martes, 22 de enero de 2013

ESCALONA



Ha habido quien ha apuntado que fue el mismo Nabucodonosor,
cuando vino a la península,
quien puso a este lugar el nombre de Escalona,
tomándolo de la ciudad hebrea de Scalón.


El castillo se halla sobre un cerro junto al Alberche, afluente del Tajo,
que le sirve de protección natural.


En 1281 Alfonso X concedió la jurisdicción de Escalona
a su hermano el infante Juan Manuel,
y un año después en el castillo nació don Juan Manuel,
sobrino del Rey Sabio.


El infante reforzó la seguridad del castillo
erigiendo torres albarranas.



En 1424 Juan II entregó la villa a don Álvaro de Luna.


Don Álvaro habilitó la fortaleza para usarla como palacio
y dotó al lugar de un lujo nunca conocido hasta entonces,
trayendo a Escalona a artesanos árabes
que revistieron la residencia con decoración mudéjar.


Aquí vivió aquel hombre del que escribiría Jorge Manrique:


Pues aquel gran Condestable,
maestre que conoscimos
tan privado,
non cumple que dél se hable,
mas sólo cómo lo vimos
degollado.
Sus infinitos tesoros,
sus villas e sus lugares,
su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?
¿Qué fueron sino pesares
al dejar?


A la muerte de don Álvaro, la fortaleza se rindió al rey
tras 20 días de resistencia dirigida por la viuda,
doña Juana Pimentel, conocida como “la Triste Condesa”.



En 1470 Enrique IV entregó de nuevo el castillo a un valido,
el marqués de Villena, don Juan Pacheco,
cuya familia lo conservará hasta el siglo XVIII.


En el siglo XV la fortaleza de Escalona
era de las más importantes de Castilla.


Un palacio famoso por su suntuosidad.
Un escenario de importantes acontecimientos.



En estas tierras se logró la victoria
que permitió a Isabel la Católica hacerse con la Corona de Castilla
frente a Juana la Beltraneja.



Aquí se celebraron fiestas interminables.
Aquí se vivieron encendidas intrigas.


Aquí habitaron personajes deslumbrantes,
don Juan Manuel, don Álvaro, don Juan Pacheco...




***




Por aquí pasa el Camino de Santiago del Sureste,
el que procede de Murcia, Alicante, Valencia y Albacete.


Por aquí pasó también Lázaro de Tormes:
En Escalona fue donde el ciego saltó la acequia
y se golpeó con la columna,
la de la derecha del soportal del Ayuntamiento:


Estábamos en Escalona, villa del duque de ella.
[...]
Salimos por la villa a pedir limosna,
y había llovido mucho la noche antes;
y porque el día también llovía,
andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había,
donde no nos mojamos,
mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:
-Lázaro, esta agua es muy porfiada,
y cuanto la noche más cierra, más recia.
Acojámonos a la posada con tiempo.
Para ir allá habíamos de pasar un arroyo,
que con la mucha agua iba grande.
Yo le dije:
-Tío, el arroyo va muy ancho;
mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin mojarnos,
porque se estrecha allí mucho y, saltando, pasaremos a pie enjuto.
Parecióle buen consejo y dijo:
-Discreto eres, por esto te quiero bien;
llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta,
que agora es invierno y sabe mal el agua,
y más llevar los pies mojados.
Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de bajo de los portales
y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba,
sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas,
y díjele:
-Tío, éste es el paso más angosto que en el arroyo hay.
Como llovía recio y el triste se mojaba,
y con la priesa que llevábamos de salir del agua,
que encima de nos caía,
y, lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento
(fue por darme de él venganza)
 creyóse de mí, y dijo:
-Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar,
y doy un salto y póngome detrás del poste,
como quien espera tope de toro, y díjele:
-¡Sus, saltad todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua!
Aun apenas lo había acabado de decir,
cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón
y de toda su fuerza arremete,
tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto,
y da con la cabeza en el poste,
que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza,
y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.
-¿Cómo, y olisteis la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer,
y tomé la puerta de la villa en los pies de un trote,
y, antes de que la noche viniese, di conmigo en Torrijos.




***




El castillo se conservó íntegro, incluso con el archivo familiar,
hasta la Guerra de la Independencia.


Cuando las tropas francesas iniciaron el ataque a esta zona,
el mariscal Soult, general del ejército francés en España,
redujo a ruinas gran parte del palacio,
para construir, con sus cubiertas y artesonados,
un puente para cruzar el río Alberche.


En 1853 el duque de Frías comenzó a desescombrarlo y techarlo,
pero sus sucesores no continuaron la tarea
y vendieron los restos del edificio.


En 1922 fue declarado Monumento Nacional,
pero ya habían desaparecido todos sus elementos artísticos
(robados o arruinados),
especialmente sus riquísimas yeserías mudéjares.


Hace pocos años fue adquirido por una mujer
que está intentando consolidarlo, con ayudas estatales.


En el pueblo nada evoca la pasada grandeza.
Las piedras rotas del castillo casi desmoronado
producen una sensación de intensa melancolía.


Los franceses lo destrozaron
para construir un puente con sus maderas.
El siglo XX hizo el resto.
Ahora sólo quedan las cigüeñas. Docenas de cigüeñas,
volando en amplios círculos sobre los despojos.




***




Desde aquí don Álvaro de Luna gobernó Castilla,
desde aquí controló a su soberano.
Organizó fiestas fastuosas,
trazó la estrategia de las batallas,
planeó el gobierno del estado,
se entrenó para los torneos.


Éste fue su palacio deslumbrante
y en torno a él fue creciendo el fulgor de su fama
y la envidia de los cortesanos.
Aquí, en salas radiantes,
bailó con las mujeres más hermosas,
brindó con los hombres más poderosos,
se creyó un rey.
Fue admirado, temido, detestado,
protegido por el amor del monarca.
Después don Álvaro subió al cadalso,
condenado por el mismo monarca que tanto le amó.


Ahora el palacio es una lánguida ruina
comida por la vegetación.


En sus torres deshechas anidan las cigüeñas
que vuelan en círculos interminables sobre las piedras desoladas
de lo que fue el mejor de los palacios
erigido por el mejor de los justadores.


Ahora la hermosa construcción está devastada,
ignominiosamente destruida por el ejército extranjero.
Estas ruinas son cuanto queda del sueño
de aquel gran Condestable.
El palacio que fuera la envidia de nobles y monarcas
es hoy triste miseria.


Don Álvaro, quizás, seguirá cabalgando en su mejor corcel,
vestido con su mejor armadura,
por la inmensa llanura castellana.
Vigilará la frontera aguardando a extintos enemigos,
no querrá recordar que fue igual que un rey,
que deseó ser igual que un rey,
que un rey lo amó,
que luego el mismo rey lo envió al cadalso.
Sólo querrá, ya, recorrer a caballo los campos,
anhelando aventuras, persiguiendo retos,
tratando de evocar hazañas y repetir proezas,
buscando a otros caballeros como él con los que batirse
para demostrar que él es el mejor,
que, aunque Castilla ya lo ha olvidado,
él sigue siendo el mejor de los jinetes,
el mejor de los trovadores.


En Escalona ha quedado la vanidad,
y don Álvaro, el mejor jinete,
ya sólo piensa en batirse una vez más,
en encontrar otro rival, otra batalla,
para que Castilla
recuerde que hubo una vez un caballero.

3 comentarios:

  1. De tu mano lo he visitado, gracias.

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  2. De tu mano lo he visitado, gracias.

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    1. Espero que te haya gustado. Lamentablemente, es una pura ruina, pero con gran poder evocador.

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