viernes, 18 de julio de 2014

SALAMANCA. Colegio jesuita del Espíritu Santo (Universidad Pontificia. Iglesia de la Clerecía)




Benigno Hernández Montes
S. J. Colegio de San Estanislao (Salamanca)


Studia historica. Historia moderna
1989


“EL COLEGIO DE LA COMPAÑÍA Y LA UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
EN EL SIGLO XVI
Desde los orígenes hasta la incorporación a la Universidad”


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San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, decidió venir a estudiar a la Universidad de Salamanca en el verano de 1527, una vez que vio cerradas para él las puertas de la Universidad de Alcalá. El arzobispo Fonseca le ofreció un puesto en el Colegio Mayor de Santiago el Cebedeo por él fundado. No aceptó el santo el ofrecimiento, por lo que, llegado a la ciudad del Tormes vestido como un pobre estudiante, se aposentó en una posada.
Lo más probable es que ni siquiera llegase a matricularse en la academia salmantina, por más que el tardío claustro pleno de la Universidad del 4-VII-1624 llame a Ignacio «hijo de esta Vniversidad». Una iniciativa de los dominicos de San Esteban hizo que aquel candidato a estudiante de Salamanca diera pronto con sus huesos en la cárcel episcopal. Salido de ella, abandonó para siempre la ciudad camino de la Sorbona parisiense «llevando algunos libros en un asnillo».


1. LOS DIFÍCILES COMIENZOS
Algunos antiguos cronistas jesuítas afirman un tanto apologéticamente que San Ignacio quiso establecer a sus hijos en Salamanca, recién confirmada la Compañía por la Santa Sede, por razón de la célebre Universidad; pero no parece ser ésa la realidad.


Los comienzos fueron así. Cuando en marzo de 1545 los Padres Araoz y Fabro pasaron por Salamanca, hallaron en la ciudad —y en concreto en la Universidad— «mucha gente muy dispuesta y deseosa de la Compañía». Fueron sobre todo fray Alonso de Castro y fray Francisco de Vitoria quienes con más instancia pidieron a los dos jesuítas una casa de la Compañía en Salamanca.
El entonces estudiante de teología y rector de la Universidad en 1549, don Antonio Fernández de Córdoba, hijo de los condes de Feria y marqueses de Priego, hizo los Ejercicios y «se a determinado para la Compañía», ingresando efectivamente en ella algunos años más tarde. Es él sin duda el mismo que desde 1545 se preocupó porque «algunos estudiantes nuestros tengan cómo estudiar en Salamanca».
Probablemente por la importancia de la Universidad salmantina y por estas buenas disposiciones encontradas en Salamanca, Araoz, superior entonces de los pocos jesuítas de la península, presionó sobre San Ignacio durante todo el primer semestre de 1547 para que una pensión concedida por doña Juana de Meneses, hermana de la duquesa de Gandía, para que dos escolares jesuítas estudiasen en la Universidad de Alcalá, se transfiriese a la de Salamanca. A mediados de año San Ignacio, en efecto, había cedido, determinando que los dos estudiantes dichos se encaminasen a Salamanca; pero, por diversas causas, para entonces ya se había puesto en ejecución el primitivo plan de Alcalá.


Sin embargo, aquel mismo año iba a ofrecerse una segunda oportunidad: el cardenal don Francisco de Mendoza y Bobadilla, obispo a la sazón de Coria, que siendo estudiante en Salamanca en 1527 había visitado a San Ignacio en la cárcel episcopal, le insta ahora en Roma a abrir un colegio de la Compañía en la ciudad del Tormes, comprometiéndose a correr él con los gastos de la fundación.


Aunque no de muy buen grado, accedió el santo, sobre todo por la importancia de la Universidad, y envió a Salamanca al Padre doctor Miguel de Torres, antiguo catedrático de Alcalá, con otros dos o tres compañeros.


«Llegamos aquí —escribe Torres a Araoz desde Salamanca— el IX de Hebrero (de 1548)... houimos de estar algunos días en vn mesón, hasta en tanto que hallamos vna casa donde nos metimos como podimos, y esta casa está a cinco casas de la portería de Sant Agostín, a la mesma hacera, más hazia Sant Joan del Alcaçar». Esta casucha pobre y un tanto a trasmano del concurso de la ciudad se llamaba «La Rasga». Después de cinco meses de estancia en ella, los jesuítas se cambiaron a otra casita tan pobre e incómoda como la anterior junto a la iglesia de San Blas.
Hasta 1665 no volverán a moverse de este emplazamiento, donde se construirá finalmente el colegio.


Pronto empezaron las tribulaciones. Melchor Cano, catedrático de prima de la Universidad, se dedicó a atacar duramente a la Compañía, tanto desde el púlpito y desde la cátedra como en conversaciones privadas. Así lo hizo durante aquel año 1548, en especial durante la cuaresma, malquistando a los salmantinos contra los recién llegados. Torres procuró atajar el mal, explicando el Instituto de la Compañía al Rector de la Universidad, don Diego Ramírez de Fuenleal, y a otras personas de crédito. Incluso se entrevistó con Cano, para satisfacer sus dificultades; pero en vano. Cano siguió con sus furibundos ataques. La gente se recelaba de los jesuítas, a quienes se cerraba de este modo la puerta para el ejercicio de los ministerios propios de la Compañía.


