La actual parroquia de San Ginés fue inicialmente
la iglesia de un convento dominico
fundado en el siglo XVI
por Pedro
Hurtado de Mendoza,
último hijo del primer Marqués de Santillana.
A los lados del presbiterio
recibieron sepultura los fundadores,
Pedro Hurtado de Mendoza y su mujer, Juana de
Valencia.
Sus estatuas orantes se encuentran ahora
descabezadas,
tras los destrozos que sufrieron en 1936.
***
En las capillas del crucero
se hallan los sepulcros de los primeros Condes de
Tendilla,
también destrozados en 1936.
No fue éste su primer lugar de enterramiento.
Su sepultura inicial estuvo en Tendilla,
en el monasterio jerónimo de Santa Ana,
por ellos fundado.
***
Íñigo López
de Mendoza y Suárez de Figueroa nació en 1419.
Era el segundo hijo del primer Marqués de
Santillana,
Íñigo López de Mendoza y Lasso de la Vega,
y de Catalina Suárez de Figueroa.
Era hermano de Pedro Hurtado de Mendoza
y también de los que fueron
Gran Cardenal y primer Duque del Infantado.
Como buen Mendoza, compaginó desde joven
las armas, la política y las artes.
Una de sus primeras hazañas tuvo lugar en 1438:
Acompañaba a su padre en el sitio de Huelma;
Aben-Farax, jefe del ejército granadino,
acudió en socorro de la plaza y puso en aprietos al
Marqués;
el joven Íñigo dio muerte al jefe moro en un combate
personal.
Junto a su padre, participó también
en la batalla de Olmedo de 1445
y en otras campañas,
y, tras la muerte del Marqués,
continuó luchando en la frontera de Granada.
Frecuentó la corte de Enrique IV.
En 1459 el rey le nombró embajador
en el Concilio de Mantua, convocado por Pío II;
le acompañaron su hermano don Pedro
y sus hijos Diego e Íñigo.
Allí, en un acto ante el papa,
quitó violentamente de su silla al embajador
francés,
afirmando que no le correspondía ese lugar
al tener preferencia el rey de Castilla
sobre los demás soberanos,
y se sentó él en representación de Enrique.
Cuando los Mendoza eran aún
partidarios de la princesa Juana la “Beltraneja”
y Enrique IV se la entregó a su custodia,
quedando la niña en el castillo mendocino de
Buitrago,
Íñigo fue el administrador de los bienes de la
princesa
y quien en 1468 con su propia mano fijó
en la iglesia de Colmenar de Oreja,
donde estaban entonces Enrique IV y su hermanastra
Isabel,
momentáneamente reconciliados,
la protesta escrita
contra el reconocimiento de Isabel como heredera.
Asimismo albergaron los Mendoza en Buitrago
a la reina Juana, esposa de Enrique IV,
y a su amante Pedro de Castilla,
con el que tuvo un hijo en el castillo en 1468.
Posteriormente, por orden del rey,
don Íñigo entregará la custodia de la niña
a Juan Pacheco, Marqués de Villena.
Don Íñigo fue nombrado Conde de Tendilla
por Enrique IV en 1468.
Tendilla, a unos 20 kilómetros de Guadalajara,
era de los Mendoza desde el siglo XIV,
cuando Diego Hurtado de Mendoza, Almirante de
Castilla
y Mayordomo Mayor de Juan II de Castilla,
casó con María, hija natural de Enrique II,
recibiendo ésta de su hermano Enrique III,
como dote, algunos lugares de La Alcarria,
entre los que se hallaba Tendilla.
Cuando los Mendoza se pasaron al bando de Isabel en
1473,
Íñigo siguió el proceder del clan familiar.
Sin embargo, no participó en 1476 en la batalla de
Toro,
por no luchar contra la princesa Juana.
Optó por retirarse a sus dominios
y empezó a construir su castillo palacio en
Tendilla,
siguiendo el modelo del de Manzanares.
Fundó también en Tendilla, en 1473,
un monasterio jerónimo, Santa Ana,
en una colina a las afueras de la población.
Fue una de las primeras edificaciones
del nuevo estilo del Renacimiento
que a través de los Mendoza se introdujo en España.
El Conde murió en 1479.
Pretendía don Íñigo que el monasterio
se convirtiera en panteón de los Tendilla,
pero sólo él y su mujer fueron enterrados allí,
pues sus descendientes se trasladaron
a Mondéjar y a Granada.
Los Condes ejercían un señorío jurisdiccional sobre
Tendilla
pero apenas tenían posesiones allí.
El castillo que construyeron pronto quedó abandonado
y fue desmoronándose.
Las residencias de los sucesivos Condes
estuvieron en Granada y Mondéjar,
y en Mondéjar, en el monasterio de San Antonio,
algunos Mendoza fueron enterrados.
Don Íñigo, sin embargo, fallecido en Guadalajara,
fue llevado a enterrar con gran solemnidad
al monasterio de Santa Ana de Tendilla,
en un magnífico mausoleo de mármol
sufragado por su hijo don Diego.
