domingo, 31 de julio de 2011

IBOLCA



El pueblo está en lo alto de la loma,

dominando la campiña.

Y, a las afueras del pueblo,

junto a un campo de olivos,

hay unas ruinas.



A las afueras del pueblo,

tras unas tapias,

están los restos de la antigua ciudad.

De la ciudad-estado ibérica

capital de los Túrdulos.

Restos de calles, de viviendas, de silos,

las murallas, el templo,

perdidos entre los olivares.



Por un desangelado callejón

salgo del pueblo,

me adentro en la propiedad privada

y allí, en medio de los olivos,

está la ciudad que fue.

Restos de pavimento,

pedazos de columnas

y las sombras de los antiguos habitantes

vagando entre las ruinas y la maleza,

deshaciéndose lentamente, como las piedras,

como las piedras, filtrándose en la savia de los árboles,

penetrando en sus frutos,

transformándose después en aceite.



Y así, sin querer, sin saber,

generaciones posteriores

ignorantes de la existencia de estas sombras

comulgarán con su esencia,

se alimentarán con su polvo,

comerán sus cenizas.

A través de la pequeña aceituna

se comunicarán pasado y futuro

y esta ciudad será eterna.


Paseo entre los restos.

Hablo con los muertos.

Contemplo el trajín de los espectros.

Ánimas que se van desvaneciendo lentamente,

como las piedras.

Delgadas, lívidas,

aquí siguen, viendo cómo sus casas se borran,

aquí siguen, entre dos mundos,

muriendo un poco cada día

pero sin acabar de morir,

transformándose en sangre de insecto,

savia de hierba,

zumo de aceituna.


Al otro lado de las tapias,

al otro lado del callejón,

está el pueblo de los vivos.

Aquí, a pocos metros,

la ciudad de los muertos.

Por aquí transitan, lamentando

la injusticia del olvido,

gritando sin voz,

aguardando a alguien

que pueda comprender su idioma antiguo.

Idioma de primeros pobladores,

idioma de guerreros,

lenguaje de artistas primitivos,

de hombres que ensayaban la comunicación

con lo numinoso.


Recojo del suelo una oliva caída

y una piedra suelta del enlosado

y siento que en ambas late el mismo aliento,

el mismo afán por perpetuarse,

la misma lucha contra el paso del tiempo.

El fruto verde

y el fragmento blanco de hogar abandonado

son, aquí, lo mismo,

merced a este polvo de espectro

que flota en el aire

y se filtra en todas las cosas.

El polvo que, ahora, yo respiro

y me va comunicando con las piedras

y con este minúsculo fruto

que alguien comerá ignorando que realiza

un acto de comunión con lo remoto.

viernes, 22 de julio de 2011

VILCHES



Al atardecer

el cerro se convierte en un ámbito fantasmagórico,

las calles de cuevas son un laberinto

por alguno de cuyos múltiples accesos

quizás se pudiera

llegar al averno.


En el paisaje,

la plana extensión de agua de los embalses,

la enloquecida sucesión de hileras de árboles,

la dulce línea de colinas,

todo se confunde en un solo mar azulado,

brumoso,

irreal.

El cerro es una isla

elevándose sobre ese mar difuminado,

una isla en la que habitan

extraños seres de ultratumba

que van y vienen de este mundo al otro

por túneles que comunican con lo desconocido.



Al atardecer

tiene lugar aquí un extraño sortilegio diario,

el pueblo desaparece engullido

por el mar mágico

y el cerro se eleva sobre las aguas mansas

fantástico, sobrenatural.


Recorrer estas calles de cuevas

estremece.

Me asomo a alguna de ellas.

En el interior, la oscuridad es absoluta;

pero no están deshabitadas.

Oigo vagos murmullos,

pasos sigilosos, voces que susurran,

un leve tintineo, un crujido sutil...



Son ellos.

El interior de estos pozos no está deshabitado.

Ahí dentro hay seres que no quieren darse a conocer,

seres que están esperando a que me vaya

para salir a respirar el aire de la noche,

para salir a pasear por el cerro-isla

y a contemplar el mar.


