lunes, 26 de septiembre de 2011

VERUELA


“Yo busco de los siglos las ya borradas huellas
y sé de esos imperios de que ni el nombre queda”.


Veruela. El monasterio batido por el cierzo,
el viento del Moncayo
cuyo solo nombre atemoriza.


Por esta llanura anduvo Bécquer
buscando espectros que le hablaran del pasado,
espectros que le contaran historias
de triunfos y derrotas,
de conquistas y pérdidas,
de logros y fracasos.
Historias de ciudades construidas
y desmoronadas.
Historias de hombres enterrados
y dioses olvidados.
Aquí vino Bécquer buscando.


Aquí vino Bécquer
a desafiar a ese viento que enloquece,
ese viento que atemoriza,
ese viento que es como la voz de un dios antiguo
que reclama su sitio.


Aquí vino Bécquer,
a este gran campo de batalla,
a este territorio que es como una gran grieta
por la que vislumbrar el pasado.


Bécquer paseó por estas tierras
empapadas en la sangre más antigua,
escuchó nombres cuya pronunciación nadie recuerda,
a su encuentro salieron los fantasmas
de guerreros terriblemente mutilados
en combates atroces,
guerreros que supieron que no había clemencia posible,
que la única elección
era la libertad o la muerte.
Murieron
pero el viento conservó su espíritu,
el viento conservó su fiereza,
su rabia.


Por eso
es un viento que enloquece.
Porque lleva consigo los gritos de aquellos guerreros
que se negaron a rendirse
cuando tenían la batalla perdida.
Es un viento cargado de espíritus,
cargado de sangre.
De sangre que manó de heridas que no dolían
porque era más la furia que el dolor.


Aquí Bécquer escuchó ese viento, esos gritos,
escuchó el entrechocar de las espadas
surgidas de la entraña del monte de los dioses,
espadas sagradas.


Recorrió, bajo la luz de la luna,
las sendas ancestrales,
las sendas abiertas por los primeros pobladores,
caminó por las sendas antiquísimas
escuchando historias
de los seres que vinieron a su encuentro
empujados por el viento de los dioses.


Con el corazón sobrecogido, regresaba al cenobio,
atravesaba el claustro
pisando con cuidado
temiendo que el sonido removiera las lápidas
e hiciera levantar a los muertos.


A la leve luz de una vela
contemplaba los rostros de los monstruos de piedra,
las muecas de las gárgolas,
los dragones acurrucados en los capiteles,
endriagos retorcidos trepando por las blancas columnas,
demonios asomados a los arcos,
bestias ocultas en la pétrea hojarasca,
miradas imposibles acechando en las sombras.


Atravesaba el claustro
para ir a refugiarse en su celda
acosado por presencias invisibles
que habían bajado del monte sagrado
para contarle historias olvidadas
de sangre y de violencia.

sábado, 24 de septiembre de 2011

TRASMOZ, I


En lo alto de una loma
en cuya ladera se apiñan las pocas casitas de Trasmoz
quedan las tristes ruinas
de lo que fue un poderoso castillo.

En lo alto de una loma,
en las estribaciones del Moncayo,
hace siglos se construyó un castillo.
El Moncayo separa
el valle del Ebro y la meseta castellana.
A lo lejos, en el horizonte,
el sol arranca destellos blancos a los Pirineos.
El Moncayo separa las tierras de Aragón y Castilla,
las tierras de Tudela, Ágreda y Tarazona.
En una loma,
en la línea fronteriza,
se construyó un castillo.

Cuentan que lo erigió, en una sola noche,
un mago con aspecto de mendigo.


El misterioso nigromante, al caer la tarde,
convocó, con lúgubre plegaria,
a los espíritus elementales,
que acudieron con gran batir de alas.
Pudo escucharse en lo alto del cerro
el murmurar creciente de los espíritus
que se agrupaban, invisibles, alrededor del hechicero.
Pudo sentirse el aire agitado por sus grandes alas,
aunque sólo el mago podía ver a la muchedumbre convocada.
Una legión de espíritus.
Poderosos espíritus, que, atados por las palabras mágicas,
por los encantamientos de ultratumba,
convertidos por ellos en servidores,
obedecieron al anciano.


Con potente batir de alas
se movilizaron por la falda del Moncayo
y conmocionaron la tierra.
Como un huracán desencadenado
agitaron las aguas, desgajaron los árboles,
resquebrajaron las rocas,
en medio de un ruido terrible.
Los arroyos desbordaron sus cauces,
los troncos perdieron sus hojas,
las peñas rodaron monte abajo.
Era una espantosa tempestad
concentrada en un pequeño espacio
a cuyo alrededor el campo permanecía sereno y silencioso.
Los animalillos del monte huyeron, aterrados.
El suelo rocoso se inflamaba y crujía
como si lo sacudiera un terremoto.
Presa de tremendas convulsiones,
la montaña se abría, las simas reventaban,
las entrañas de la tierra ofrecían sus metales,
la lava incandescente transformaba el metal en armamento
con el que defender la plaza fuerte
que estaba surgiendo de la nada.
Se oía el rugir de tremendos truenos subterráneos.
Todo se estremecía,
el aire bramaba, las piedras se agrietaban,
el fuego licuaba la tierra, el agua hervía.
Parecía el comienzo del fin del mundo...