En vista de ello, se avisó a San Ignacio, quien, comprendiendo inmediatamente la gravedad de la situación, decidió jugar fuerte: preparó la documentación para incoar a Cano un proceso canónico en toda regla, por si fuera menester llegar a ese extremo, cosa que afortunadamente no fue necesaria.
Además consiguió dos importantes documentos: primeramente un Breve pontificio (19-X-1548); en segundo lugar una carta circular del Maestro General de la Orden de Predicadores (10-XII-1548). En esta última, el Maestro General, Francisco Romeo, prohibía a todos sus religiosos, bajo severas penas, atacar a la Compañía. El Breve, ganado con los buenos oficios del cardenal Mendoza y Bobadilla, nombraba jueces conservadores del colegio de la Compañía de Salamanca a los obispos de Cuenca y Salamanca, a los que otorgaba facultad de proceder contra los malintencionados (mali animi hominibus), que, en sermones, lecciones públicas y conversaciones particulares, infamaban a los jesuítas, estorbando los ministerios de su Instituto y la consolidación del colegio. La alusión a Cano es de una claridad meridiana. Todavía el 25-XI-1548 predicó Cano contra la Compañía «delante de toda esta Vniversidad», y así siguió aún varios meses. No poco contrarrestó el daño causado por Cano la Apología de la Compañía compuesta por un hermano suyo de hábito, fray Juan de la Peña, y la predicación de un gran orador jesuíta llegado a Salamanca por noviembre de 1548, el Padre Francisco Estrada. Durante la cuaresma de 1549 Estrada fue ganando desde el púlpito de la importante parroquia de San Martín a muchos «cavalleros, i dotores, catedráticos, i estudiantes»; Luis de Valdivia dice hiperbólicamente que en la cuaresma de 1549 Estrada «llevó tras sí toda la Universidad». Desde entonces empezaron a acudir a la capilla de los jesuítas muchos estudiantes y otras personas a confesar y comulgar y a practicar los Ejercicios espirituales de San Ignacio.
Por entonces llegó a manos del Padre doctor Torres el Breve conservatorio arriba mencionado, que le enviaba San Ignacio; se lo envió en enero de 1549 por medio de Gaspar de la Hoz. Su conocimiento en Salamanca debió de ser decisivo para que Cano cesase en sus ataques.


De ahí que la primavera de 1549 fue ya una época de completa bonanza y de intensa actividad apostólica del pequeño grupo de jesuítas: tan halagüeño se presentaba el panorama, que Estrada se atrevió a pedir a San Ignacio para Salamanca nada menos que a Araoz y a los que serían bien pronto grandes lumbreras del concilio de Trento, Laínez y Salmerón, porque «le parece que no sabe si en alguna ciudad ellos pudiesen hazer tanto fruto como aquí». Disuelta ya la borrasca, en setiembre de aquel mismo año los superiores enviaron a Estrada a Alcalá, no sin antes haber sido invitado por el Estudio salmantino a predicar en la capilla de San Jerónimo en las honras fúnebres del maestro Vega. El concurso de maestros y estudiantes fue impresionante.

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El colegio de la Compañía en Salamanca estaba pensado como centro de formación de los propios escolares jesuítas, aunque después se abriría a otros estudiantes externos.


Ya en julio de 1548 uno de los escolares de la Compañía, el flamenco Maximiliano Capella (Chapelle), escribía que había oído a Cano «in scholis, dum publice doceret». Esto indica que ya por entonces los jesuítas de Salamanca (o al menos alguno de ellos) empezaban a frecuentar las aulas universitarias.


En 1549 surgieron en Salamanca las dos primeras vocaciones para la Compañía entre los estudiantes: los licenciados Gonzalo González y Bartolomé Hernández. Fue entonces cuando, habiendo crecido la comunidad jesuítica hasta el número de diez, se pensó en organizar convenientemente los estudios de los escolares. «Se determinó —dice el Padre Valdivia— que los nuestros fuesen a cursar a Escuelas». Esto ocurrió por primera vez en el curso 1550-5120.


Pero además de las clases públicas en Escuelas, se pensó en algún complemento casero. De este modo, el Padre doctor Torres —no olvidemos que había sido catedrático en la Universidad de Alcalá— empezó a tener dos lecciones en casa: una para los lógicos y otra para los confesores. Esta última a base de la Summa de casibus de Cayetano.
De los diez escolares jesuítas que en 1550 cursaban sus estudios en Salamanca, cuatro eran sacerdotes y cinco teólogos. Ignoramos cuántos eran los lógicos, o sea los artistas.
Otro dato importante sobre la actividad intelectual en el colegito de la Compañía: por primera vez se nos informa también de que a partir de 1551 los escolares tenían en casa semanalmente disputas escolásticas en que uno sustentaba las tesis y los demás argüían.


Los jesuítas salmantinos asisten regularmente como oyentes ordinarios a las clases públicas, pero sin matricularse ni individualmente ni como colegio; además no ganan cursos, no adquieren grados ni opositan a cátedras. Se trataba, pues, de una especie de alumnos libres, sin ningún lazo oficial constatable con la Universidad.


También es necesario resaltar otro aspecto que incidirá más adelante en múltiples acontecimientos: Los superiores de la Compañía decidieron, después de algunas vacilaciones iniciales, que sus escolares se abstuviesen de votar en las oposiciones a cátedras; medida prudente, sin duda, que libró a los jesuítas de Salamanca de múltiples enfrentamientos, frecuentes entre otras órdenes religiosas cuyos graduados opositaban a cátedras y cuyos religiosos votaban en las oposiciones. Con todo, a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, las ordenaciones del Padre General insisten una y otra vez para que los del colegio no se mezclen en los negocios de las oposiciones, favoreciendo a unos u otros opositores. No siempre supieron mantenerse al margen de semejantes intrigas.


El número de miembros de la comunidad jesuítica fue creciendo paulatinamente, ya que, pasada la tormenta de Cano, empezaron a solicitar la entrada en la Compañía bastantes estudiantes de la Universidad. En 1551 ya eran 22 en el colegio. Un caballero muy amigo de la Compañía, don Luis de Mendoza, decía hiperbólicamente a mediados de ese mismo año que si la casa ocupada por los jesuítas fuese más capaz, habría ya «CC hombres en aquella casa». En efecto, durante decenios la escasa capacidad y pobreza del colegito obligan a rechazar no pocas solicitudes de ingreso o a enviar a los candidatos a otras partes.


Pero no conviene olvidarlo: prácticamente todos los que ingresan en Salamanca por este tiempo son estudiantes.
Nada de extrañar, pues, que a ellos se orientase, si no exclusivamente, sí preferencialmente, la actividad pastoral de los hijos de San Ignacio. Hasta tal punto sucedía esto, que el resto de los salmantinos (caballeros, señoras, etc.) se quejaron repetidas veces de que a ellos no se les atendía convenientemente por dedicarse todos a los estudiantes.


En realidad se trataba de algo no casual, sino perfectamente planeado y pretendido. Tal orientación apostólica perdurará en Salamanca hasta la misma extinción del colegio debida a la expulsión de los jesuítas por Carlos III en 1767.


