martes, 9 de diciembre de 2014

VALLADOLID. Plaza del Ochavo



Don Álvaro de Luna fue decapitado
en la antigua Plaza Mayor de Valladolid (actual Plaza del Ochavo)
el 2 de junio de 1453.


Federico Madrazo y Kuntz

Manuel Ramírez Ibáñez


ROMANCE DE LA MUERTE DE DON ÁLVARO DE LUNA

Con triste y grave semblante
oyendo está la sentencia
el Condestable de Luna,
sin género de flaqueza.
No le ha turbado el temor
de la muerte, ni el afrenta
del acusado delito;
antes dice con paciencia:

"Justo pago ha dado el cielo
a mi privanza soberbia,
que de servicios humildes
favores de un rey la engendra,
pues como hiedra en sus brazos
creció, y en fin, como hiedra,
en faltándole su sombra
no hay cosa que no la ofenda.
Nadie procure privar
con los reyes, porque sepan
que quien más con reyes priva
tiene la muerte más cerca;
que la privanza en el suelo
es una insaciable fiera,
tósigo que sin sentirse
se derrama por las venas:
es blanco donde la envidia
todos sus tiros asesta;
terreno de las malicias,
fortaleza sin defensa.
Púsome a mí la fortuna
en la cumbre de su rueda;
mas como es rueda, rodó
hasta bajarme a la tierra.
¡Ah, segundo rey Don Juan
y qué contento muriera,
si por servirte este día
me quitaras la cabeza!
Más siento perder la fama
que me quita tu grandeza,
que el castigo que me das,
puesto que lo mereciera.
No me espantará la muerte,
pues no es morir cosa nueva.
Mas morir en tu desgracia,
más que el morir me atormenta.
Si jamás en dicho o hecho
ofendí tu real grandeza,
no me perdone mis culpas
Dios, a quien voy a dar cuenta;
si no es que el hado infelice,
mi clima y fatal estrella
quiso, porque el cielo quiso
que con voz de traidor muera.
Luna fui que allá en tu cielo
tanto crecí, que pudiera
cual otro Faetón al mundo
abrasar, si traidor fuera;
pero mientras no vencieron
las envidiosas tinieblas
de tu sol las confianzas
en la fe de mi nobleza,
mi luna dio tanta luz
con la tuya acá en la tierra,
que de envidia se turbaron
en tu cielo mis estrellas,
do hicieron tales efectos
en el sol de tu grandeza,
que hacen menguar a mi luna
antes que se viese llena.
Erró la ventura el tiro,
desenfrenaron las lenguas
los émulos, y acertaron
dalles tu grata audiencia;
y como todo es finito,
el bien que nos da la tierra,
en tierra me vuelvo yo
con esta inmortal afrenta.
Crezcan contentos agora
los que mi menguante esperan;
mas miren que acaba el mío
cuando a llenarse comienzan."

Quiso pasar adelante,
mas no pudo, porque entran
el de Zúñiga y seis frailes,
que ya ha rato que le esperan.
Acompañóle gran gente,
como amiga de novelas,
hasta que en el cadahalso
vio el verdugo que le espera.
Abrazóse a un crucifijo
vertiendo lágrimas tiernas;
que un pecho que está sin culpa
con facilidad las echa.
Vueltos los ojos al cielo
y las rodillas en tierra,
dijo:

"Dulce Señor mío,
mi alma se os encomienda."

Cortó el astuto verdugo
de los hombros la cabeza,
que por el aire decía:

"Credo, credo, es fuerza, es fuerza..."

ROMANCERO ESPAÑOL

Eduardo Cano de la Peña

Eduardo Cano de la Peña

***

José María Rodríguez de Losada

José María Rodríguez de Losada


ROMANCE A LA MUERTE DE DON ÁLVARO DE LUNA

Para quien al día siguiente
mira la muerte segura,
el declinar de la tarde
solemnidad tiene mucha.

En el sol, que va a ponerse,
y espeso vapor ofusca
(semejante a un rey que el trono
a su pesar desocupa,

y dignidad conservando
del mundo huye, y se sepulta
donde los hombres no adviertan
su dolor y desventuras),

con honda atención los ojos
clavó Álvaro de Luna.
Así que lo vio, transpuesto,
lanzó un suspiro de angustia,

como el que lanza el amante
cuando el horizonte oculta
el bajel en que su amada
los desiertos mares surca

para no volver. Ansioso
lleva sus miradas mudas
a los montes apartados
cuyas cumbres aún relumbran;

a los ya enlutados bosques,
a las calladas llanuras,
a los altos campanarios
que entre nieblas se dibujan;

retardar el despedirse
de la perspectiva augusta
que presenta el Universo,
parece que sólo busca.

