jueves, 30 de junio de 2011

JAÉN, II




Don Miguel,


he recorrido la ciudad que fue tuya

buscando tu huella.

He estado frente a lo que fue tu palacio,

tratando de reconstruirlo.

Tratando de ver, a través de las épocas,

aquellas riquísimas salas,

aquellas fiestas fastuosas.

He recorrido los restos alterados

del que fue tu palacio,

tratando de oir algo.


Y no puedo, don Miguel,

aquí ya no se oye nada.

Tu voz ha enmudecido.

La música se ha apagado.



Aquí vivió una vez un gran señor,

un leal servidor de su rey,

aficionado al lujo, las fiestas, las batallas,

infatigable defensor de la frontera.

Aquí los mejores caballeros de Castilla

justaron con él en torneos formidables.

El suyo fue el palacio más hermoso;

las suyas, las celebraciones de más fama.


Me habría gustado que me hablaras

de la emoción de las victorias,

del desagradecimiento de los reyes...

Pero tu palacio se ha perdido,

y con él las voces y los ecos de las voces.


Me encamino a la catedral

en la que tú rezabas.

Me arrodillo como lo hacías tú

y espero.

Y al final lo veo.

Veo la sangre

goteando de tu cuerpo aún caliente,

el río de sangre

con el que se te acababa la vida,

el charco de sangre

creciendo en el suelo de la catedral.


Veo al hombre embozado que empuña la ballesta

que te golpea,

que te abre una brecha en la cabeza,

una herida mortal.

Oigo a los urdidores de la infamia.

Oigo al pueblo

lanzándose contra los judíos de la Magdalena,

matando a muchos,

mientras los conjurados se ocultan.


Hacía tiempo que estabas amenazado de muerte.

Fuiste el único hombre

que le fue leal al rey toda la vida.

Las intrigas de la corte te alejaron,

siendo el único hombre

en el que el rey habría podido confiar.

Encumbrado por el monarca,

los nobles ambiciosos empezaron a odiarte.

El rey te enriqueció,

te armó caballero, te otorgó títulos nobiliarios,

te nombró Condestable de Castilla.

Los ambiciosos se inquietaron.

Los nobles se sintieron agraviados.

Huyendo de las intrigas de la corte,

te refugiaste aquí.

Te sentías seguro en la frontera,

leal al rey desde la distancia,

leal al rey en la guerra.

Te alejaste de las confabulaciones y las traiciones,

te alejaste de la lucha política,

elegiste la vida en la frontera

como modo de servir al rey.

Pero los nobles aún temían tu influencia,

se negaban a admitirte entre los suyos,

deseaban anular tu poder.


Aquí, frente al altar,

quedó para siempre la mancha de tu sangre.

No caíste en una batalla,

no caíste en campo abierto,

tus muchos enemigos

no se atrevieron a enfrentarse

contigo limpiamente.



Te mataron por la espalda mientras rezabas

y aquí en el suelo quedó para siempre

la mancha de tu sangre

para quien sepa verla.



sábado, 18 de junio de 2011

MARTOS, I



El rey era irascible.

El rey Fernando el Cuarto, nieto de Alfonso el Sabio,

era violento y vengativo.

Su mal humor lo rodeaba de malquerencias.

Siempre temía traiciones y conjuras.

Siempre tramaba

el modo de abortar confabulaciones

y destruir enemigos.


El rey estaba enfermo.

Sus pulmones sangraban.

Ello le provocaba un humor feroz que ofuscaba su mente.


El Rey se había enamorado de Sancha de Benavides,

hermana de don Juan Alfonso, su favorito,

y amante de don Pedro de Carvajal.


El rey encargó a su privado

el asesinato de don Pedro y de su hermano don Juan,

caballeros de la Orden de Calatrava,

de los que desde antiguo recelaba.


En Palencia,

a la salida de una taberna,

Juan Alfonso de Benavides,

viejo enemigo de los Carvajales,

atacó a los hermanos, pero erró el golpe

y fue él quien resultó muerto.


Se hace saber al rey

que los autores del crimen son los Carvajales,

comendadores del castillo de Martos,

en el que el rey se encuentra,

en campaña contra los granadinos.

El rey finge sorpresa e indignación.

Hará justicia.

Tomará venganza por la muerte de su favorito.


El rey da orden de prender a los dos caballeros,

que se hallan en la feria de Medina del Campo,

comprando arreos para sus corceles.

Allí los arresta el Almirante y los conduce a Martos.


El rey tiene prisa

por llegar a la plaza de Alcaudete,

sitiada por su hermano el infante don Pedro.


Acusa a los hermanos Carvajales

de asesinar a un miembro de la corte

y de conspirar contra el rey de Castilla.

Y, en juicio sumarísimo,

dicta pena de muerte para ambos

desoyendo sus protestas

y las de los demás caballeros de la Orden.

De nada sirvieron las razones, los ruegos, las promesas,

los juramentos de inocencia.

El rey tose sangre.

Su vesania aumenta.

Obcecado por su enfermedad, cegado por su odio,

dicta sentencia.


La mañana del siete de agosto

el rey se presenta en la torre del castillo

que se alza sobre el precipicio.


La condena es terrible:

El rey ordena cortar manos y pies a los reos

y despeñarlos desde lo alto del castillo

encerrados en jaula de hierro

con púas afiladas en su interior.


Los Carvajales, antes de morir,

pronuncian el solemne emplazamiento:

En el plazo de un mes

el monarca comparecerá ante Dios

para responder del desafuero.

Ante la justicia divina, soberana e inapelable,

se evidenciará la injusticia terrena.

En el plazo de un mes

el monarca acudirá al juicio del Todopoderoso.

En el plazo de un mes

será juzgado en el Tribunal de Dios

por la muerte que él manda dar con tuerto y sin razón.