De todos modos, en estos años cincuenta del siglo XVI el inmueble de los jesuítas en Salamanca no permitía excesivos alardes pastorales, suplidos solamente con la ejemplaridad y el celo apostólico de los hijos de San Ignacio. La capillita que tenía el colegio era tan sólo una especie de zaguán o vestíbulo de 40 pies de largo por 20 de ancho, incapaz de acoger a muchas personas.


A resaltar en esta actividad, la práctica de los Ejercicios espirituales ignacianos por parte de bastantes estudiantes y de algún que otro maestro universitario. Y aunque este aspecto apostólico ninguna relación institucional o académica tiene con la Universidad, no puede silenciarse, so pena de no comprender una buena parte de las relaciones reales más importantes de los jesuítas con la Universidad. Es más: en muchas etapas de la historia mutua de ambas instituciones coexisten unas tensas relaciones institucionales con un trabajo apostólico estimado y fructífero.


2. HACIA LA CONQUISTA DEL PRESTIGIO EN LA UNIVERSIDAD
El crédito de la Compañía en la Universidad crece en Salamanca con la visita del Padre Araoz a finales de 1551. A su predicación en San Martín acude un gran número de universitarios. Su fama hizo que fuese invitado por los doctores salmantinos a hablar en la Universidad, a lo que no pudo acceder Araoz, porque le urgía viajar a Alcalá.


Otro tanto hay que decir de dos acontecimientos del año siguiente: por una parte la visita a Salamanca de San Francisco de Borja, a cuyo sermón en San Agustín ante la cofradía de los estudiantes andaluces acude lo más granado de los maestros y escolares de la Universidad, y la entrada en la Compañía de don Antonio Fernández de Córdoba, de nobilísima familia, que había sido rector de la Universidad salmantina en 1549.


Se deja suponer el impacto de tales acontecimientos. Hechos como éstos, o como la práctica de los Ejercicios espirituales de San Ignacio en 1554 por el maestrescuela, don Bernardino de Sandoval, nos demuestran que la Compañía iba poco a poco llegando a los centros neurálgicos del Estudio salmantino.


Aparte de la asistencia a la Universidad de los escolares, sabemos que un hermano de la comunidad leía en casa una lección de la primera parte de la Suma de Santo Tomás para los escolares del colegio.
Poco a poco la vida intelectual que se vivía dentro de las paredes de aquella casa de las peñuelas de San Blas empezó a interesar a los estudiantes universitarios externos.
En 1554 se habla ya de «scholastici, qui ad collegium studiorum causa accedere consueverunt». Esto indica que el pequeño colegio de la Compañía ejercía ya por entonces un cierto atractivo intelectual sobre algunos ambientes universitarios.


En efecto, ya en agosto del año 1554 vemos a escolares externos asistir a las disputas que solían celebrarse semanalmente en el colegio. Más aún: estos escolares externos participaban en tales actos con gran contento. Oigamos lo que escribía el Padre Martín Gutiérrez el 22-IV-1555: «Al presente somos en casa 22; estamos buenos de salud, bendito el nombre de Dios, y en el espíritu se aprovechan todos, porque les favorece nuestro Señor para poner buena diligencia en la vida espiritual y ejercicios de letras; que, cada quince días hasta aquí, se han tenido conclusiones, como solemos; y de aquí en adelante, se ternán cada ocho. Viene mucha gente de estudiantes; y, según ellos dicen, se edifican y aprovechan, porque a algunos han oído decir los Hermanos que se huelgan más de venir aquí que a las Escuelas; porque, tratándose las cosas con mayor quietud, se llevan más adelante y se aclaran y resuelven más las verdades. Maestros de la Universidad, ansí de los que nos leen como de los demás, nunca faltan en ellas; y otros colegiales destos colegios principales (= mayores), y otros estudiantes nobles, a quien da nuestro Señor deseo juntamente con nosotros de aprovecharse».
Parece que los maestros empezaron a asistir por primera vez a las disputas del colegio durante el año 1553. El 29-X-1595 escribía el célebre catequista Padre Gaspar Astete, refiriéndose al Padre Martín Gutiérrez: «Conocí —dice— al Padre Martín Gutiérrez en el año de 1553 oir Teología en Salamanca, y juntamente presidía los domingos a las conclusiones de los nuestros con tanta satisfacción y magisterio, que ponía en admiración a toda la Universidad, y más a los maestros Francisco Sancho y fray Pedro de Sotomayor, que entonces era catedrático de vísperas y después fue de prima de Teología». A este respecto resaltan especialmente varios testimonios la positiva impresión recibida por el catedrático fray Pedro de Sotomayor de estas disputas domésticas, hasta el punto de haberle hecho cambiar la pobre impresión que hasta entonces tenía de los estudios de los jesuítas. Dice, por ejemplo, el Padre Antonio Fernández de Córdoba: «El maestro fray Pedro de Sotomayor, que lee la cáthreda de bísperas, hauiendo estado en vnas conclusiones, fue a sant Steuan diziendo que venía espantado de nuestro collegio; que pensó eran cerimonia nuestros studios, y que auía visto que entendían la doctrina de Santo Thomás los hermanos mejor que sus frayles y que la trataban con más modestia. Y así lo han dicho otros...».
El 27-II-1555 defendió las conclusiones el Hermano Fernando Tello. Fray Domingo de Soto había prometido su asistencia; aunque a última hora no pudo presentarse, parece que asistió a sucesivas disputas. Es posible que el famoso maestro salmantino tratase de cerciorarse personalmente de lo que había oído a su compañero de hábito Sotomayor y a otros sobre aquellos actos, ya que él también tenía inicialmente una impresión negativa de los estudios de los jesuítas, «diziendo que son idiotas y que no estudian». Para satisfacer a sus deseos de enterarse más al pormenor sobre tales asuntos, los jesuítas del colegio de Salamanca le informaron «de la forma que se tenía en los colegios de la Compañía», que fue enviada por San Ignacio a España a finales de 1551. Al parecer Soto quedó satisfecho de las explicaciones.
Satisfecho también escribe a San Ignacio en 1555 el Padre Antonio Fernández de Córdoba: «A Dios gracias se van desengañando en esta parte; porque vienen los maestros de la Uniuersidad a nuestras disputas y se persuaden que estudiamos».


