Don
Álvaro de Luna fue decapitado
en
la antigua Plaza Mayor de Valladolid (actual Plaza del Ochavo)
el
2 de junio de 1453.
ROMANCE
DE LA MUERTE DE DON ÁLVARO DE LUNA
Con
triste y grave semblante
oyendo
está la sentencia
el
Condestable de Luna,
sin
género de flaqueza.
No
le ha turbado el temor
de
la muerte, ni el afrenta
del
acusado delito;
antes
dice con paciencia:
"Justo
pago ha dado el cielo
a
mi privanza soberbia,
que
de servicios humildes
favores
de un rey la engendra,
pues
como hiedra en sus brazos
creció,
y en fin, como hiedra,
en
faltándole su sombra
no
hay cosa que no la ofenda.
Nadie
procure privar
con
los reyes, porque sepan
que
quien más con reyes priva
tiene
la muerte más cerca;
que
la privanza en el suelo
es
una insaciable fiera,
tósigo
que sin sentirse
se
derrama por las venas:
es
blanco donde la envidia
todos
sus tiros asesta;
terreno
de las malicias,
fortaleza
sin defensa.
Púsome
a mí la fortuna
en
la cumbre de su rueda;
mas
como es rueda, rodó
hasta
bajarme a la tierra.
¡Ah,
segundo rey Don Juan
y
qué contento muriera,
si
por servirte este día
me
quitaras la cabeza!
Más
siento perder la fama
que
me quita tu grandeza,
que
el castigo que me das,
puesto
que lo mereciera.
No
me espantará la muerte,
pues
no es morir cosa nueva.
Mas
morir en tu desgracia,
más
que el morir me atormenta.
Si
jamás en dicho o hecho
ofendí
tu real grandeza,
no
me perdone mis culpas
Dios,
a quien voy a dar cuenta;
si
no es que el hado infelice,
mi
clima y fatal estrella
quiso,
porque el cielo quiso
que
con voz de traidor muera.
Luna
fui que allá en tu cielo
tanto
crecí, que pudiera
cual
otro Faetón al mundo
abrasar,
si traidor fuera;
pero
mientras no vencieron
las
envidiosas tinieblas
de
tu sol las confianzas
en
la fe de mi nobleza,
mi
luna dio tanta luz
con
la tuya acá en la tierra,
que
de envidia se turbaron
en
tu cielo mis estrellas,
do
hicieron tales efectos
en
el sol de tu grandeza,
que
hacen menguar a mi luna
antes
que se viese llena.
Erró
la ventura el tiro,
desenfrenaron
las lenguas
los
émulos, y acertaron
dalles
tu grata audiencia;
y
como todo es finito,
el
bien que nos da la tierra,
en
tierra me vuelvo yo
con
esta inmortal afrenta.
Crezcan
contentos agora
los
que mi menguante esperan;
mas
miren que acaba el mío
cuando
a llenarse comienzan."
Quiso
pasar adelante,
mas
no pudo, porque entran
el
de Zúñiga y seis frailes,
que
ya ha rato que le esperan.
Acompañóle
gran gente,
como
amiga de novelas,
hasta
que en el cadahalso
vio
el verdugo que le espera.
Abrazóse
a un crucifijo
vertiendo
lágrimas tiernas;
que
un pecho que está sin culpa
con
facilidad las echa.
Vueltos
los ojos al cielo
y
las rodillas en tierra,
dijo:
"Dulce
Señor mío,
mi
alma se os encomienda."
Cortó
el astuto verdugo
de
los hombros la cabeza,
que
por el aire decía:
"Credo,
credo, es fuerza, es fuerza..."
ROMANCERO ESPAÑOL
***
ROMANCE
A LA MUERTE DE DON ÁLVARO DE LUNA
Para
quien al día siguiente
mira
la muerte segura,
el
declinar de la tarde
solemnidad
tiene mucha.
En
el sol, que va a ponerse,
y
espeso vapor ofusca
(semejante
a un rey que el trono
a
su pesar desocupa,
y
dignidad conservando
del
mundo huye, y se sepulta
donde
los hombres no adviertan
su
dolor y desventuras),
con
honda atención los ojos
clavó
Álvaro de Luna.
Así
que lo vio, transpuesto,
lanzó
un suspiro de angustia,
como
el que lanza el amante
cuando
el horizonte oculta
el
bajel en que su amada
los
desiertos mares surca
para
no volver. Ansioso
lleva
sus miradas mudas
a
los montes apartados
cuyas
cumbres aún relumbran;
a
los ya enlutados bosques,
a
las calladas llanuras,
a
los altos campanarios
que
entre nieblas se dibujan;
retardar
el despedirse
de
la perspectiva augusta
que
presenta el Universo,
parece
que sólo busca.
Y
al notar que poco a poco
la
luz menguante y confusa
del
crepúsculo confunde
la
escena que le circunda,
piensa
ya ver de la muerte
la
terrible sombra, en cuya
oscuridad
para siempre
corre
a hundirse, y se atribula.