Se enterró al Conde en un nicho al lado del
Evangelio
junto al altar mayor.
Cerraba la alacena fuerte puerta con doble cerradura
y tenían las llaves de la puerta y del ataúd
los descendientes del Conde y el Prior del
monasterio.
Don Íñigo fue enterrado
junto a su mujer Elvira de Quiñones.
Cubrieron los sepulcros dos estatuas yacentes:
ambos están representados leyendo;
a los pies de la mujer, una dueña que también lee;
a los pies del hombre, que está vestido con armadura
y con el manto de Caballero de Santiago,
un paje doliente, en actitud similar a la del paje
de la sepultura del Doncel de Sigüenza.
Los autores de unos y otro sepulcro
con seguridad eran de la misma escuela;
la estatua de Tendilla, de factura más tosca,
fue el precedente de la de Sigüenza.
Tanto los Condes como el Doncel
habían vivido en el Palacio del Infantado
y conocido el humanismo renacentista
en el que se aunaban las armas y las letras.
*** D. Pedro Hurtado de Mendoza y Dª Juana de Valencia
El hijo menor del Conde,
Diego
Hurtado de Mendoza y Quiñones,
Arzobispo de Sevilla y segundo Cardenal Mendoza
(había comenzado su carrera eclesiástica
como ayudante de su tío, el Gran Cardenal,
cuando éste era obispo de Plasencia en 1481),
murió en 1502 en Tendilla
y fue enterrado provisionalmente en Santa Ana,
mientras se terminaba el mausoleo de mármol
que su hermano, el segundo Conde,
había encargado para él en la catedral de Sevilla,
a donde fueron trasladados sus restos en 1508.
El mismo Conde redactó el epitafio de su hermano
que figura en el monumento.
En el encargo hecho por el Conde se indicaba
que el sepulcro se hiciera totalmente “al romano”
porque «my voluntad es que no se mezcle con la obra
ninguna cosa francesa ny alemana ny morisca
sino que todo sea romano».
El autor del mausoleo fue Domenico Fancelli, amigo
del Conde,
y gustó tanto que a él se le encargaron
la tumba del príncipe Juan en Santo Tomás de Ávila
(1512)
y la de los Reyes Católicos en la Capilla Real de
Granada (1517).
Sobre el sepulcro, en la pared, hay un friso
en cuyos extremos figuran
los retratos de los hermanos del Cardenal.
*** D. Pedro Hurtado de Mendoza y Dª Juana de Valencia
El hermano mayor de don Diego,
Iñigo López
de Mendoza y Quiñones,
sucedió a su padre en el Condado.
Había nacido en Guadalajara,
en la casa-palacio de su abuelo el primer Marqués de
Santillana,
en donde se educó,
recibiendo las enseñanzas no sólo de su padre
sino también del Duque y del Gran Cardenal.
Se casó primero con su prima hermana
Marina Lasso de la Vega y Mendoza,
que aportó al matrimonio parte de la villa de
Mondéjar
(que don Íñigo acabará de comprar a los Reyes
Católicos en 1487).
Fallecida Marina sin descendencia
(murió estando de parto, del que el niño tampoco
sobrevivió),
casó don Íñigo en segundas nupcias con Francisca
Pacheco,
hija Juan Pacheco, Marqués de Villena.
Don Íñigo acompañó a su padre
cuando éste fue embajador de Enrique IV
en el Concilio de Mantua de 1459.
Al igual que su padre,
no participó en la batalla de Toro de 1476,
por no luchar contra la princesa Juana,
pero, como todos los Mendoza,
apoyó a Isabel y, sobre todo, a Fernando, que era
tataranieto de Pedro González de Mendoza, el de
Aljubarrota.
Con todo su clan,
en 1480 acudió a las Cortes de Toledo
a rendir obediencia a los Reyes Católicos
y ofreció sus servicios para la toma de Granada.
Fue nombrado alcaide de Alhama
y tuvo que defender la plaza en 1484 con su propio
peculio;
ante la falta de fondos usó billetes entre los
sitiados
(los llamaron en broma “naipes”, por los dibujos)
y a sus expensas pagó el Conde el papel moneda
que había puesto en circulación.
Cuando se cayó un lienzo de muralla por las lluvias,
lo cubrió con una tela pintada
para engañar al enemigo mientras lo reparaban.
En 1486 Íñigo fue nombrado embajador en Roma.
En la decisión pudo influir su tío el Gran Cardenal,
que había conocido al poderoso Cardenal Rodrigo
Borgia
cuando éste visitó Castilla en 1473 para apoyar a
Isabel y Fernando
y conseguir para éstos el respaldo de los Mendoza.
La misión de Íñigo era lograr una tregua
en las luchas entre el Papa, Florencia, Milán
y el rey de Nápoles (Ferrante, pariente de
Fernando).
Se cuenta que, estando en Roma,
organizaba fastuosos banquetes
que llegaron a incomodar al Papa Inocencio VIII.
Éste prohibió que le vendieran leña y carbón,
para que no pudiera seguir dando fiestas
y don Íñigo entonces compró unas casas,
las derribó e hizo leña con sus vigas.