No debió de resultar fácil a la nueva orden religiosa, aún débil en personal y en estructuras, ganarse un cierto prestigio de seriedad intelectual ante centros de tanta tradición cultural como la Universidad de Salamanca o el convento de San Esteban; pero parece que hacia 1555 lo había conseguido.

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A mitad de la década de los cincuenta se observa ya claramente en el colegio una estructura docente y pedagógica bastante asentada. Podríamos resumirla del modo siguiente: los escolares jesuítas asisten diariamente (aunque sin matricularse) a las clases de la Universidad. La mayoría siguen los cursos de teología, aunque algunos estudian artes. Como complemento a las cátedras de las Escuelas, uno de casa (que no sabemos quién es, ya que el doctor Torres ha marchado ya de Salamanca) lee además una lección ex divo Thoma en el colegio para solos los escolares jesuítas. Pero todavía hay dos ejercicios de letras diarios sumamente útiles: lo que llaman los documentos praevidere, es decir, la preparación individual de lo que se va a oír en la cátedra, y el repetere (también conferre, relegere, etc.), o sea la repetición en pequeños grupos de lo que se había oído al maestro. Estas «conferencias» (del verbo conferre) diarias, tanto en artes como en teología, duraban por lo común una hora.
Aparte de estos ejercicios diarios, se tenían además semanalmente las disputas públicas (llamadas conclusiones o positiones). Éstas solían tenerse los domingos por la tarde, un domingo de artes y otro de teología, con asistencia de «personas principales de la Uniuersidad, maestros, cathedráticos y collegiales de los collegios mayores, y algunos Padres Dominicos». Finalmente en muchas fiestas había conclusiones particulares, o sea disputas para los escolares del colegio, pero sin asistencia de escolares y maestros externos. En cuanto a las disputas semanales hay que añadir que se continuaban incluso durante el verano. Sabemos que la tradición de la Universidad de Salamanca era la de mantener alguna actividad docente también en la época de vacaciones estivales, tradición que fue recogida por el colegio de los jesuítas.

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En el año 1555, cuando parecía superada la primera prueba originada por las invectivas de Melchor Cano y se habían asentado los estudios, surgió otro problema. El 1-XII-1554 había hecho público la facultad de Teología de la Sorbona un duro decreto, de fuertes resabios galicanos, contra el Instituto de la Compañía. De hecho suscitaba en toda su virulencia muchas de las objeciones de Cano, aunque no consta en absoluto la influencia del maestro salmantino en la génesis del decreto de París. No es el momento de tratar de esa génesis ni del contenido de este famoso decreto, redactado por el dominico Jean Benoît y aprobado unánimemente por todos los maestros de la facultad parisiense. La autoridad moral de sus autores no podía menos de suponer un fuerte respaldo a los críticos de la nueva orden religiosa.


Sorprendentemente, este decreto no tuvo, que sepamos, especiales resonancias en la Universidad de Salamanca. Más sorprendente aún es la noticia de que hasta agosto de 1556 no se difundió en Salamanca, cosa que el Padre Juan López atribuye a los dominicos de San Esteban. De lo que sí estamos informados es de que durante el año 1555 varios catedráticos dominicos de Salamanca se expresaron críticamente contra algunos puntos de los Ejercicios espirituales de San Ignacio y del método de oración de los jesuítas. Igualmente sabemos que en un acto público que se sustentó en las Escuelas se combatió un punto del libro de San Ignacio, saliendo en su defensa con calor el presidente del acto, que era el catedrático de Santo Tomás, el doctor Martín Vicente.


Pero volvamos al decreto parisiense: para armarse contra él, el 6-IV-1555 San Ignacio encarga a todos los superiores de la Compañía soliciten a los príncipes eclesiásticos y seculares, a las facultades y Universidades y a otras personas de crédito un testimonio sobre el Instituto de la Compañía y sobre la vida y doctrina de los jesuítas. En cumplimiento de esta orden el rector del colegio salmantino, Padre Bartolomé Hernández, se dirigió al maestrescuela de la Universidad, solicitándole este favor. El maestrescuela tomó información sobre lo que se le solicitaba y el resultado fue un testimonio muy favorable a los jesuítas, suscrito por 24 «de las personas más qualificadas que aya» en la Universidad. Algunos, al parecer, temieron dar su firma al testimonio, no por disentir de su contenido, sino por temor de que si un testimonio que encarecía tanto los beneficios que la Universidad de Salamanca recibía del colegio de la Compañía llegase a conocimiento del Papa, acarrease excesivas ventajas a los jesuítas, con alguna posible merma de la Universidad. El famoso maestro Gallo parece que se abstuvo de adherirse por amistad con Cano.
Parece probable que esos beneficios a que se alude eran más de orden religioso y moral que de orden académico. De hecho las informaciones remitidas periódicamente a la curia generalicia de Roma desde el colegio de Salamanca resaltan mucho el fruto espiritual cosechado en los trabajos apostólicos con los miembros de la institución universitaria, estudiantes y maestros. Un buen resumen de ese fruto podría ser la expresión del Padre Antonio Fernández de Córdoba, quien decía por estos años que nunca había conocido a la Universidad tan reformada como desde que los jesuítas habían empezado a trabajar con los estudiantes. Razón tenía para conocer la realidad, quien había sido rector de la Universidad, amén de estudiante en ella.
Desgraciadamente no ha sido posible localizar el testimonio favorable a la Compañía de los 24 maestros salmantinos, que tanto interés tendría, no sólo por su contenido, sino por el conocimiento de los firmantes. Tan sólo sabemos que se envió a San Ignacio el día 13-VIII-1555. Quizá estas 24 firmas a favor de los jesuítas son un buen termómetro del terreno conquistado en la Universidad de Salamanca por la Compañía en tan sólo media docena de años, a pesar de las dificultades de todo tipo con que tropezó. De las Universidades españolas sólo se conoce el testimonio de la de Valladolid, publicado ya hace tiempo por los bolandistas.

