sábado, 18 de junio de 2011

MARTOS, I



El rey era irascible.

El rey Fernando el Cuarto, nieto de Alfonso el Sabio,

era violento y vengativo.

Su mal humor lo rodeaba de malquerencias.

Siempre temía traiciones y conjuras.

Siempre tramaba

el modo de abortar confabulaciones

y destruir enemigos.


El rey estaba enfermo.

Sus pulmones sangraban.

Ello le provocaba un humor feroz que ofuscaba su mente.


El Rey se había enamorado de Sancha de Benavides,

hermana de don Juan Alfonso, su favorito,

y amante de don Pedro de Carvajal.


El rey encargó a su privado

el asesinato de don Pedro y de su hermano don Juan,

caballeros de la Orden de Calatrava,

de los que desde antiguo recelaba.


En Palencia,

a la salida de una taberna,

Juan Alfonso de Benavides,

viejo enemigo de los Carvajales,

atacó a los hermanos, pero erró el golpe

y fue él quien resultó muerto.


Se hace saber al rey

que los autores del crimen son los Carvajales,

comendadores del castillo de Martos,

en el que el rey se encuentra,

en campaña contra los granadinos.

El rey finge sorpresa e indignación.

Hará justicia.

Tomará venganza por la muerte de su favorito.


El rey da orden de prender a los dos caballeros,

que se hallan en la feria de Medina del Campo,

comprando arreos para sus corceles.

Allí los arresta el Almirante y los conduce a Martos.


El rey tiene prisa

por llegar a la plaza de Alcaudete,

sitiada por su hermano el infante don Pedro.


Acusa a los hermanos Carvajales

de asesinar a un miembro de la corte

y de conspirar contra el rey de Castilla.

Y, en juicio sumarísimo,

dicta pena de muerte para ambos

desoyendo sus protestas

y las de los demás caballeros de la Orden.

De nada sirvieron las razones, los ruegos, las promesas,

los juramentos de inocencia.

El rey tose sangre.

Su vesania aumenta.

Obcecado por su enfermedad, cegado por su odio,

dicta sentencia.


La mañana del siete de agosto

el rey se presenta en la torre del castillo

que se alza sobre el precipicio.


La condena es terrible:

El rey ordena cortar manos y pies a los reos

y despeñarlos desde lo alto del castillo

encerrados en jaula de hierro

con púas afiladas en su interior.


Los Carvajales, antes de morir,

pronuncian el solemne emplazamiento:

En el plazo de un mes

el monarca comparecerá ante Dios

para responder del desafuero.

Ante la justicia divina, soberana e inapelable,

se evidenciará la injusticia terrena.

En el plazo de un mes

el monarca acudirá al juicio del Todopoderoso.

En el plazo de un mes

será juzgado en el Tribunal de Dios

por la muerte que él manda dar con tuerto y sin razón.

Dios, que era testigo y sabía la verdad,

y sabía que ellos no eran culpables

del crimen por el que se les condenaba,

haría comparecer al rey con ellos

en el juicio supremo.

Porque, a quien sacare sangre sin pecado,

el Señor se lo demandará.


Así don Fernando era emplazado,

del mismo modo que dos años después lo serán

el papa Clemente y el rey de Francia Felipe el Hermoso,

tras la condena a muerte en la hoguera

del último Gran Maestre del Temple,

quien les conminará a comparecer ante Dios

en el plazo de un año.


El rey ríe con fuerza,

pese al dolor que siente en el pecho.


La condena es ejecutada.

La jaula es alzada en lo alto de la torre

y desde las almenas es arrojada.

Con su carga de sangrientos despojos

rueda por la ladera de la Peña de Martos,

mítica columna de Hércules.

Las jaula rueda

estrellándose con violencia contra las rocas

hasta llegar a la explanada en la que esperan

los horrorizados habitantes de la villa.


El cielo de la mañana se oscurece.

El paisaje se torna tenebroso.

El rey tose y vomita abundante sangre.


Mientras al frente de sus huestes

don Fernando marcha hacia Alcaudete,

cien caballeros calatravos

envueltos en capas blanquísimas

recogen los restos de sus hermanos

para darles honrosa sepultura

en el templo de Santa Marta.

Y los lugareños

levantan, en el punto en que cayó la jaula,

una cruz de piedra

a la que denominan Cruz del Lloro.


Estando en el cerco de Alcaudete,

la dolencia del rey empeora.

Pasa las noches en vela, acosado por fantasmas rojos.

Enfermo,

don Fernando abandona el asedio y se dirige a Jaén.

Pasa junto a la Peña de Martos sin detenerse.


Enterado de que una cruz recuerda

para siempre la sangrienta ejecución,

el rey Fernando envía a unos soldados

para que la destruyan, pero éstos no la encuentran.


Lo que sí hallan es una creencia

según la cual sólo puede ver la cruz

aquél que sea limpio de corazón.


Días después, don Fernando, intrigado,

acude de incógnito al lugar de su crimen,

el precipicio donde hizo despeñar a los dos caballeros,

para ver la cruz y desafiar

a quienes le acusan de haber asesinado,

por cuestiones de celos y envidia, a los Carvajales.


Encuentra a un pastor y le pregunta:

- ¿Qué ves en aquel risco?

El pastor responde:

- La cruz del lloro.

El rey y su mesnada,

por más que miran, no ven ninguna cruz.


El color rojo va inundando el palacio

en la visión nublada y febril del rey.

Sin embargo, no se quiere cuidar.

El siete de septiembre, víspera de Santa María,

cree encontrarse bien.

Bromea sobre su salud,

se burla de los funestos presagios y de los agoreros,

ahuyenta el recuerdo de los ajusticiados,

planea retomar el cerco de Alcaudete,

come y bebe en exceso.


Tras el copioso almuerzo, se echa la siesta

y tarda en levantar.

Cuando el mayordomo va a despertarlo,

lo encuentra muerto.

Tenía veintisiete años.

Nadie lo vio morir.


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