MARMOLEJO
La ribera del Guadalquivir
se va poblando de seres prodigiosos.
Entre las cañas
el agua fluye mansa.
Yo camino siguiendo el curso del río
mientras, lentamente, cae la tarde de verano.
El agua y el aire van poblándose
de seres misteriosos,
pequeños seres de corazón verde.
En el agua casi inmóvil van surgiendo
escurridizas siluetas
de animales que nadie ha visto nunca.
En el aire flotan grandes libélulas
que son las hadas de la tarde,
las hadas que sólo aparecen
cuando creen que no hay nadie.
Son las ninfas minúsculas que habitan
las aguas y el viento
en la ribera del Guadalquivir.
Las ninfas de corazón verde,
habitantes transparentes del río,
criaturas plácidas
a las que nadie ha visto salvo yo.
Yo he podido verlas
porque nadie me espera,
porque nadie sabe
que voy caminando entre cañaverales
por la ribera del Guadalquivir.
Por eso, porque nadie sabía
que yo iba a pasar por aquí,
he podido ver a los seres prodigiosos
que pueblan, al caer la tarde,
la ribera del Guadalquivir.
Camino.
La tarde
se va volviendo verde
como el corazón de los pequeños seres
que aparecen
en el agua lenta y en el cálido viento.
Son criaturas mágicas
que me acogen sin recelo
porque saben que nadie me espera,
que nadie conoce mi paradero,
que soy parecida a ellas,
que, como ellas,
soy casi invisible, casi ingrávida,
casi desconocida,
que el camino me ha ido volviendo así
para que, un día, una tarde,
andando hacia la puesta de sol,
pueda diluirme en el aire,
sin pena, sin dolor,
pueda soltar sin esfuerzo la última amarra.
Aún no ha llegado el momento
pero sé que estoy aprendiendo
a ser invisible
porque los invisibles habitantes del crepúsculo
me han aceptado como uno de ellos
y han permitido que los vea.
Cae la tarde.
Llegaré al pueblo antes de que se desvanezca
la última claridad.
Pero sé que un día
ya no necesitaré llegar a ninguna población
antes de que se haga de noche.
Me diluiré en el aire
y podré ver en la oscuridad
a los seres invisibles.
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