Granada. La última frontera.
La frontera oteada desde la altiva Alcalá la Real.
La ansiada vega.
La vega en la que confluyen las espadas
de generaciones de guerreros.
La vega en la que se reúnen, vivos y muertos,
soberanos, obispos, abades,
condes, frailes, hidalgos,
hombres del viejo y duro campo
y de la nueva y venturosa ciudad.
Aquí estuvieron todos.
La generación de los vivos
y todos sus ancestros.
Una gran muchedumbre de ánimas
acudió a la llamada;
corceles espectrales,
caballeros cubiertos de sangre,
fieros soldados cansados de dormir
el sueño eterno,
todos se concentraron aquí.
Y aquí siguen.
Vagando por las montañas de la Alpujarra,
que continuó siendo la última frontera,
la última después de la última.
Aquí el corazón se siente en la frontera.
Ya no es una frontera de atalayas y razzias,
de escaramuzas y torres vigía.
Ésta es la frontera del espíritu.
Conforme ascendemos
y nos internamos en los lóbregos montes,
vamos sintiendo que estamos en el límite,
en el límite entre lo conocido y lo desconocido,
entre lo ganado y lo perdido,
entre lo real y lo soñado.
Estrechas sendas de difícil acceso
transitadas sólo por seres incorpóreos.
Casas abandonadas ocultas en el bosque
en las que los no-vivos han hallado aposento.
Ecos de voces.
No son voces.
Son plegarias sin voz.
La plegaria de la última frontera del espíritu.
Cuando el espíritu se asoma al abismo.
Cuando el espíritu entrevé lo que hay
más allá del camino,
más allá de la niebla del horizonte,
más allá de las nubes,
y se estremece
y trata de comunicarse.
Ésta es la frontera
en la que establecer comunicación con lo numinoso.
Sólo hace falta un corazón valiente
y tiempo.
Tiempo para vagar por la abrupta montaña
con el corazón valiente y receptivo.
Sin prisa. Sin impaciencia. Sin desasosiego.
Sólo vagar.
Alguien vendrá a tu encuentro.
Alguien se acercará a ti sigilosamente,
penetrará tus células, se instalará en tu seno
y te desvelará, sin palabras,
los enigmas cuya solución buscaste
en la última frontera.
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