Los primeros rayos de sol deshicieron la niebla
y quedó al descubierto la mole del castillo
erigido en una sola noche...


Fue el de Trasmoz castillo fronterizo,
la más importante atalaya del Somontano.
Luchó por él el rey Jaime I.
Fue feudo del linaje de los Luna,
que, tras el Compromiso de Caspe,
se equivocaron de bando,
apoyaron al conde de Urgel
y cayeron en desgracia.
Alfonso V les arrebató el castillo
y lo entregó a los Ximénez de Urrea,
nobles de su confianza.


Ocupó la tenencia de la fortaleza
el guerrero y poeta Pedro Ximénez de Urrea,
el último caballero medieval.


Se disputó don Pedro las aguas del Moncayo
con el abad del cenobio de Veruela.
El abad reunió a los monjes en su iglesia
y celebró contra el señor de Trasmoz
el infrecuente rito de la maldición:
Acabada la misa,
el diácono llevó una cruz cubierta con un velo negro
y la colocó en el altar,
y los monjes puestos de rodillas cantaron el salmo 109,
siendo cada versículo seguido de un sonar de campanilla:


“Oh Dios de mi alabanza,
Pon contra él a un malvado,
Y que Satán esté a su diestra.
Cuando fuere juzgado, salga culpable,
Y sea su apelación rehusada.
Sean sus días pocos;
Tome otro su oficio.
Sean sus hijos huérfanos,
Y su mujer viuda.
Anden sus hijos vagabundos y mendiguen;
Sean echados de las ruinas de sus hogares.
Que el acreedor se apodere de todo lo que tiene,
Y extraños saqueen su trabajo.
No tenga quien le haga misericordia,
Ni haya quien se compadezca de sus huérfanos.
Su posteridad sea exterminada;
En la segunda generación sea borrado su nombre.
Que la maldad de sus padres se recuerde ante el Señor,
Y el pecado de su madre no sea borrado.
Que su pecado esté siempre presente delante de Jehová,
Mas su memoria se borre de la tierra.
Se vistió de maldición como de su vestido,
Y ésta entró como agua en sus entrañas,
Y como aceite en sus huesos.
Séale como manto con que se cubra,
Como cinto con que se ciña siempre.
Sea éste el pago de parte de Jehová.”


La paz desapareció de la vida del caballero.
Angustiado, marchó a Roma como peregrino,
pero cuando regresó su desasosiego no se había calmado.
Murió al poco.

Tras su muerte, sus descendientes prefirieron
abandonar el castillo maldito.
Quedó Trasmoz vacío
como si sus moradores hubieran tenido que huir
precipitadamente.


Poco después, sin causa, una noche,
el castillo empezó a arder.
Los habitantes de la aldea
contemplaron atemorizados
cómo las llamas consumían rápidamente
muebles, puertas, cortinajes, alfombras,
cómo lamían las piedras,
cómo la fuerte torre del homenaje,
baluarte de la resistencia,
símbolo del poder,
se desmoronaba con estrépito,
se hundía en el fuego.

Bajo las cenizas quedaron
las vajillas y los ropajes,
los adornos y las armas
del último señor de Trasmoz.


Habían pasado tres siglos
desde que el castillo surgiera de la niebla
tras una noche en la que pareció
que había empezado el fin del mundo.
Quedaron, ya para siempre, sólo las ruinas
del castillo construido por los diablos
a petición del mago Mutamín.

jueves, 22 de septiembre de 2011

AÑÓN


Junto a las aguas que bajan del Moncayo
se instalaron los comendadores
de la Orden de San Juan.


Corren por estas tierras
aguas brotadas del alma de hierro del monte,
aguas habitadas,
aguas que transmiten saberes antiquísimos
a quien sabe mirar en su fondo.


Nacen estas aguas
en medio del misterio y el espanto,
en la oscuridad y el silencio.
Recorren, subterráneas,
profundas simas, caminos solitarios, ásperos roquedales.
Se bañan en ellas
lobos salidos de sombrías guaridas.


Brotan estas aguas
en el monte horadado,
en el monte poblado por espíritus
surgidos del Averno.
En este monte
por la noche se oyen aullidos sobrenaturales
y se ven sombras brillantes
que se mueven rápidas por la ladera,
se ven ojos ardientes
que acechan en lo profundo del bosque,
en las grietas inaccesibles de las peñas,
en cavernas que comunican con el infierno.
En sus galerías
se conservan secretos milenarios
protegidos por un aire envenenado.
Allí se guardan palabras ilegibles.
En ese laberinto hechizado
se escuchan ruidos confusos,
gemidos, risas,
respiraciones inidentificables,
crepitar de fuego,
ulular de viento,
rumor de agua escondida.


La campana de la iglesia del minúsculo pueblo
se esfuerza hora tras hora por ahuyentar el miedo,
por romper los conjuros,
por vencer a los poderes de los trasgos,
de los genios de la montaña,
de los silfos del bosque.


