de amor y fuego,
por Jimena y por Dios un regalo te entrego,
esta rosa naciente y este fresco laurel—.

Y el Cid sobre su yelmo las frescas hojas siente,
en su guante de hierro hay una flor naciente
y en lo íntimo del alma como un dulzor de miel.


Rubén Darío