En el extremo noreste de los Montes de Toledo,
a 17 kilómetros de Los Yébenes,
sobre un pequeño cerro, en un estrecho paso
en el camino de Toledo a Córdoba,
junto al río Bracea, en un paraje solitario,
se encuentra el castillo de Guadalerzas.
A lo lejos, el congosto antaño vigilado por la
fortaleza
ahora es atravesado por el AVE.
En la carretera que lleva de Urda a Los Yébenes,
a la izquierda, hay una venta abandonada,
que ahora parece ser almacén de aperos de
labranza.
Frente a ella, al otro lado de la carretera,
arranca un camino de tierra.
Una verja impide el paso. En la puerta, dos
letreros:
- “Propiedad privada”
- “Peligro: ganado suelto”.
Descorro el pestillo, entro y vuelvo a cerrar.
Al final del sendero se perfila la fortaleza.
Escucho los mugidos de las reses, pero no las
veo.
El castillo se está desmoronando.
El ganado debe pasearse por allí,
porque en el suelo quedan restos de su presencia.
Se oyen los mugidos de las reses
y el exasperado zumbar de los insectos.
***
Desde época romana pasaba por este lugar
una calzada que unía Toledo y Córdoba.
Debido al valor estratégico del sitio,
los árabes construyeron una fortificación
para la defensa del desfiladero.
De esa fortaleza sólo quedan escasos restos
ocultos bajo un montículo.
Tras la reconquista de la zona,
los primeros propietarios de este territorio
fueron los Hospitalarios de San Juan.
En el siglo XII pasó a depender de la Orden de
Calatrava,
quien construyó una nueva fortaleza
para consolidar la defensa del bastión.
En 1173, el Maestre, para atender a los
caballeros de su Orden
que salían heridos de las batallas,
pensó en la conveniencia de que la Orden
dispusiera
de una casa dedicada a ello,
y decidió fundar un hospital en el castillo de
Guadalerzas.
Tras la batalla de las Navas,
la línea defensiva pasó del Tajo a Sierra Morena,
y el hospital de Guadalerzas dejó de acoger
heridos.
Se dedicó, a modo de albergue,
a alojar tropas
que se encaminaban al sur a luchar contra los
musulmanes,
y a hospedar a mercaderes
que recorrían el camino de Toledo a Córdoba.
Guadalerzas proporcionaba cobijo
a enfermos y a viajeros cansados,
y cuidados tanto físicos como espirituales.
Sus moradores estaban sujetos a la disciplina de
la Orden,
integrándose en una comunidad
regida por las normas de la institución.
Todos los acogidos eran instalados en una misma
sala,
presidida por un altar.
En el siglo XIV Fernando IV concedió al Comendador
de los calatravos
los derechos de montazgo sobre los ganados
trashumantes
a su paso por el puerto de Guadalerzas.
En 1572 Felipe II vendió el castillo de
Guadalerzas al Cardenal Silíceo
para que instalase allí el Colegio de Doncellas
Nobles de Toledo.
El Cardenal acondicionó los aposentos.
En la puerta de entrada sustituyó la cruz
calatrava
por su propio escudo
En 1750 se construyó una capilla
y se añadió una espadaña a la torre del homenaje.
Parte de su techo se ha desplomado
pero aún se conserva la cúpula y su decoración.
En el siglo XIX el Estado vendió la fortaleza
al doctor Matías Nieto y Serrano,
que hacia 1870 restauró el edificio
para transformarlo en vivienda.
Lo hizo habitable, cultivó los predios
circundantes,
y convirtió el lugar en finca de recreo
en la que se instaló con su familia.
En 1893 el monarca nombró al doctor
Marqués de Guadalerzas
en reconocimiento a su actividad profesional.
Pero hoy, abandonado, el castillo de Guadalerzas,
tan relevante por su uso hospitalario,
se va descomponiendo lentamente.
El estado del edificio hace que la entrada en él
sea peligrosa;
en la torre quedan pasillos en altura,
pero su suelo sufre desmoronamientos.