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En 1556 San Francisco de Borja envió a Salamanca un Padre al que Polanco califica de «egregium theologum» para presidir las disputas escolares, que hasta entonces presidía el Padre Martín Gutiérrez, y ser prefecto de estudios del colegio. No sabemos quién era esa persona.
Quizá más importantes en el desarrollo de los estudios del colegio resulten los años finales de la década de los cincuenta. Por estos años las «conferencias» o repeticiones de las lecciones oídas, diarias hasta entonces, se habían aumentado a dos por día. A principios de 1558 se nos da la noticia de que la asistencia de los estudiantes, colegiales y maestros a las disputas del colegio no era meramente pasiva, sino que argüían en ellas. Otro tanto ocurría con los escolares jesuítas en las disputas de la Universidad. Más aún: a principios de enero de 1558 escribían a Roma desde Salamanca: «Vn hermano tuuo conclusiones de philosophía en las Escuelas y lo hizo tam bien, que mostró ser vno de los mejores estudiantes de su curso». Y a principios de 1560 esto otro: «Pocos días ha que vn Padre theólogo de casa, ya passante, tuuo vn acto mayor en las Escuelas de la Vniuersidad con harta aceptación de todos, y fue el primero acto que se tuuo en este año en las mismas Escuelas». El sustentante parece que fue en esta ocasión Diego Páez. En agosto de 1561 se daba cuenta igualmente de otros dos actos públicos en las Escuelas tenidos por los jesuítas.
Se había convertido, pues, en un hecho frecuente que los escolares de la Compañía participasen en las disputas escolásticas de la Universidad, no sólo como arguyentes, sino también como sustentantes. Este hecho plantea importantes interrogantes: si ya nos causaba extrañeza comprobar la asistencia ordinaria a clase de alumnos no matriculados, pues tal era y seguía siendo el caso de los jesuítas salmantinos, esa extrañeza sube de tono al verlos elegidos por sus maestros para hacer de sustentantes en acontecimientos de tanta importancia entonces como eran los actos universitarios, sobre todo los llamados actos mayores. La relativa frecuencia de su elección para cometidos tan honrosos, patentizada por los datos anteriores referidos a una comunidad no muy numerosa (no llegaban a 20 teólogos, más una media docena de artistas), nos habla del crédito que había adquirido ya en la Universidad este grupo de escolares. Éste es un hecho que resaltan una y otra vez con satisfacción las cartas escritas a Roma por estos años desde el colegio.


Pero esta situación de favor iba a cambiar bruscamente, como demuestra este importante texto de una carta del último día de 1561: Los hermanos «hacen mucho fructo en sus estudios, del qual dan muestra en las conclusiones... mas no menos indicios y muestras que asta aquí se obieran dado, porque vn hermano muy ábil y de buenas letras tenía ya probeído para vn acto mayor, que avía de tener en las Escuelas, en la materia de legibus, que asta agora no se avía leydo en Escuelas, si no se ouiera promulgado vn nuebo estatuto en la Vniuersidad por el qual se mandaba que ninguno que no estubiese matriculado, tubiese acto alguno, ni argumentase públicamente en las Escuelas; lo que pensamos averse mandado por ver si por este medio nos podrían hacer votar, porque es grande la opinión que de los nuestros se tiene de que votaran por la justicia. Empero nosotros, pospuesta la vtilidad que se nos podía seguir de los actos, quisimos más guardar el orden de Vuestra Paternidad y obedecer, y huir la distracción y otros inconuenientes que de semejantes negocios se suelen seguir. Arto nos basta para el fin que se pretende, exercitar, como se hace, los ingenios en las conferencias cotidianas y conclusiones públicas, que cada ocho días de ordinario se tienen, y quieto y suficiente estudio que se da».
Dada la fecha de esta carta, lógico era pensar que el mencionado «nuevo estatuto» formase parte de los promulgados en el mes de octubre de ese año por el visitador de la Universidad, don Diego de Cobarrubias y Leyva; pero no ha sido posible encontrar tal determinación en dichos Estatutos de 1561. Habría que pensar probablemente en una orden de rango inferior a los mencionados Estatutos; incluso podría pensarse en una orden singular dirigida a los jesuítas. Infructuosa ha resultado igualmente la búsqueda de tal orden en la documentación del Archivo universitario.
Añadamos que, aunque desde ese momento se priva a los jesuítas de argüir o sustentar en los actos públicos de las Escuelas, se les permite continuar asistiendo a las lecciones en su condición de no matriculados; pero también con dificultades. «Aun el oir nos ponían en contingencia», escribirá más tarde el rector del colegio refiriéndose a esta etapa.

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El curso 1559-60 supone para el colegio una especie de puesta de largo en varios aspectos:
El rector del colegio, Padre Bartolomé Hernández, hace la profesión solemne ante el Padre Araoz, Provincial de Castilla, con asistencia del señor obispo, de muchos maestros y alumnos de la Universidad, religiosos de otras órdenes y otra gente de la ciudad.
El señor obispo, don Francisco Manrique de Lara, bendice la capillita, a la que se dota de campanario, iniciándose desde entonces la celebración de la fiesta del Corpus con procesión, música, danzas, etc.
Y lo que hace más a nuestro propósito, fue destinado al colegio un excelente lector de teología, el Padre Fernando (o Hernando) de Alcaraz, que anteriormente había renunciado a una cátedra de artes ganada en la Universidad de Alcalá para ingresar en la Compañía. Este excelente ingenio se malograría prematuramente para las letras humanas, pues, después de pedir con gran instancia marchar a misiones, su nave zozobró camino del Japón en 1564.
Alcaraz empezó sus cursos de teología en Salamanca por San Lucas de 1559. Si hemos de creer a Ribadeneira, esta lección de Alcaraz se abrió a los estudiantes externos a partir de 1560. En un pleito que sostendrá la Compañía con la Universidad, se nos dirá en febrero de 1603 que los jesuítas de Salamanca venían leyendo públicamente en su colegio desde hacía 42 años, lo que significa efectivamente que empezaron a hacerlo en 1560 ó 1561.
Alcaraz realzó notablemente en los pocos años de su magisterio los estudios teológicos de los escolares de la Compañía. La mayor progresión de la actividad docente en el colegio queda confirmada a partir de la llegada de Alcaraz con la presencia en casa de una nueva categoría de escolares, cual son los pasantes o repetidores. Son éstos, escolares especialmente sobresalientes a los que los superiores conceden, una vez concluidos sus cursos ordinarios, varios años de especialización, en previsión la mayoría de las veces de un futuro destino a la docencia. A la vez que repasaban sus estudios, solían presidir las disputas domésticas de los otros escolares. De ordinario eran también los designados por los superiores para sustentar los actos públicos, tanto en el colegio como en la Universidad (cuando esto último vuelva a ocurrir después de la interrupción iniciada en 1561). Era lógico que así fuera, pues estos alumnos especialmente dotados eran los más a propósito para dejar bien alto el pabellón de la Orden ante el resto de la Universidad.
La presencia de pasantes en el colegio queda ya constatada en el primer curso de la docencia de Alcaraz (1559-60). Cuando años más adelante (en 1611) el Provincial de Castilla, Gaspar de Vegas, pretenda quitar los pasantes del colegio de Salamanca para enjugar momentáneamente la penuria de personal para otras tareas urgentes, el Padre General de la Orden, Claudio Aquaviviva, le irá enseguida a la mano, para que no sacrifique un futuro más fecundo para los estudios a la urgencia del momento.