Un día el Conde invitó a cenar a la Curia Papal;
usaron vajilla de plata
y don Íñigo, para impresionar a los invitados,
ordenó que, conforme se retiraran las piezas sucias,
fueran siendo tiradas al Tíber
y sustituidas por nuevas piezas de plata
(después, por la noche, sus criados
retiraron las redes tendidas en secreto en el río
y recuperaron todo menos una cuchara y dos
tenedores).
Finalmente don Íñigo se ganó las simpatías del Papa,
que le concedió la divisa “Buena Guía”
y le hizo un honor antes reservado a reyes
al regalarle, “como defensor de la Cristiandad”,
una espada renacentista de metro y medio
hecha en plata y esmaltes y adornada con grutescos.
Ahora está en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid.
La paz de 1486 fue un éxito personal de Tendilla
y puso las bases de la hegemonía española en Italia.
También logró del Pontífice el reconocimiento
de los hijos ilegítimos de su tío el Gran Cardenal.
Y un jubileo para el monasterio de Tendilla.
En Italia el Conde se aficionó a la moda
renacentista,
que traerá a España a su vuelta.
Conoció al humanista italiano Pedro Mártir de
Anglería,
con quien trabó una profunda amistad
y que, a propuesta de Tendilla, se vino a España con
él,
en calidad de preceptor de sus hijos.
Pedro Mártir se unió a las tropas de los Reyes
Católicos
que combatían en la frontera granadina.
Poco después, fue ordenado sacerdote
y se convirtió en el capellán y consejero de la
reina.
Pedro Mártir educó
a toda una generación de nobles y príncipes de
Castilla,
muriendo en Granada en 1526.
En 1487 el Conde regresó a España
y volvió a la campaña contra el reino nazarí de
Granada,
tras ser nombrado Adelantado Mayor de Andalucía.
Allí tuvo a sus órdenes al Gran Capitán,
que afirmó que fue el Conde quien le enseñó
el arte de la guerra y las emboscadas
(aunque luego el discípulo superó al maestro).
Don Íñigo participó en múltiples combates,
distiguiéndose por su valor y capacidad de mando.
Logró la rendición del castillo moro de Freila
aparentando de lejos una gran hueste
al mezclar a sus soldados con muleros.
En la toma de Baza, fue herido en la cara.
Ostentó varios cargos durante la guerra,
como el de Alcaide de Alcalá la Real.
Se convirtió en uno de los principales jefes
militares
de la guerra de Granada.
No era un estratega o general de grandes batallas,
sino un experto en el arte de las escaramuzas,
ataques rápidos e inmediatos replieges.
Entabló amistad con Aben Comixa, secretario de
Boabdil;
en 1492 Comixa ayudó a convencer a Boabdil
de que rindiera Granada.
En la ceremonia de rendición, el 2 de enero de 1492,
el rey Fernando recibió de Boabdil las llaves de la
fortaleza
y se las pasó a don Íñigo.
Se cuenta que Boabdil regaló al Conde su anillo,
que se perdió en Málaga en el siglo XVII
cuando murió allí el octavo Conde de Tendilla.
Tras la conquista de Granada, don Íñigo fue nombrado
Capitán General de Granada, con poderes virreinales,
y Alcaide de su fortaleza, la Alhambra,
cargo en el que se mantuvo hasta su muerte
y que heredaron sus sucesores durante dos
generaciones.
Íñigo se instaló en el Palacio de Yusuf III de la
Alhambra,
dentro del conjunto del Partal.
Palacio grande, con torre y estanque,
que será destruido en el siglo XVIII.
Allí creó una pequeña corte renacentista
en la que sus hijos crecieron en un ambiente culto y
tolerante.
En casa el Conde con frecuencia vestía al estilo
morisco.
Allí escribió la mayoría de sus cartas,
que se conservan desde 1497.
Un registro de casi 5.000 cartas,
de las que el Conde dejaba copia en La Alhambra.
En ellas comenta su vida cotidiana
hasta en los menores detalles.
Las cartas en que se mostraba enfadado
solían ser de su propia mano.
Por su letra enrevesada,
han sido muy empleadas en los exámenes Paleografía.
Cuenta en ellas que, como su abuelo el Marqués de
Santillana,
a nadie negó carta de recomendación ni tratamiento
de pariente.
Allí, habiéndose quedado calvo,
empezó a usar peluca blanca.
Tenía también una dentadura postiza que le hizo un
morisco
pero, como le molestaba, según explica él mismo en
sus cartas,
la usaba sólo en las recepciones, para que le
entendiesen al hablar.
Y allí tuvo que hacer frente en 1500
al primer levantamiento morisco en Granada,
inducido por las conversiones forzosas impuestas por
Cisneros.
El Conde subió en persona al barrio moro del
Albaicín
e instaló en él a su mujer Francisca y a sus hijos
pequeños
como prueba de sus buenas intenciones
y de su confianza en los moriscos.