Sus
pensamientos penetran
los
doctos frailes, y endulzan
con
eternas esperanzas
su
meditación profunda.
Entre
dos luces llegaron
a
Valladolid, y turba
desordenada
en las calles
con
sordo rumor circula.
De
Alonso López Vivero
por
la calle y casa cruzan,
donde
viven sus criados,
donde
llora su vïuda.
Aquéllos,
como canalla
que
si al poderoso adula,
en
cuanto le ve caído
feroz
le escarnece y burla,
de
la cabalgada el paso
atajan
con negra furia,
y
con denuestos y voces
al
ilustre preso insultan.
Éste,
furioso (presente
el
tiempo pasado, juzga
que
aún conserva el poderío,
que
aún domina a la fortuna),
lleva
soberbio la mano
a
buscar en su cintura
la
guarnición de la espada...
Mas,
¡ay! en vano la busca.
Va
preso..., espada no lleva...
¡Ah!...
Lo advierte, y furibunda
mirada
va a dar al cielo;
mas
se anonada y conturba.
Queda
con los ojos fijos,
parece
su faz difunta;
tiembla,
y en sudor helado
sus
miembros todos se inundan.
Delante
se halla un espectro...
¡Un
espectro!... Sí, la mula
algo
ve también; esquiva,
se
recela, empina y bufa.
¿De
Alonso López Vivero
ha
salido de la tumba
la
sombra? De que el maestre
ante
sí la vio, no hay duda.
En
confesión se lo dijo
aquella
noche con muchas
lágrimas
al padre Espina...;
de
Dios la venganza es justa.
Con
el cuento de la lanza
a
palos abre la turba
Estúñiga
denodado,
y
la atropella y asusta,
y
en salvo al ilustre preso
condujo
a la casa suya,
en
que estaba preparada
una
capilla segura,
donde
pasó el condestable
con
la espiritual ayuda
noche
serena, pidiendo
a
Dios perdón de sus culpas.
Cenó,
durmió cortos ratos,
repitió
también algunas
trovas
del famoso Mena
que
pintan como locuras
las
mundanas ambiciones;
oró
con fervor, en suma:
fue
un cristiano, un caballero,
un
hombre de fe y de alcurnia.
Entre
tanto, el que parece
ser
el reo, a quien la dura
sentencia
estaba leída,
y
a quien la cuchilla aguda
del
verdugo amenazaba,
era
el rey... ¡Mísero!, lucha,
náufrago
desventurado,
en
airado mar de angustias.
Ama
a don Álvaro, mira
su
sentencia como injusta;
de
la reina y de los grandes
se
la ha arrancado la furia.
Que
su trono se desploma,
y
hasta su existencia juzga,
y
que al morir el maestre
abrazadas
irán juntas
el
alma de aquel amigo
y
el alma afligida suya.
¡Grande
mal es la flaqueza
en
hombre que cetro empuña!
Revolcándose
en su lecho,
rasgando
sus vestiduras,
paseándose
sin tino
por
la cámara, que alumbra
una
lámpara medrosa
que
en el cortinaje abulta
vagas
sombras..., ¡infelice!
¡Qué
noche pasó!... Que ocupa
ve
un rincón de aquella sala,
de
pie, con la boca muda,
su
físico Fernán Gómez.
A
él se va, las manos juntas,
y,
suplicante, le dice:
«Si
es que mi salud procuras,
anda
a ver al condestable,
así
Dios te dé su ayuda.»
El
bachiller respondióle:
«Le
debo mercedes muchas;
perdone
vueseñoría,
no
oso verle en tal angustia.»
Conmovido
el rey, en llanto
rompió
y en voces confusas,
que
el alma a Gómez partieron,
según
dicen cartas suyas.
Entró
al estruendo la reina
en
la cámara, cual una
aparición,
como maga
que
viene a doblar astuta
los
encantos y conjuros
con
que alto preso asegura,
y
con que la empresa afirma,
de
que pende su fortuna.
Calló
el rey, quedó de mármol
al
verla; ella le pregunta:
«¿Qué
es esto?», y oyendo: «Nada»,
retiróse
muy adusta.
Largo
rato el rey estuvo
cual
ligado por la oculta
fuerza
del prestigio. Luego
torna
a más reñida pugna
de
afectos; la amistad vence,
llama
con voz resoluta
a
Solís, su maestresala,
dícele:
«Al momento busca
a
Diego Estúñiga, y dile...»
En
su garganta se anuda
la
voz, porque entra la reina
otra
vez..., calla y trasuda.
La
reina a Solís llevóse,
y
el rey abrió con presura
el
balcón, cual si quisiese
gozar
del aura nocturna;
y
el trono, cetro y corona
maldiciendo
en voces mudas,
ojos
de lágrimas llenos
clavó
en la menguante luna.
ANGEL SAAVEDRA, DUQUE DE RIVAS
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