En el punto más alto del castillo,
excavada en la roca,
debajo de lo que antaño fueron
los aposentos del palacio,
hay una cueva.
Una cueva-prisión.
Es la cárcel en la que su sobrino don Fernando
encerró al derrotado conde de Urgel.
El conde don Jaime había casado en Valencia con doña Isabel,
hermana de Martín el Humano e hija de Pedro el Ceremonioso,
y eso le hizo soñar con ser rey.
Con heredar la corona del hermano
que moría sin hijos.
El hermano de doña Isabel, Martín el Humano,
el monarca que sacó el Grial
de su refugio de San Juan de la Peña
para tenerlo cerca.
Don Jaime era él mismo también descendiente de reyes,
descendiente de Jaime el Conquistador,
el monarca que tomó Játiva en 1244.
El conde peleó por la corona y, derrotado,
se negó a aceptar al Trastámara
como su soberano.
Su madre, Margarita, le instó a recurrir a las armas
para reivindicar su derecho.
Fracasó de nuevo y, cautivo,
fue encerrado en esta oscura cueva
bajo los aposentos de palacio.
Aquí murió el último conde de Urgel,
vizconde de Ager,
barón de Antillón, barón de Alcolea, barón de Fraga,
biznieto de Alfonso IV de Aragón.
Cerca, en una fría y triste capilla,
hay un pequeño arcón de piedra
en el que se conservan sus restos.
Estoy frente a la entrada de la cueva-prisión
y llega junto a mí un niño,
un niño pequeño.
- ¿Tú te atreves a entrar?, me pregunta.
No conozco a este niño
que deambula solo por las ruinas
de la gran fortaleza.
Mira con miedo la entrada de la cárcel,
me toma de la mano.
Lo acompaño adentro.
Nos internamos en la oscuridad.
Los ojos se acostumbran a la tiniebla
y contemplamos juntos el interior de la cueva.
La cueva que durante siete años fue lóbrega morada
de quien quiso ser rey de Aragón.
El niño me señala
una gran mancha oscura en el suelo húmedo
y me pregunta:
- ¿Esto es sangre?
Y yo le digo que no pero me quedo
reflexionando sobre por qué este niño desconocido,
un niño que vagaba solo por las ruinas,
un niño muy serio,
ha entrado conmigo en la cárcel de roca
y me está señalando una mancha oscura
y preguntándome si es sangre.
Permanecemos un rato en la cueva,
envueltos por la húmeda tiniebla.
Cuando empezamos a sentir frío,
cuando el mismo frío en el que vivió el conde
empieza a penetrarnos,
volvemos a salir al sol, a la luz.
Y es como si hubiéramos hecho un largo viaje
por el túnel del tiempo.
El niño, tremendamente serio,
me dice adiós y se aleja entre las ruinas.
Yo permanezco junto a la prisión,
preguntándome quién era ese niño
al que le daba miedo entrar solo en la cueva.
Ese niño que me ha elegido a mí por acompañante
para el viaje por el túnel del tiempo.
Ese niño que ha visto en el suelo de la cárcel una mancha oscura
y me ha preguntado si era sangre.
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