También estuvo al frente,
junto al Gran Capitán y el rey Fernando,
de las tropas que actuaron contra los sublevados de
las Alpujarras.
Advirtió al rey de la inconveniencia de privar a los
moriscos
de sus costumbres y vestiduras, indicándole que
“su pobreza les impediría comprar nuevas
vestimentas”.
A la muerte de la reina Isabel, en 1504,
el Conde supervisó el primer enterramiento de la
reina en Granada.
Sólo el futuro Duque de Alba en Castilla y él en
Andalucía
se mantuvieron fieles a Fernando el Católico,
mientras la mayoría de los nobles apoyaba a Felipe
el Hermoso.
El Conde actuaba así
en contra de los intereses del tercer Duque del
Infantado.
Frente a la lealtad a la propia familia, propia de los
Mendoza,
el Conde de Tendilla antepuso su lealtad al rey.
Se mantuvo siempre fiel a Fernando,
aunque no siempre satisfecho con el trato que el rey
le daba.
Tuvo que vender algunos pueblos de Granada
para sufragar sus gastos,
al no recibir suficiente dinero de Fernando.
El Duque de Alba le recomendó dejar Granada
e ir a la Corte a presentar sus reivindicaciones,
pero el Conde nunca dejó lo que consideraba su
deber:
la defensa de Granada y de los intereses de
Fernando.
En su correspondencia con el rey
don Íñigo a veces se quejaba
de la escasez de fondos que le enviaba
y de que por su lejanía de la Corte a veces se
sentía como exiliado.
Al mismo rey Fernando escribía el Conde en 1515:
«Estoy aquí peleando por su Alteza contra su Alteza
mismo»
Pero cuenta don Íñigo también
que se ha habituado a la vida en Granada
y que lleva 15 años sin cruzar Sierra Morena.
Y se lamenta de que, ya anciano,
no puede “salir de almogaravía” por los campos.
Sin embargo, disfruta de las siestas en el fresco
patio de su palacio,
reposo que prefiere a las reuniones en Granada.
En 1512 obtuvo de Fernando el título de Marqués de
Mondéjar.
Íñigo López de Mendoza falleció en Granada en 1515.
Su mujer había muerto unos 10 años antes.
Íñigo fue prototipo del caballero renacentista,
orgulloso y culto, guerrero y letrado.
En el Cancionero
General de Hernando del Castillo
se incluyen cuatro composiciones del Conde.
Fue, además, muy aficionado a las mujeres,
como casi todos los Mendoza,
de los que decían sus cronistas
“plugiéronle mucho mujeres”
o “amó mucho mujeres”.
A inicios del siglo XX Elías Tormo le llamó “el Gran
Tendilla”,
expresión que ha hecho fortuna.
Fue enterrado con gran ceremonia
en el convento de San Francisco de Granada.
Luego sus restos fueron trasladados
al también convento de San Francisco de La Alhambra,
al lugar que dejaron libre los de la reina Isabel
cuando éstos fueron trasladados a la Capilla Real en
1521.
Su hijo Luis, que supervisó la construcción
de muchos monumentos en Granada,
en cambio no encargó ningún mausoleo para su padre.
Con el Conde serán enterrados algunos descendientes
suyos
en el Convento de San Francisco.
En el siglo XVIII los Mendoza
tuvieron que abandonar La Alhambra.
El lugar fue degradándose.
En el siglo XIX sufrió
la ocupación francesa y la Desamortización.
La iglesia fue convertida en cuartel.
Los restos del Conde se perdieron.
El permanente apoyo a Fernando
supuso a don Íñigo un considerable gasto económico.
Pero en el reinado de Carlos I
destacarán todos los hijos del Gran Tendilla
en puestos de gran responsabilidad y poder.
Los Condes de Tendilla y Marqueses de Mondéjar
tuvieron menor poder económico que los Duques del
Infantado,
pero durante el siglo XVI
acumularon mucho mayor poder político.
En 1556 el Emperador otorgará a los Marqueses de
Mondéjar
la “Grandeza de España”.
*** D. Íñigo López de Mendoza y Suárez de Figueroa
Aunque no olvidó sus orígenes,
esta rama de los Mendoza se instaló en Granada
y centró allí su existencia hasta la llegada de los
Borbones.
Don Íñigo tuvo muchos hijos.
Además de 5 bastardos conocidos,
con Francisca Pacheco tuvo 7, más alguno que
falleció de niño
(el Conde cuenta el dolor que le produjo
la muerte de “dos hijos en una semana”
en el año en que cumplía los 40,
y “tres hijas e otro hijo en pocos días”).
La primogénita fue María de Mendoza,
nacida antes de la toma de Granada,
casada con el Conde de Monteagudo
y llamada “la santa” por su virtud.
El hijo mayor fue Luis Hurtado de Mendoza,
que será tercer Conde de Tendilla
y amigo y consejero de Carlos V.
Le siguió Antonio de Mendoza, primer virrey de Méjico.