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Y de nuevo es preciso aludir a la actividad pastoral de algunos Padres del colegio en relación con la comunidad universitaria (por apuntar a algunos hitos importantes en este campo, ya que no conviene olvidar que son todos los Padres del colegio los que de una manera continua se ocupan preferentemente del apostolado universitario).
En mayo de 1557 llegaba al colegio un antiguo colegial de San Bartolomé, el Padre maestro Antonio de Madrid, quien, con su excelente oratoria revolucionó las conciencias de muchos estudiantes. A sus sermones se atribuye la entrada en la Compañía de ingenios tan relevantes como el asceta Alonso Rodríguez, el humanista y pedagogo Juan Bonifacio o los famosos teólogos y escrituristas Francisco de Toledo, futuro cardenal, y Juan Maldonado.
Más revuelo aún causó en Salamanca la encendida palabra de otro gran orador, el Padre doctor Juan Ramírez, llegado desde Zaragoza a principios de 1564. No poco le costó dejar la ciudad aragonesa, porque, como escribía al Padre Laínez, mientras Salamanca tenía «la flor de los predicadores destas partes», como el maestro fray Juan Gallo, fray Juan Gutiérrez, fray Bernardino de Castro y otros, Zaragoza quedaba desprovista de un predicador de renombre. El primer maravillado del concurso de gente que en Salamanca acudía a sus sermones fue el propio Ramírez: «La acceptión de los sermones... —escribía— a sido y es de las grandes que yo e tenido en parte de las que e estado: y no sólo con la ciudad, pero con toda la Vniuersidad, harto fuera de mi esperança: porque pensé que mi estillo, por ser moral, que era baxo para letrados. Yo predico quasi cada día, y en ilesias muy capazes, y es verdad que se ahogan de gente: y toda gente de la más lucida de letrados y estudiantes de Salamanca».
Estas frases del protagonista no son exageración ninguna atribuible a un cierto narcisismo; la misma visión ofrecen el Padre rector del colegio y el Padre provincial. Dice el primero: Ramírez «ha hecho y hace su oficio admirablemente y con gran fruto de toda esta Universidad». Y el provincial: «El doctor Ramírez es aquí tenido por muy buen predicador; y dicen que él solo ha hecho más fruto que quantos hay en Salamanca, que son de los mejores de España».
Pasada aquella cuaresma, siguió Ramírez abordando ante el auditorio universitario temas de gran incidencia en la vida del Estudio, como el de la justicia e independencia en la emisión de los votos para las oposiciones a cátedras y otros semejantes. Su predicación contribuyó —según se afirma— a que algunas cátedras vacantes entonces fueran provistas con los maestros más capaces, cosa que no siempre ocurría por los intereses creados.
Durante los primeros meses de 1564 oyeron los jesuítas de Salamanca 6.300 confesiones, de las cuales 4.500 fueron de estudiantes. Más asombrosa aún fue la floración de vocaciones provocada por la predicación de Ramírez: se cuenta que más de quinientos escolares ingresaron durante 1564 en diversas órdenes religiosas, de los que cincuenta lo hicieron en la Compañía. De ellos es preciso resaltar a un joven granadino, que llegaría a asombrar al mundo con su ciencia filosófica y teológica: Francisco Suárez. Un año después que Suárez ingresaría también el gran polemista Gregorio de Valencia.
No fue tan clamoroso el éxito de la predicación del ya mencionado Padre Martín Gutiérrez, aunque su personalidad era más profunda y espiritual que la de Ramírez y su capacidad de persuasión extraordinaria. Si a la predicación de Ramírez se debe el ingreso en la Compañía de Suárez, a Gutiérrez se debe su perseverancia en ella. Según el Padre Luis de la Puente, el atractivo ejercido por su persona hacía que acudiesen a sus sermones «muchos doctores y colegiales de todos los colegios, y algunos iban a oirle en forma de colegio». Gutiérrez fue igualmente un gran catequista y a sus «doctrinas» acudían no solamente las clases populares más sencillas, sino muchos estudiantes de la Universidad.
En 1565 era nombrado rector del colegio el Padre doctor Pero Sánchez, que lo había sido de la Universidad de Alcalá antes de ser jesuíta. Esta circunstancia le hacía especialmente recomendable para el crédito del colegio ante la Universidad salmantina.
Él nos ofrece otra faceta de la labor de los jesuítas con los estudiantes, que es digna de notarse. En noviembre de 1566 escribía el Padre Sánchez a San Francisco de Borja que en la cuaresma de ese año habían estado los Padres más absorbidos que nunca por el ministerio de las confesiones, sobre todo de los estudiantes. Es cierto que se acercan también al colegio las otras gentes de la ciudad, pero se quejan de encontrar siempre a los Padres ocupados con los estudiantes. De todas las partes del reino llega un gran número de jóvenes a Salamanca con recomendaciones de sus padres, rogando a los jesuítas que sean sus confesores, que velen por su conducta y les procuren buenos compañeros. Los jesuítas, valiéndose de personas de su confianza, sobre todo sacerdotes, procuraban acoger a estos «recomendados» en colegios y casas de pupilaje para ayudarlos a ser estudiosos y buenos cristianos.
Pero no sólo se valoraba la labor realizada por los sacerdotes del colegio, sino también la de los escolares.