***
Paso allí unas horas sin hacer otra cosa
más que recorrer y contemplar la fortaleza
maltrecha
y los montes que la rodean.
Cuando emprendo el regreso,
advierto que las vacas se han aproximado al
camino
y pastan por los alrededores.
Camino despacio, distraída, contemplando a los
animales.
Vuelvo la vista al sendero
y veo que a unos cuantos metros, en medio de la
senda,
hay un toro mirándome.
Me detengo, sobresaltada.
La silueta del animal se recorta nítida y negra.
Retrocedo un poco, lentamente, sin hacer
movimientos bruscos.
Quiero alcanzar el recodo para perder de vista al
animal,
y que él me pierda de vista a mí.
Cuando lo consigo, me detengo a examinar la
situación.
Las reses, que antes pastaban en una hondonada,
han desaparecido de allí, y sus mugidos se oyen
más próximos,
por lo que deduzco que casi todas deben estar
camino adelante.
Vuelvo a recorrer el trecho desandado,
con la esperanza de que el toro haya
desaparecido, y así es.
Pero pocos pasos más adelante me encuentro con nuevos
ejemplares.
En cuanto me acerco lo suficiente levantan sus
cabezas
y se quedan mirándome fijamente.
Toda la ganadería ocupa el sendero y sus
alrededores.
***
Esos toros son el dragón del castillo.
Con cuernos en vez de lengua de fuego.
Quizás no son toros de lidia; pero son toros.
Su aspecto es amenazante.
Sus cuernos son cuernos de verdad, largos y
afilados.
Es como si en el mundo no quedara nadie más que
esos toros y yo.
Ahí está el dragón y aquí estoy yo, uno a cada
extremo del camino.
Estoy sola frente a él, nadie puede ayudarme.
Me digo que ése podría ser un buen modo de morir.
Atravesada por el asta de un toro en medio del
campo,
junto a un castillo abandonado...
Camino sin prisa. Los animales me observan.
Avanzo entre ellos procurando no mostrar miedo.
Agradecería que dejasen de mirarme, pero no lo
hacen.
Me siguen con la vista, mientras yo voy
calibrando
cuál es el hueco más amplio entre bestia y
bestia.
Avanzo despacio entre los toros,
entre los toros-dragón que custodian el castillo.
En algún sitio he leído
que el de Guadalerzas es un castillo
“enigmático”,
pero el autor de tal afirmación no la
justificaba.
Ahora yo tengo mi propia explicación:
El de Guadalerzas es un castillo encantado,
custodiado por toros-dragón
que surgen como por ensalmo en medio del
camino...
Tras un recorrido que se me hace interminable,
llego a la verja.
No es fácil descorrer el pestillo desde dentro,
porque sólo puedo pasar los dedos,
pero finalmente abro la puerta.
He estado sola, frente a frente con la fiera, y
no me he escondido.
Camino hacia Urda
con la íntima satisfacción de haber vencido al
dragón,
de haber superado la prueba.
Cada prueba superada es un cambio interior,
es un paso adelante en el camino del espíritu.
Soy más fuerte; he recibido algo del vigor del
enemigo;
he adquirido un poco más de conocimiento;
La encrucijada que se hallaba custodiada por el
minotauro.
He salido del castillo encantado con el ánimo
reforzado,
revestida de la fuerza que se ha conservado
durante siglos
entre esos muros hoy ruinosos.
Los propietarios de estas fortalezas no parecen
ser conscientes
de que son dueños de algo más que de unas paredes
a punto de desmoronarse.
Alguien debería hacer algo para que esa energía
que durante siglos se ha preservado en el
interior de estas ruinas
no acabe disipándose con el final derrumbamiento
de lo que aún queda en pie.
alguien debería hacer algo...comprarlo por poco, restaurarlo, hacer de él un monumento visitable. como tantos otros castillos en España.
ResponderEliminarEn efecto, se debería... Como en tantos otros casos...
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