Tras 1492 nacerían en Granada María de Pacheco,
(que casará con Juan Padilla, el comunero),
Francisco
(que fue Obispo de Jaén y tercer Cardenal en la
familia Mendoza,
y falleció en Spira cuando acompañaba a Carlos V a
la Dieta),
Bernardino
(Capitán de galeras del Mediterráneo),
y Diego Hurtado de Mendoza
(literato y embajador de Carlos V).
*** Dª Elvira de Quiñones
Al empezar la rebelión de las Comunidades,
los Mendoza más poderosos apoyaron a Carlos V
frente a los comuneros de Castilla y los agermanados
de Aragón.
Sin embargo, en el bando comunero destacó María de Pacheco,
mujer del comunero toledano Juan Padilla,
así como su pariente el comunero Juan Bravo.
Juan Bravo era hijo de Gonzalo Bravo de Laguna,
alcaide de Atienza,
y de María de Mendoza,
hija de Pedro de Mendoza y Enríquez “el fuerte”,
señor de Almazán y Monteagudo.
Dicha María era hermanastra de Pedro González de
Mendoza y Luna,
primer Conde de Monteagudo,
y con los hijos de éste, Catalina y Antonio,
se casaron Luis y María, hermanos de María Pacheco.
Bravo era “primo”, pues, de María Pacheco.
Nació en Atienza y se avecindó en Segovia.
María escogió el apellido materno
por tener una hermana mayor con el mismo nombre:
María de Mendoza.
(Tendrá también una hermana natural
asimismo llamada María de Mendoza).
Se unieron en ella los caracteres fuertes
de los Mendoza y de los Pacheco.
Fue mujer muy culta;
tenía conocimientos de literatura, historia y
matemáticas,
latín y griego,
“en todo platicaba muy sotil e inteligentemente”.
Congenió, sobre todo, con su hermano menor,
el embajador, poeta e historiador Diego Hurtado de
Mendoza.
Se dice que estuvo enfadada con su padre
por firmar su compromiso de esponsales, en 1510,
con Juan Padilla, noble de inferior rango.
De hecho, María era denominada en los escritos de la
época
como “Doña María Pacheco”
mientras que su marido era simplemente “Juan
Padilla”.
Pero en la correspondencia de su padre
María no aparece como enojada por su matrimonio,
sino nerviosa e ilusionada, sobre todo tras conocer
a Juan.
Éste era sobrino de Gutierre de Padilla,
Comendador Mayor de Calatrava,
con quien el Conde deseaba establecer una alianza.
Don Íñigo pidió a los Padilla que llegasen de noche
para evitar que María se azorase
si se encontraba con Juan por primera vez a plena
luz.
El Conde congenió muy bien con su yerno;
escribía en 1513 desde La Alambra:
«de acá no hay más que decir
sino que el señor mi hijo Juan de Padilla está aquí,
que le quiero más que a los otros».
En 1515 el matrimonio marchó a Porcuna, cerca de
Martos, en Jaén,
donde el Comendador, tío de Juan,
había procurado a éste una Tenencia.
El matrimonio se mudó a Toledo
al suceder Padilla a su padre, en 1518,
en el cargo de Capitán de gentes de armas.
Pero Padilla no obtuvo la Tenencia de Peña de Martos
(Jaén)
que le hubiera debido corresponder
a la muerte de su tío el Comendador.
Se ha dicho que Juan Padilla era un hombre
descontento y amargado,
que consideraba que había sido postergado
en los repartos de favores.
Aunque era hombre indeciso y poco enérgico,
en cambio su mujer María era ambiciosa y resuelta.
En 1519 Padilla se unió a Lasso de la Vega,
impulsor de las protestas toledanas.
María apoyó que su pacífico marido
participara en el movimiento de las Comunidades, según
algunos
“por querer mandar en lo que no le venía por herencia”.
En 1521 el Cabildo toledano nombra Adelantado de
Cazorla
(que dependía de Toledo)
a Juan Padilla,
pero su cuñado Luis Hurtado de Mendoza ordena a los
de Cazorla
que no le admitan.
Padilla fue derrotado y decapitado en Villalar en
1521
junto con Juan Bravo y Francisco Maldonado.
En ausencia de Padilla, María había gobernado sola
Toledo.
Al recibir las malas nuevas de Villalar,
María se vistió de luto y se cubrió la cabeza con un
capuz.
Fue entonces cuando se convirtió en adalid
de la última resistencia de las Comunidades de
Castilla en Toledo:
Ocupó el Alcázar con sus fieles el 28 de abril
y dirigió, primero desde su casa y luego desde allí,
la resistencia al Emperador.
Lasso de la Vega se inclinaba por capitular,
pero ella logró evitar la rendición.
María llegaría a mantener la causa comunera
9 meses después de Villalar.
Tras rendirse Madrid, solo resistía Toledo.
El segundo Marqués de Villena, Diego López Pacheco,
tío de María,
intentó inútilmente actuar de mediador
entre los toledanos y las tropas reales.
Desde al 15 de junio María Pacheco
controló totalmente la situación en Toledo.