Y al notar que poco a poco
la luz menguante y confusa
del crepúsculo confunde
la escena que le circunda,

piensa ya ver de la muerte
la terrible sombra, en cuya
oscuridad para siempre
corre a hundirse, y se atribula.

Sus pensamientos penetran
los doctos frailes, y endulzan
con eternas esperanzas
su meditación profunda.

Entre dos luces llegaron
a Valladolid, y turba
desordenada en las calles
con sordo rumor circula.

De Alonso López Vivero
por la calle y casa cruzan,
donde viven sus criados,
donde llora su vïuda.

Aquéllos, como canalla
que si al poderoso adula,
en cuanto le ve caído
feroz le escarnece y burla,

de la cabalgada el paso
atajan con negra furia,
y con denuestos y voces
al ilustre preso insultan.

Éste, furioso (presente
el tiempo pasado, juzga
que aún conserva el poderío,
que aún domina a la fortuna),

lleva soberbio la mano
a buscar en su cintura
la guarnición de la espada...
Mas, ¡ay! en vano la busca.

Va preso..., espada no lleva...
¡Ah!... Lo advierte, y furibunda
mirada va a dar al cielo;
mas se anonada y conturba.

Queda con los ojos fijos,
parece su faz difunta;
tiembla, y en sudor helado
sus miembros todos se inundan.

Delante se halla un espectro...
¡Un espectro!... Sí, la mula
algo ve también; esquiva,
se recela, empina y bufa.

¿De Alonso López Vivero
ha salido de la tumba
la sombra? De que el maestre
ante sí la vio, no hay duda.

En confesión se lo dijo
aquella noche con muchas
lágrimas al padre Espina...;
de Dios la venganza es justa.

Con el cuento de la lanza
a palos abre la turba
Estúñiga denodado,
y la atropella y asusta,

y en salvo al ilustre preso
condujo a la casa suya,
en que estaba preparada
una capilla segura,

donde pasó el condestable
con la espiritual ayuda
noche serena, pidiendo
a Dios perdón de sus culpas.

Cenó, durmió cortos ratos,
repitió también algunas
trovas del famoso Mena
que pintan como locuras

las mundanas ambiciones;
oró con fervor, en suma:
fue un cristiano, un caballero,
un hombre de fe y de alcurnia.

Entre tanto, el que parece
ser el reo, a quien la dura
sentencia estaba leída,
y a quien la cuchilla aguda

del verdugo amenazaba,
era el rey... ¡Mísero!, lucha,
náufrago desventurado,
en airado mar de angustias.

Ama a don Álvaro, mira
su sentencia como injusta;
de la reina y de los grandes
se la ha arrancado la furia.

Que su trono se desploma,
y hasta su existencia juzga,
y que al morir el maestre
abrazadas irán juntas

el alma de aquel amigo
y el alma afligida suya.
¡Grande mal es la flaqueza
en hombre que cetro empuña!

Revolcándose en su lecho,
rasgando sus vestiduras,
paseándose sin tino
por la cámara, que alumbra

una lámpara medrosa
que en el cortinaje abulta
vagas sombras..., ¡infelice!
¡Qué noche pasó!... Que ocupa

ve un rincón de aquella sala,
de pie, con la boca muda,
su físico Fernán Gómez.
A él se va, las manos juntas,

y, suplicante, le dice:
«Si es que mi salud procuras,
anda a ver al condestable,
así Dios te dé su ayuda.»

El bachiller respondióle:
«Le debo mercedes muchas;
perdone vueseñoría,
no oso verle en tal angustia.»

Conmovido el rey, en llanto
rompió y en voces confusas,
que el alma a Gómez partieron,
según dicen cartas suyas.

Entró al estruendo la reina
en la cámara, cual una
aparición, como maga
que viene a doblar astuta

los encantos y conjuros
con que alto preso asegura,
y con que la empresa afirma,
de que pende su fortuna.

Calló el rey, quedó de mármol
al verla; ella le pregunta:
«¿Qué es esto?», y oyendo: «Nada»,
retiróse muy adusta.

Largo rato el rey estuvo
cual ligado por la oculta
fuerza del prestigio. Luego
torna a más reñida pugna

de afectos; la amistad vence,
llama con voz resoluta
a Solís, su maestresala,
dícele: «Al momento busca

a Diego Estúñiga, y dile...»
En su garganta se anuda
la voz, porque entra la reina
otra vez..., calla y trasuda.

La reina a Solís llevóse,
y el rey abrió con presura
el balcón, cual si quisiese
gozar del aura nocturna;

y el trono, cetro y corona
maldiciendo en voces mudas,
ojos de lágrimas llenos
clavó en la menguante luna.

ANGEL SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS

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