Quizás aguardan la llegada de algún barco,

algún navío místico

en el que viajar, por la noche,

lejos de estas cuevas

en las que se ocultan durante el día.


Oigo sus murmullos

y me siento observada.

Camino por estas calles lóbregas

a la luz de unas pocas farolas

y me siento seguida.

Me vuelvo y no veo a nadie.

Son seres huidizos,

quizás son seres transparentes,

quizás están rodeándome y no los veo,

pero siento su cercanía,

sus ojos, sus respiraciones.

Me vigilan.

Si intentara, a través de uno de esos canales-cueva,

penetrar en su mundo ultraterreno,

me lo impedirían,

soy la especie invasora,

me dejan caminar entre ellos

porque he venido con el corazón desarmado

pero su espacio me está prohibido,

nos está prohibido.

Por la noche, caminar entre estas cuevas

es bordear el averno,

es moverse entre seres abisales

que protegen la entrada

al centro de la tierra.


jueves, 21 de julio de 2011

DESPEÑAPERROS



Sigue siendo sobrecogedor.

No importa que la modernidad

en forma de autopista

y de vía de ferrocarril

lo haya taladrado.

No importa el constante tráfico

de grandes camiones

y numerosos automóviles.

No importan los lamentables restaurantes

de carretera

en los que paran los autobuses de viajes turísticos

y se organizan largas e impacientes colas

para hacerse con algo de comer.

Sigue siendo sobrecogedor.


Las grandes paredes rocosas

siguen pareciendo una amenaza,

un peligro.

En esas tremendas paredes

sigue acechando el miedo.


De repente, después de atravesar

la quieta llanura,

los plácidos campos de viñas,

de repente se abre esta enorme brecha.

De repente, el vértigo.

De repente, esta construcción descomunal

de algún gigante

hecha para amedrentar al hombre.

De repente, estas paredes espantables,

salvajes, abismales.


Pese al esfuerzo

por reducirlas a la medida humana,

siguen siendo el lugar del misterio,

un lugar pavoroso,

un lugar de una belleza terrible,

sobrehumana.

Ahora lo atravesamos veloces,

en tren o en automóvil,

con lo que profanamos lo sagrado

de este ámbito imponente.

Los constructores de la modernidad

no tuvieron en cuenta

que éste era un lugar para efectuar

el rito de paso,

destruido ahora por la autopista.


Los constructores de la modernidad

deberían haber preservado

un camino

para atravesar este abismo

a pie, como ser humano y no como máquina,

para efectuar el rito de paso,

para llevar a cabo

el proceso de aprendizaje que supone

atravesar estas puertas terribles.

Ahora las cruzamos veloces, sin esfuerzo,

y desperdiciamos la profunda enseñanza

que encierra este tránsito.

Junto a la autopista, los constructores de la modernidad

deberían haber respetado el sendero ancestral,

la senda peligrosa,

la senda que proporciona enseñanzas,

la senda que produce cambios

en quien se atreve a recorrerla.




Este desfiladero es una sobrecogedora puerta


de acceso al conocimiento,

una puerta que hemos cerrado

al eliminar el sendero humano.


Sentada en mi asiento

en el destartalado tren,

procuro concentrarme en el tránsito

para recibir algo de la enseñanza,

para no perder del todo

el antiguo mensaje.