Llegó a entrar en el Sagrario de la catedral
para, de rodillas,
coger la plata que allí había para pagar a los
soldados
y vendió sus joyas para mantener la causa.
Tras la rendición toledana,
sólo se encontró en su casa una pulsera y una
gargantilla.
Su hermano Luis Hurtado de Mendoza,
partidario y luego amigo de Carlos V,
trató en vano de convencer a su hermana de que
cediera
y escribió al cardenal Adriano de Utrecht en junio
de 1521
intentando salvarla;
incluso suplicó, lo cual era infrecuente en los
orgullosos Mendoza.
El 25 de octubre de 1521 los comuneros evacuaron el
Alcázar
pero María fortificó y artilló su casa.
Estaba “doliente y flaca”;
por su dificultad al caminar era llevada en silla de
manos.
Gutierre López de Padilla
(hermano menor de Juan, y que fue partidario del
Emperador)
y María de Mendoza “la santa”, hermana mayor de
María,
lograron de los combatientes una tregua.
Y ayudaron a huir a María.
María Pacheco se fugó de noche disfrazada de
aldeana,
con su hijo pequeño.
Pidió ayuda en el palacio de Escalona,
de su tío el segundo Marqués de Villena;
la marquesa le dio una mula y dinero y comida para
el camino.
Anglería en sus cartas informa:
«No se sabe hacia dónde escapó doña María con su
hermana».
María logró llegar a Portugal.
La casa de Juan y María en Toledo fue arrasada.
Exceptuada del perdón general del 1 de octubre de
1522
y condenada a muerte en rebeldía en 1524,
María subsistió con dificultades.
Sus hermanos Luis y Diego hicieron todo lo posible
para que la Corona la perdonase,
pero no lo consiguieron.
Juan III de Portugal no atendió las peticiones de
expulsión
que le llegaron desde Castilla.
María pasó 3 meses errante,
hasta que fue ayudada por el obispo de Oporto Pedro
de Acosta,
que era el capellán de la esposa de Carlos V, Isabel
de Portugal,
y que dio acogida a María en su casa.
Su hermano menor Diego Hurtado de Mendoza
menciona en una carta que la visitó en Oporto
y la encontró pobre y enferma.
Le ofreció ayuda, pero ella la rechazó.
No hubo forma de convencerla, comenta Diego.
Murió en 1531, en la miseria,
y fue enterrada en el altar de San Jerónimo de la
catedral de Oporto.
Su hermano Diego Hurtado de Mendoza redactó un
epitafio:
«Si preguntas mi nombre, fue María;
si mi tierra, Granada; mi apellido,
de Pacheco y Mendoza, conocido
el uno y el otro más que el claro día;
si mi vida, seguir a mi marido;
mi muerte, en la opinión que él sostenía;
España te dirá mi cualidad,
que nunca niega España la verdad».
María nunca escribió una carta al Emperador
solicitando el perdón.
Quizás por orgullo.
Quizás por certeza de que no se lo concedería.
*** D. Íñigo López de Mendoza y Suárez de Figueroa y Dª Elvira de Quiñones
Diego
Hurtado de Mendoza nació en 1503 en La Alhambra.
Fue el hijo menor de don Íñigo.
Era de rostro poco agraciado
y poseía una gran fuerza física, de la cual se
vanagloriaba.
Se cuenta que, por una apuesta, detuvo a un toro,
cogiéndolo con sus propias manos por los cuernos.
Adoraba a su hermana María de Pacheco.
Estudió Leyes en Salamanca.
Allí, según cuenta él mismo,
padeció una orquitis que le producía fuertes
dolores,
por lo que le amputaron el testículo inflamado.
Fue gran amigo de Santa Teresa de Jesús.
No se casó, pero tuvo varios escarceos amorosos.
Supo realizar el ideal renacentista de las armas y
las letras.
En 1524 intervino en la batalla de Pavía.
Desde Francia viajó a Italia
y en Roma participó en tertulias y fiestas con
eruditos de la época.
La herencia paterna llevó a Diego y a su hermano
Luis
a enredarse en litigios,
lo que hizo que el primero vendiera la parte que le
correspondió.
Tras esta decisión, Diego Hurtado comenzó la
carrera diplomática.
Gracias a Carlos I ocupará los principales puestos
de la diplomacia.
De 1539 a 1547 estuvo de embajador en Venecia,
rodeado de lujo y artistas célebres amigos suyos.
Se aficionó a coleccionar manuscritos griegos
(que posteriormente regalaría a Felipe II).
En 1592 fue enviado por Carlos I a Trento
para que, junto a 3 diplomáticos más,
lo representase en el Concilio
celebrado en dicha ciudad del norte de Italia,
en periodos discontinuos entre 1545 y 1563.
Durante el Concilio tuvo varios altercados
con el Papa Paulo III y algunos de sus cardenales.
En una ocasión el Pontífice le dijo
que “parara mientes en que estaba en su casa
y no se excediera en réplicas”,
respondiéndole Diego Hurtado
que “era caballero, su padre lo fue
y como tal habría de hacer al pie de la letra
lo que su rey y señor le tenía mandado”,
y que “siendo como era Ministro del Emperador,
su casa era donde quiera que pusiera sus pies”.