La discusión que se abre entre los jesuítas de Salamanca por estos años sobre si era conveniente buscar otro emplazamiento para el colegio que estuviera más cercano al centro de la ciudad y a la misma Universidad, nos ofrece interesantes perspectivas sobre el fruto que producía el contacto de los religiosos jóvenes con los estudiantes externos.
A los que defendían que era preferible mantener el colegio en el sitio donde se hallaba, muy a trasmano del concurso de la gente, lejano de la Universidad y con muy mal camino, sobre todo en invierno, a fin de evitar los peligros derivados del trato con las damas y la disipación, se respondió que era preferible el contacto personal con la gente y con los escolares externos. Los jóvenes escolares jesuítas, dice una carta de entonces, mantienen contactos muy frecuentes y muy familiares con los estudiantes externos; y de ello resulta gran bien. Por ese conducto, en efecto, los atraían a los ejercicios escolares del colegio, los encaminaban a los confesores y de allí a la Eucaristía, a la que se acercaban con frecuencia varios cientos.


Una práctica que se introdujo pronto en el colegio de Salamanca, de donde se extendió después a todas las casas de la Compañía de la península, fueron las reuniones cuaresmales de los estudiantes para oír el llamado «ejemplo» o relato edificante. En Salamanca (como en Alcalá), a continuación del ejemplo los estudiantes congregados concluían el piadoso acto con una disciplina pública. Algunos años se habla de 500 disciplinantes, anotándose expresamente que los más asiduos a esta práctica eran los mejores y más distinguidos de la Universidad. Estas prácticas cuaresmales en el colegio llegaron a veces a provocar un cierto despoblamiento de las aulas universitarias, hasta el punto de que, como se nos cuenta de 1582, un doctor, admirado del absentismo escolar en su cátedra, se acercó al colegio de la Compañía para observar si los ausentes se hallaban allí, regresando satisfecho al ver el colegio repleto de jóvenes escolares.
Estos datos —y otros por el estilo que podrían añadirse— nos vuelven a demostrar que no se entendería en toda su amplitud y profundidad la relación del colegio de la Compañía con la Universidad de Salamanca, sin una referencia a los ministerios apostólicos de los jesuítas, orientados de una manera muy preferencial a la atención espiritual y moral de los estudiantes.

*** 


Pero volvamos a los aspectos más directamente escolares. A partir de San Lucas de 1564 se dio un paso más en la configuración de los estudios del colegio con la implantación de un curso de artes, leído por el Padre doctor Andrés Martínez. Tal curso deberá entenderse como un complemento a las clases universitarias a que seguían asistiendo los jesuítas artistas. En realidad los superiores de la Orden destinaron pronto este colegio a los estudios teológicos, mientras que la filosofía se cursaba en otros colegios de la provincia de Castilla. Pero a lo largo de su historia aparecen una y otra vez en Salamanca cursos de artes, que, al contrario de lo que sucede ahora en 1564, estaban más bien destinados a los escolares externos que a los propios jesuítas.


3. LA INCORPORACIÓN A LA UNIVERSIDAD
La situación de los jesuítas salmantinos en la Universidad se había hecho muy difícil desde el duro golpe recibido en 1561, cuando se les prohibió actuar en las disputas públicas de las Escuelas. Con ello se les arrebataba el medio más eficaz de que se disponía entonces para darse a conocer y hacer valer los propios talentos ante el foro universitario.
Sin duda por esta causa se pensó entonces en implantar en el colegio, además de las conclusiones públicas semanales, otros ejercicios escolares de más repercusión, cuales eran los actos mayores y menores, equivalentes a los del Estudio. Por la llamada carta cuadrimestre de 1567 sabemos que estos actos se tenían entonces en casa mensualmente, con una asistencia tan numerosa de colegiales y maestros, que no cabían en el general de teología del colegio. Se afirma que aquel era «harto grande», lo cual no deja de ser una exageración, ya que el inmueble del colegio seguía siendo claramente insuficiente, a pesar de las sucesivas ampliaciones efectuadas a lo largo de los últimos años.
Pero estos actos caseros, por muy solemnes y concurridos que fuesen, difícilmente podían suplir a los de las Escuelas. Por eso los jesuítas estaban descontentos con la situación. Y parece que fue la recuperación de tales actos en las aulas universitarias lo que más valoraron los superiores de la Compañía a la hora de decidirse a intentar la incorporación del colegio a la Universidad. 


En efecto, el primer beneficio derivado de la incorporación ya conseguida, que sobre todos los demás resalta el rector Martín Gutiérrez, es precisamente ese: «que podemos tener actos públicos en la Universidad y argüir, que hasta aquí, como miembros precisos (= separados, cortados), no se nos consentía, que no es pequeño perjuicio para la opinión de letras, y aun para saberlas, por amor del ejercicio público». Otro tanto afirma el Padre Provincial Gil González Dávila: «(Debido a la incorporación) la Uniuersidad admitte a los nuestros a que tengan actos públicos, como solían en otro tiempo (o sea, antes de 1561)... lo cual se ha deseado mucho, porque los nuestros con estos actos y argumentos públicos se animan a estudiar más y se cualifican sus estudios».
Pero aún hay más: a juzgar por lo que escribe el Padre Martín Gutiérrez a San Francisco de Borja a raíz de la incorporación, justificando el haber dado ese paso, no sólo habían sido privados los jesuítas de tener actos públicos en la Universidad, sino que habían visto peligrar incluso la posibilidad de ser admitidos como oyentes de las lecciones universitarias. Ya le oíamos decir antes que «aun el oir nos ponían en contingencia». Aunque Gutiérrez no proporciona más detalles de esta dificultad, no sería aventurado fundar esa «contingencia» en el hecho de que los jesuítas, como sabemos, oían sin estar matriculados. Es, pues, probable que surgiera un movimiento dentro del estamento universitario exigiendo la matriculación como requisito indispensable para tener acceso a los generales a oír a los maestros. De cualquier modo, resulta claro que a partir de 1561 se va echando poco a poco el cerrojo a la presencia de los jesuítas en la Universidad: primero quitándoles los actos públicos y después dificultándoles la asistencia a las lecciones.
Esta situación fue, sin duda, la que forzó definitivamente a los superiores de la Compañía a procurar la incorporación del colegio a la Universidad en 1570.


