Todo se desmoronó
de repente.
La altiva fortaleza de origen ibero y romano
que fue refugio de los árabes
frente al castillo de Játiva, ocupado por Jaime I de Aragón
La altiva fortaleza
que en 1277 fue conquistada
por Pedro el Grande de Aragón.
La altiva fortaleza
donada en 1319 por Jaime II de Aragón
a la nueva Orden de Montesa,
regida por la regla del Cister,
que había sido creada por el monarca en 1317
para heredar los bienes del recién disuelto Temple.
La altiva fortaleza
en la que se refugiaron los templarios
acogidos por el monarca amigo.
La altiva fortaleza
que durante siglos fue sede de la Orden de Montesa,
la Orden monástico-militar del Reino de Valencia,
la milicia que protegió la frontera sur
de la Corona de Aragón.
La altiva fortaleza
donde habitaron monjes con espada,
guardianes de secretos eternos.
La altiva fortaleza
por cuya puerta tantas veces cruzaron
jinetes de armadura y nívea capa.
La altiva fortaleza
construida sobre roca inexpugnable
para afrontar las batallas y el tiempo.
Por estos campos luminosos
cabalgaron los jinetes blancos
como sueños de guerra.
Duros y entristecidos caballeros
que dormían con las armaduras puestas
aguardando una voz de alarma
que pudiera llegar del pasado.
Guerreros que cabalgaban como aristócratas
y descansaban como ermitaños.
Misteriosos frailes con alma de señores
que en sus capillas murmuraban rezos,
en sus tierras vislumbraban lujos,
en sus batallas ensangrentaban lanzas.
Hombres que se sabían temidos, envidiados, odiados.
Hombres que durante siglos encarnaron
la memoria de lo que ya no era,
de los tiempos gloriosos de la lucha constante,
los tiempos de la vigilia y el arrojo.
Durante siglos siguieron cabalgando,
recorriendo los montes bajo la luna,
guardianes de secretos olvidados.
Y de pronto se desmoronó todo.
Un día retumbó el mundo.
La tierra abrió sus fauces,
la roca inexpugnable
se derrumbó como si en ese instante
el peso del castillo la venciera.
Como si algo
en el interior de la peña
pugnara por salir al exterior
para vencer a los hombres invencibles
que quizás habían provocado
la ira de algún dios.
Con un terrible estrépito
la roca se partió
y la tierra engulló los cimientos
de la fortaleza.
Los sillares perdieron su asiento,
las torres se tambalearon y cedieron
y toda una época se hundió con ellas.
Las almenas hechas para resistir fieros combates,
las saeteras inviolables,
la muralla que aislaba a los monjes
del resto de la vida,
todo se perdió en un minuto
de terror intenso.
Bajo los escombros quedaron las capas blancas,
los inútiles escudos,
los libros de oraciones,
los libros de cuentas,
los libros prohibidos.
Bajo las piedras rotas
quedaron los hombres de otro tiempo,
los viejos guardianes.
El 23 de marzo de 1748 un terremoto
destruyó castillo y monasterio
y los freires supervivientes
tuvieron que trasladarse a Valencia
instalando su nueva sede en el Palacio del Temple.
Aquí, hoy, si se presta atención,
si se apoya la mano en la roca ahora quieta,
puede oirse aún el lento fluir de la sangre
de los hombres que quedaron atrapados para siempre
en la piedra desmoronada.
Si introduces la mano en el abismo que quedó abierto en la roca
y los muertos advierten tu presencia
y sabes transmitirles que tu actitud es la adecuada,
quizás te comuniquen algo de su sabiduría.
Quizás te desvelen algún indicio del secreto,
algún atisbo del misterio
que quedó con ellos enterrado.
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