En otra ocasión, habiendo apuntado el Cardenal de
Santa Croce
la posibilidad de clausurar el Concilio antes de
tiempo,
don Diego le amenazó con arrojarlo al río
si perseveraba en tal intención;
el Cardenal dejó de sugerir una clausura anticipada.
En 1547 dejó su representación conciliar
al ser nombrado por el rey de España embajador en
Roma,
quizá por las desavenencias con las altas jerarquías
eclesiásticas.
En Roma siguió rodeándose de eruditos y artistas.
Allí fue retratado por Tiziano.
Fue al mismo tiempo gobernador y capitán general
de la República de Siena y de las demás plazas de
la Toscana.
Siena, inducida por Francia y el Papa
a sublevarse contra el Imperio español,
a menudo se mostró hostil
y obligó a don Diego a actuar repetidamente
para sofocar conatos de rebelión.
Ordenó levantar en esta República una gran
fortaleza,
hecho este que fue criticado por los enemigos de Carlos
I
como señal de opresión de la Corona española
contra Siena.
Al mismo tiempo, don Diego fue acusado de
malversación.
Todo ello hizo que en 1551 el monarca lo destituyera
y lo hiciera regresar a España.
Diego Hurtado solicitó un proceso judicial
para demostrar su inocencia,
el cual se falló en 1578 (casi 30 años después)
con su total absolución.
En 1556, recibió el hábito de la Orden de
Alcántara.
Ese mismo año subió al trono Felipe II
y nombró a Diego Virrey de Aragón, donde fracasó.
Marchó a Bruselas en 1559.
De regreso a España, en 1568
tuvo una disputa con Diego de Leyva
ante el lecho donde agonizaba el príncipe Don
Carlos,
hijo mayor de Felipe II.
Su contrincante le amenazó con una daga.
Diego Hurtado, sólo con su fuerza física, lo
desarmó
y lo tiró por la ventana a un patio interior de
palacio.
Tras este altercado, estuvo 8 meses encerrado
en el castillo de La Mota, en Medina del Campo
(Valladolid),
y en 1569 Felipe II lo desterró a Granada.
Cuando llegó a su ciudad natal, se encontró con la
recién iniciada
rebelión de los moriscos de La Alpujarra.
De inmediato, Diego Hurtado se puso a luchar contra
los rebeldes,
a las órdenes de su sobrino Íñigo López de
Mendoza,
informando a la Corte, por medio de cartas,
de la situación confusa y conflictiva por la que
atravesaba Granada.
En Granada estuvo hasta 1574,
año en el que se le permitió volver a la Corte,
pero se le prohibió su entrada a palacio.
Como en ese mismo año Felipe II estaba formando
la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El
Escorial,
Diego Hurtado donó al monarca su extraordinaria
biblioteca,
traída en parte de Italia.
Incluso, por orden suya, el italiano Solferino y el
griego Arnoldo
copiaron códices para la biblioteca real.
El objetivo de estos valiosos regalos
era lograr el perdón del monarca.
En 1575 se le engangrenó una pierna;
tras pasar una temporada de terribles dolores,
sufrió la amputación de la misma
“rezando el Credo en voz alta como único
anestésico”,
según narra Marañón.
No se recuperó y falleció en Madrid.
«Pero la sorda muerte no consiente
que quien gusta una vez la agua profunda
otra vez torne a verse entre la gente...»,
escribió.
Fue autor de numerosas piezas poéticas,
algunas de carácter erótico,
una Epístola
a Boscán,
la Crónica de
las Guerras de Granada...
Durante mucho tiempo se le atribuyó
la autoría del Lazarillo
de Tormes,
aunque hoy tal autoría se ha descartado.
Fue literato, político, embajador, guerrero...
Hablaba, además del castellano,
árabe, latín, griego, italiano, francés, inglés,
holandés...
Según Gregorio Marañón,
“Diego Hurtado fue el más ilustre de la familia
(tras del primer Marqués de Santillana, claro)”.
*** D. Íñigo López de Mendoza y Suárez de Figueroa y Dª Elvira de Quiñones
Luis
Hurtado de Mendoza y Pacheco
fue el tercer Conde de Tendilla y segundo Marqués de
Mondéjar.
Nació en Guadalajara en 1489
pero vivió gran parte de su vida en Granada.
Fue segundo Alcaide de La Alhambra y Capitán General
de Granada,
pues a la muerte de su padre le sucedió en todos sus
cargos.
Fue padre de otro Íñigo López de Mendoza.
Cuando se produjo la rebelión de las Comunidades, en
1520,
Luis fue el primero en pronunciarse en Andalucía a
favor de Carlos I,
mostrando por él la fidelidad que su padre tuvo
hacia Fernando,
asegurando Andalucía para el Emperador
y granjeándose la plena confianza de éste.
Logró que los hijos de su hermana María Pacheco
recuperaran su herencia.