Dios, que era testigo y sabía la verdad,

y sabía que ellos no eran culpables

del crimen por el que se les condenaba,

haría comparecer al rey con ellos

en el juicio supremo.

Porque, a quien sacare sangre sin pecado,

el Señor se lo demandará.


Así don Fernando era emplazado,

del mismo modo que dos años después lo serán

el papa Clemente y el rey de Francia Felipe el Hermoso,

tras la condena a muerte en la hoguera

del último Gran Maestre del Temple,

quien les conminará a comparecer ante Dios

en el plazo de un año.


El rey ríe con fuerza,

pese al dolor que siente en el pecho.


La condena es ejecutada.

La jaula es alzada en lo alto de la torre

y desde las almenas es arrojada.

Con su carga de sangrientos despojos

rueda por la ladera de la Peña de Martos,

mítica columna de Hércules.

Las jaula rueda

estrellándose con violencia contra las rocas

hasta llegar a la explanada en la que esperan

los horrorizados habitantes de la villa.


El cielo de la mañana se oscurece.

El paisaje se torna tenebroso.

El rey tose y vomita abundante sangre.


Mientras al frente de sus huestes

don Fernando marcha hacia Alcaudete,

cien caballeros calatravos

envueltos en capas blanquísimas

recogen los restos de sus hermanos

para darles honrosa sepultura

en el templo de Santa Marta.

Y los lugareños

levantan, en el punto en que cayó la jaula,

una cruz de piedra

a la que denominan Cruz del Lloro.


Estando en el cerco de Alcaudete,

la dolencia del rey empeora.

Pasa las noches en vela, acosado por fantasmas rojos.

Enfermo,

don Fernando abandona el asedio y se dirige a Jaén.

Pasa junto a la Peña de Martos sin detenerse.


Enterado de que una cruz recuerda

para siempre la sangrienta ejecución,

el rey Fernando envía a unos soldados

para que la destruyan, pero éstos no la encuentran.


Lo que sí hallan es una creencia

según la cual sólo puede ver la cruz

aquél que sea limpio de corazón.


Días después, don Fernando, intrigado,

acude de incógnito al lugar de su crimen,

el precipicio donde hizo despeñar a los dos caballeros,

para ver la cruz y desafiar

a quienes le acusan de haber asesinado,

por cuestiones de celos y envidia, a los Carvajales.


Encuentra a un pastor y le pregunta:

- ¿Qué ves en aquel risco?

El pastor responde:

- La cruz del lloro.

El rey y su mesnada,

por más que miran, no ven ninguna cruz.


El color rojo va inundando el palacio

en la visión nublada y febril del rey.

Sin embargo, no se quiere cuidar.

El siete de septiembre, víspera de Santa María,

cree encontrarse bien.

Bromea sobre su salud,

se burla de los funestos presagios y de los agoreros,

ahuyenta el recuerdo de los ajusticiados,

planea retomar el cerco de Alcaudete,

come y bebe en exceso.


Tras el copioso almuerzo, se echa la siesta

y tarda en levantar.

Cuando el mayordomo va a despertarlo,

lo encuentra muerto.

Tenía veintisiete años.

Nadie lo vio morir.


viernes, 17 de junio de 2011

MARTOS, II



El crimen fue en Palencia.

Alguien mató al favorito del rey.

El monarca, implacable y fulminante,

encontró unos culpables.

Los caballeros fueron detenidos en Medina del Campo

y llevados a la fortaleza de la peña de Martos,

la fortaleza que ellos comandaban,

donde les aguardaba el soberano.


De nada les valió proclamar su inocencia.

El monarca no estaba dispuesto

a revisar su terrible sentencia.

En lo alto de la peña, les aguardaba la jaula de hierro.

En su interior, grandes púas como espadas

apuntaban al corazón de quien entrase en ella.


Los dos hermanos entraron en la jaula-ataúd

igual que tantas veces habían acudido a la batalla

para servir a su soberano:

con la certeza de que la vida terrenal no vale nada;

se la habían jugado muchas veces a un solo envite;

esta vez habían perdido sin jugar.

Habrían preferido la muerte en el campo de batalla,

la muerte para la que se habían preparado,

la muerte que les correspondía.

Pero el rey había decidido convertirse en Destino

y había ideado aquella mortal rueda de la Fortuna

hacia la que se encaminaban los hermanos,

escoltados por sus compañeros calatravos.


Tras el tremendo Emplazamiento al rey,

entraron en la espantosa jaula

por su propio pie, recordando

que hacía mucho que habían puesto sus vidas

sobre el tapete de juego,

pero que el trato había sido otro,

el trato había sido una muerte de caballero.

Ahora el soberano cambiaba

la regla fundamental del juego,

modificaba el pacto injustamente.


El rodar de la jaula peña abajo estremeció la campiña.

Ensangrentada rueda, la jaula cayó peña abajo,

haciendo de los altivos caballeros de capa blanca

guiñapos de carne destrozada.


Sigue cayendo.

Todos los días, sigue cayendo.

Los golpes del hierro contra las peñas

siguen retumbando hasta el horizonte.

Jirones de carne salpican los arbustos.

Todos los días se repite la escena espantable.


Y por eso aquí no crece nada.

Porque esta tierra está sobrecogida.

Porque la tierra tiembla todavía

con los golpes de la tétrica rueda.

Porque el sol inclemente

sigue pudriendo los hilachos de carne

que cuelgan de las rocas.





Nunca crecerá nada.


La peña permanecerá árida, desolada,

empapada de sangre, pavorosa.


El rey, satisfecho su afán de venganza,

cabalga hacia Alcaudete,

a la batalla a la que habrían deseado acompañarle

los dos ejecutados.