domingo, 17 de julio de 2011

SANTA ELENA





Un camino solitario
lleva al campo de batalla.
Entre árboles y peñas.
Un campo ahora pacífico
pero en el que, si se presta atención,
aún puede oírse el entrechocar de espadas,
los gritos de los hombres, los relinchos de los caballos.
El lugar permanece inviolado.
La sangre ha alimentado
el crecimiento de la vegetación protectora
para hacer de éste un enclave sagrado.
Durante siglos, la sangre no ha dejado de manar;
corre, subterránea, por la tierra salvaje,
se mezcla con el agua de los arroyos,
se filtra en la rocas
levantando aquí un templo invisible,
un templo fastuoso,
un templo-mausoleo
de sillares amasados con sangre.
Para verlo
hay que entrenar el espíritu,
hay que recorrer a pie un largo camino.
Porque hay lugares que sólo pueden verse
si se llega a ellos
a través de senderos de peregrino,
a través de senderos que proporcionan
la preparación necesaria,
la enseñanza.
Un camino difícil
y un corazón dispuesto
son condición imprescindible
para llegar a algunos sitios.
De lo contrario, en los enclaves mágicos
no veréis nada,
veréis sólo un lugar como tantos.
Pero aquí está el templo
de paredes amasadas con sangre.
Aquí están las voces terribles.
Aquí la lucha a muerte.
Aquí el inmenso ejército
llegado de tierras lejanas.
Aquí, el sentido de las largas jornadas
por la ardiente estepa.
Aquí siguen llegando, jinetes y peones,
reyes, caballeros, obispos,
aquí siguen blandiendo sus armas.
Lejos,
en una pequeña iglesia de Vilches,
en una olvidada capilla,
alguien quiso hacer un minúsculo altar
con unos pocos restos.
En la iglesia del pueblo, alguien quiso
preservar el recuerdo, construir el símbolo:
un trozo de la tienda del enemigo,
una cruz, una lanza, una bandera...
Escasos fragmentos de memoria
sometidos a la inclemencia del olvido.
Escasos fragmentos revestidos
de melancolía.
El auténtico templo está en otro sitio,
está entre los montes,
en el lugar peligroso,
todavía, hoy, peligroso,
allí los fieros guerreros siguen alertas,
allí la sangre sigue manando,
mientras en el pequeño altar cubierto de polvo
crece el olvido.

martes, 5 de julio de 2011

MARMOLEJO



La ribera del Guadalquivir

se va poblando de seres prodigiosos.

Entre las cañas

el agua fluye mansa.

Yo camino siguiendo el curso del río

mientras, lentamente, cae la tarde de verano.


El agua y el aire van poblándose

de seres misteriosos,

pequeños seres de corazón verde.

En el agua casi inmóvil van surgiendo

escurridizas siluetas

de animales que nadie ha visto nunca.

En el aire flotan grandes libélulas

que son las hadas de la tarde,

las hadas que sólo aparecen

cuando creen que no hay nadie.


Son las ninfas minúsculas que habitan

las aguas y el viento

en la ribera del Guadalquivir.

Las ninfas de corazón verde,

habitantes transparentes del río,

criaturas plácidas

a las que nadie ha visto salvo yo.


Yo he podido verlas

porque nadie me espera,

porque nadie sabe

que voy caminando entre cañaverales

por la ribera del Guadalquivir.

Por eso, porque nadie sabía

que yo iba a pasar por aquí,

he podido ver a los seres prodigiosos

que pueblan, al caer la tarde,

la ribera del Guadalquivir.


Camino.

La tarde

se va volviendo verde

como el corazón de los pequeños seres

que aparecen

en el agua lenta y en el cálido viento.

Son criaturas mágicas

que me acogen sin recelo

porque saben que nadie me espera,

que nadie conoce mi paradero,

que soy parecida a ellas,

que, como ellas,

soy casi invisible, casi ingrávida,

casi desconocida,

que el camino me ha ido volviendo así

para que, un día, una tarde,

andando hacia la puesta de sol,

pueda diluirme en el aire,

sin pena, sin dolor,

pueda soltar sin esfuerzo la última amarra.

Aún no ha llegado el momento

pero sé que estoy aprendiendo

a ser invisible

porque los invisibles habitantes del crepúsculo

me han aceptado como uno de ellos

y han permitido que los vea.


Cae la tarde.

Llegaré al pueblo antes de que se desvanezca

la última claridad.


Pero sé que un día

ya no necesitaré llegar a ninguna población

antes de que se haga de noche.

Me diluiré en el aire

y podré ver en la oscuridad

a los seres invisibles.