sábado, 22 de octubre de 2011

HECHO


Los valles del Pirineo.
En el del río Aragón, cuatro minúsculos pueblos,
Embún, Urdués, Hecho y Siresa,
y el despoblado de Santa Lucía.
En total, menos de mil moradores.
Pueblos parecidos, con casitas de gruesos muros de piedra,
puertas adoveladas, teja en fuerte pendiente,
extrañas chimeneas cubiertas con conos o figuras
que sirven para cerrar la entrada a las brujas.


Llego al congosto.
El hielo y el cierzo han labrado durante siglos
este cañón impresionante
transitado por los osos pardos.
Hombres de todos los tiempos han aprovechado este pasillo
sobrecogedor.


Los cazadores prehistóricos y los legionarios romanos
se adentraron en las selvas de estas montañas
y abrieron estrechos caminos.


Aquí se encuentra
la mayor concentración de monumentos prehistóricos
del Pirineo.
En lo más espeso de la Selva de Oza
afloran los megalitos prehistóricos
envueltos en misteriosa niebla.


Una de las tres calzadas romanas que atravesaban la cordillera
fue trazada paralela al cauce del río.


Por ella caminaron después
los primeros peregrinos jacobeos.


Por ella temió el rey Felipe II que penetrara en la península
la invasión de los hugonotes agitados por Antonio Pérez.


Por ella cruzaron
los soldados de Napoleón
que arrasaron el valle.


Y, más adelante,
a través de ella traficaron
los contrabandistas.


Aquí, en este valle, en este lugar de paso,
se constituyó el Condado
que luego se convertiría en Corona Real.
Aquí, en este lugar de paso
se gestó un reino.


Me adentro en la garganta.

La niebla envuelve las paredes rocosas.
El viento arrecia.
La soledad es absoluta.
Una soledad de otro mundo.
Camino con dificultad,
golpeada por un viento terrible
que ha empezado a soplar
de repente.

Entro en ella con inseguridad y con temor,
como si estuviese penetrando en la ultratumba.
Y la niebla se va espesando de tal modo
que no veo nada.
No sé si sigo caminando por la faz de la Tierra
o si estoy descendiendo a su interior.
No sé si sigo sola
o si hay alguien a mi alrededor.
No hay paisaje, no hay pájaros, no hay mundo.
Sólo una profunda niebla blanca
y un viento ensordecedor que no la disuelve
sino que la empuja hacia el cañón.


Cuando salgo, no sé
cuánto tiempo ha pasado.

He entrado en la más espesa de las nieblas,
no sé dónde he estado.
He visto y oído cosas raras.
Ahí dentro, en la niebla, había algo.


A través de la niebla, he viajado.
He llegado al principio de los tiempos.
En esta selva todo sigue vivo.
Hay miles de habitantes invisibles
moviéndose en la espesura de los árboles,
entre la niebla sobrenatural.
Soldados, peregrinos, cazadores,
delincuentes, héroes...
Aquí se oyen ruidos de hachas, de espadas, de trabucos,
palabras ininteligibles,
gritos, golpes, susurros.
Ésta es la selva del origen del tiempo,
ésta es la niebla del principio del mundo.

 

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