¿Por qué vinieron a este remoto enclave
los comendadores de la Orden de San Juan
a construir su castillo-palacio?
¿Qué misterio buscaban?
¿Qué secreto quisieron descifrar
en estas aguas habitadas?


Se cuenta
que antiguos ejércitos atravesaron, en correrías nocturnas,
el interior de la montaña
por caminos hoy olvidados.
¿Qué encontraron en esas interminables cuevas?


Aquí sembraron, aquí cosecharon,
aquí pastorearon,
aquí vigilaron caminos
los monjes de la Orden de San Juan.
Pero ¿qué buscaban?
¿Por qué se instalaron aquí,
en este remoto lugar,
sus comendadores?


Aquí vinieron, después, los poetas,
a tratar de leer esas palabras
que nadie había entendido.
Poetas-soldados, como el marqués de Santillana,
trataron de dar sentido a esas palabras
grabadas en el hierro por el agua
que baja incandescente de las cumbres de hielo.
Pero el secreto
quedó enterrado con el último monje.



Aquí los comendadores
construyeron un palacio,
roturaron tierras,
estudiaron el cielo,
escucharon el rumor de aguas subterráneas.
¿Qué buscaron en ese agua
que aflora por doquier?
Agua mágica
que produce alucinaciones,
que permite ver lo invisible,
que otorga poderes.
De ese agua dorada bebieron.
en ese agua dorada empaparon sus armas.


Se llevaron con ellos el secreto.
Vemos manantiales dorados
que afloran por doquier
y no sabemos qué poderes otorgan esas aguas
porque los comendadores
se llevaron con ellos el secreto.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

TRASMOZ, II


Trasmoz es la corte de las brujas.
El lugar de reunión
de las brujas más importantes de la comarca.
El conventículo en el que las brujas
celebran sus fiestas nocturnas,
como en los campos de Barahona,
como en el valle de Zugarramundi.


Conviven con los invisibles tenedores del castillo
y con los ángeles negros
que por la noche guardan la fortaleza
con espadas de fuego.


Ciertas noches del año
brujas de todo el reino acuden aquí,
a este castillo que consideran suyo
por haberlo construido un nigromante.
Aquí formulan sus diabólicos conjuros.
Aquí invocan a la trinidad de los infiernos:
a Astarot, a Belial y a Belcebú.


Se deslizan por las estrechas y empinadas callejas
y se van reuniendo en el interior de las ruinas,
como una bandada de cuervos
cuya negrura se confunde con la oscuridad de la noche.


Se deslizan por las desiertas callejas
raudas y silenciosas,
con su cargamento de pócimas y ungüentos
con los que celebrar su liturgia.


Son brujas antiguas
que han conocido a los poderosos genios
capaces de construir palacios en una noche
y de hacer desaparecer montañas.
Sus fiestas, ahora,
tienen algo de melancólico.
Se han apoderado del castillo
pero saben que es un castillo abandonado.
Desde las inexistentes almenas
contemplan las inmensas extensiones deshabitadas
y llaman a sus compañeras de remotas tierras.


Acuden. Todas van acudiendo,
rápidas, a la morada que para ellas construyera
un viejo hechicero.


Mientras el sol se va ocultando
paseo entre las plácidas ruinas.
De pronto, oigo un seco chasquido en el aire.
Se ha hecho de noche, de pronto.
Y las veo.
Las brujas, llegando, cabalgando en el viento,
oscuras y veloces.
Ocupan la plaza de armas,
se instalan en su castillo.
Deben haber oido
una llamada que yo no he percibido.


Bailan. Gritan.
Sus alaridos se escuchan por todo el somontano,
retumban en el interior hueco del Moncayo.
Observo sus giros vertiginosos.
Son sombras enloquecidas.
No puedo distinguir sus rostros,
son sólo sombras alucinadas
que danzan a mi alrededor.


Con un segundo chasquido, desaparecen.
Estoy sola en el castillo y es de noche
y no sé cuánto tiempo ha pasado.
Siento aún la embriaguez de la danza,
de los aullidos fieros,
de los giros frenéticos.
Recuerdo las palabras incomprensibles
que he oido pronunciar a las brujas,
sus misteriosas letanías,
sus diabólicas oraciones.
Recuerdo sus risas.
Pero no he visto sus rostros.
Han sido sólo sombras que de pronto han ocupado las ruinas,
han llenado la atmósfera,
han acelerado la puesta de sol.
No puedo explicar lo que ha ocurrido,
qué han hecho,
para qué se han reunido.
Sólo sé que de pronto la atmósfera
se ha llenado de sombras ululantes
que eran brujas acudiendo a una llamada,
volando desde lugares remotos,
concentrándose en su castillo
para celebrar una ceremonia
que nadie más debía presenciar.


No esperaban que yo estuviera aquí
pero no me han hecho daño.
Me han permitido verlas,
me han permitido oirlas,
pero no me dejan recordar su fiesta,
recuerdo sólo retazos inconexos,
sus giros en el aire,
su lenguaje incomprensible.
No he podido distinguir sus rostros,
ni entender sus salmodias,
y quizás he participado en su fiesta
pero no lo recuerdo.