Carlos I se alojó en La Alhambra en 1526,
en su viaje de bodas,
y don Carlos y don Luis entablaron amistad.
Don Luis supervisó la construcción
de la catedral renacentista de Granada
y del palacio de Carlos I en La Alambra.
Pedro Machuca, el arquitecto, era escudero suyo.
Acompañó a don Carlos en la conquista de Túnez en
1535.
El Conde fue herido en combate
y el Emperador le prometió hacerse cargo de su familia
si fallecía.
En 1546 el Emperador se ausentó de España,
su hijo Felipe quedó como regente
y don Carlos, en Ratisbona, nombró a don Luis
Presidente del Consejo de Indias (cargo que ocupó
hasta 1559),
convirtiéndolo así en uno de los consejeros de su joven
hijo.
En 1556 don Luis recibió la Grandeza de España
y además fue designado miembro
de los Consejos de Guerra y de Estado.
En 1559 fue nombrado Presidente del Consejo Real de
Castilla,
cargo que ocupó hasta 1563,
año en que, cansado y enfermo,
pidió licencia para retirarse a su casa.
El bufón Francesillo de Zúñiga lo describe como
«devoto y liberal, parecía caña fístola siempre,
rió pocas veces, regañó infinitas».
Estuvo casado con Catalina de Mendoza,
hija de Pedro González de Mendoza, primer Conde de
Monteagudo.
Fueron sus sucesores en los títulos:
Luis Hurtado de Mendoza y Pacheco,
II marqués de Mondéjar y III conde de Tendilla;
casó con Catalina de Mendoza.
Íñigo López de Mendoza y Mendoza,
III marqués de Mondéjar y IV conde de Tendilla;
casó con María de Mendoza.
Luis Hurtado de Mendoza y Mendoza,
IV marqués de Mondéjar y V conde de Tendilla;
casó con Catalina de Mendoza.
Íñigo López de Mendoza y Mendoza,
V marqués de Mondéjar y VI conde de Tendilla...
*** D. Íñigo López de Mendoza y Suárez de Figueroa y Dª Elvira de Quiñones
A fines del siglo XVII visitó Tendilla el Marqués de Bélgida,
descendiente de los Mendoza
y su sucesor en el Condado de Tendilla.
Se procedió entonces, reunidas las dos llaves
(la del Conde y la del Prior del monasterio),
a la apertura del nicho,
se sacó el ataúd
y se dispuso la exposición pública en la iglesia
del cadáver embalsamado,
pudiendo el pueblo contemplar sus facciones
momificadas
y el esqueleto cubierto con el manto de Caballero de
Santiago,
que conservaba sus cordones, borlas y bordados.
La noche del 15 de enero de 1809
los soldados franceses saquearon Tendilla y el
monasterio
y abrieron la tumba del Conde en busca de joyas.
Rompieron el ataúd y destrozaron el esqueleto.
Cogieron la calavera de don Íñigo,
sujetaron en ella unas velas
y organizaron una grotesca procesión,
remedando cánticos fúnebres,
ante la aterrorizada población.
Cuando marcharon las tropas,
los habitantes del pueblo pudieron contemplar
los resultados de la profanación:
el polvo, con aspecto de tabaco y serrín,
en que se había convertido la carne,
y huesos esparcidos por el templo y el corral.
Los lugareños recogieron los huesos del Conde
en un hueco bajo el altar mayor, que tapiaron
y donde quedaron olvidados.
Los monjes abandonaron el monasterio y regresaron en
1814,
pero en 1835 la Desamortización determinó su desalojo
definitivo.
En 1843 compró el cenobio, ya en ruinas,
Pedro Díaz de Yela, abogado y vecino de Tendilla,
por 20.100 reales (unas 5.000 pesetas),
ya que “solo valía como fuente de materiales para
construcción”.
En 1845 la Comisión de Monumentos de Guadalajara
quiso averiguar el paradero de los restos de don
Íñigo.
El convento se había vendido, la iglesia estaba sin
culto,
la Comisión tuvo que pedir permiso al dueño de las
ruinas
para entrar en el templo.
Ya no había altares;
una fábrica de mampostería indicaba el lugar
donde había estado el altar mayor.
Allí, bajo el altar mayor, se encontró la calavera,
acuchillada y con restos de una vela en su interior,
y otros huesos.
Los mausoleos de los Condes fueron restaurados
y trasladados en 1845 a la iglesia de San Ginés,
en Guadalajara capital.
(En 1864 Valentín Carderera y Solana publicó,
en el segundo tomo de su Iconografía Española,
los dibujos de las estatuas de los Condes).
Pero el 22 de julio de 1936,
milicianos de la columna republicana
del teniente coronel Ildefonso Puigdendolas
asaltaron e incendiaron la iglesia
y destruyeron ambas esculturas.
Hoy quedan sólo unos tristes restos mutilados.
En 2001 se han depositado algunos de los fragmentos
rotos
en un pequeño museo que hay en la Capilla de Luis de
Lucena,
en la misma ciudad de Guadalajara.
En Tendilla, del monasterio sólo subsisten
unas pocas ruinas.
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