Ya algunos años antes de esa fecha se había deseado y pretendido muy de veras la incorporación: el Padre Diego Laínez, siendo General de la Compañía (1558-65), había dado orden de conseguirla; orden que había reiterado el Padre Jerónimo Nadal visitando el colegio (1562).
La dificultad que se interpuso entonces en el camino fue la exigencia por parte de la Universidad de que los jesuítas votasen en las oposiciones a cátedras. La carta cuadrimestre de 31-XII-1561 antes citada interpreta la privación de los actos públicos a los jesuítas como una presión de la Universidad sobre el colegio «por ver si por este medio nos podrían hacer votar». Esta exigencia, mantenida firmemente por la Universidad en las negociaciones, dio al traste entonces con la incorporación. Los jesuítas, por su parte, no podían pasar por tal condición, porque chocaba frontalmente contra las ordenaciones internas de la Orden. Fue, en efecto, el mismo San Ignacio el que, ya en 1548, prohibió que los jesuítas que estudiaban en las Universidades votasen en semejantes circunstancias.


En enero de 1570 el Padre Martín Gutiérrez, rector a la sazón del colegio salmantino, intentó con mejor fortuna la incorporación. El día cinco de dicho mes presentaba ante el claustro pleno de la Universidad la solicitud oficial de incorporación, con la consabida condición de que los jesuítas no fuesen obligados a votar en las oposiciones a cátedras. Resalta el rector que «los Padres y Hermanos del dicho colegio de la Compañía son estudiantes e oyentes ordinarios en estas Escuelas e Vniuersidad e los Padres del dicho colegio se emplean principalmente en el provecho de los estudiantes e servicio de la Vniuersidad». Evidentemente se trata del provecho espiritual y moral derivado de la actividad pastoral de los jesuítas, a que ya se ha hecho alusión anteriormente. No son, por tanto, méritos académicos los que se invocan, sino méritos apostólicos.
En las discusiones sobre la solicitud, el maestro Diego Cuadrado añade una condición que pasará después a la incorporación, que es: concédase la incorporación «con que no pretendan cathedra ni voten perpetuamente en cáthedras». Al volverse a tratar el tema en el claustro pleno del 10-I-1570, en que la comisión nombrada para estudiar el tema emite su dictamen favorable, se consigna —cosa que no consta por ningún documento anterior, aunque el tema debió de tratarse de palabra con el Padre Martín Gutiérrez— que los jesuítas «pretenden, según lo an dicho, ser apartados e escusados para no botar en cátredas ni pretendellas». En realidad esta nueva condición, añadida al parecer por el maestro Cuadrado con la pretensión de dificultar la incorporación, favoreció a los jesuítas, pues no era una condición en modo alguna gravosa para ellos, sino muy en línea con las ordenaciones de la Orden. La condición contraria, es decir la de obligar a los jesuítas a pretender cátedras, sí hubiera sido un obstáculo insalvable, más aún quizá que el tema de la votación en las oposiciones. Era una prohibición de la Congregación General I de la Compañía. Semejantes prohibiciones las tenían también otros religiosos, como los benitos, franciscanos, carmelitas descalzos, etc.


La decisión definitiva se tomaría en el claustro pleno del 1-II-1570. Ese día es llamado a claustro el Padre Martín Gutiérrez, quien una vez más reitera la solicitud de incorporación del colegio, esta vez sí, añadiendo a la condición de no votar en cátedras la de no pretenderlas, «porque ansí lo tienen por statutos e ordenanzas de su orden e mayores».
«E luego los dichos señores (del claustro)... atiento el bien e aprovechamiento que ha fecho e haze e se espera que la dicha congregación a de hazer en esta ciudad e Universidad, dixeron que lo yncorporaban e yncorporaron, e agregaban e agregaron en esta Universidad al dicho colegio e casa e Compañía del Santísimo Nombre de Jesús desta dicha ciudad de Salamanca, e a las personas e colegiales dél... según y como y de la manera que lo ha pedido e demandado el dicho Padre Martín Gutiérrez. Y en lo que toca al botar, que piden ser exceptos, e no pretender cátedras, en lo uno y en lo otro y en lo que toca a este artículo, se le conçede e ad nutum Universitatis».
En esta incorporación, aparte de las dos exenciones, conviene resaltar la fundamentación que de ella hace el claustro, que nuevamente incide en el provecho que la Universidad recibía de la labor de los Padres del colegio, tal como se contenía en la primera solicitud del Padre Martín Gutiérrez.
El colegio quedaba, pues, incorporado a la Universidad «para que... como tal colegio yncorporado en ella pueda gozar y goze de los privilegios deste dicho estudio».
Esta vez se habían salvado los obstáculos que impidieron la incorporación años antes. En ocasiones anteriores, escribe Martín Gutiérrez, «La Universidad no gustó (incorporarnos) sin que nos matriculásemos y votásemos en cátedras, que es cosa que siempre se ha tenido por de grandes inconvenientes. Ahora hannos hecho esta gracia por claustro pleno, de que no votemos, y en los demás privilegios seamos parte de la Universidad: cosa nunca concedida a ningunos religiosos, y de grandes comodidades para este colegio. La carga es ninguna, más que matricularnos e ir a los entierros de Reyes y Príncipes, a los cuales, por la edificación, sin estar matriculados íbamos. Los provechos son muchos».
Los escuetos datos proporcionados por los libros de claustros de la Universidad sobre el trámite seguido por la solicitud del rector del colegio hasta llegarse a la incorporación, no nos aclaran otros pasos paralelos dados por los jesuítas para conseguir vencer la ya vieja resistencia de la Universidad a transigir con la más importante y singular de las exenciones, la de no votar en las oposiciones a cátedras. Tampoco Martín Gutiérrez es más explícito en este punto, contentándose con decir: «nos costó mucho trabajo». Es posible que hubiera sido preciso ganar uno a uno los votos de los claustrales, que votaron casi unánimemente a favor de la petición de los jesuítas, a excepción de uno. De lo que no podemos dudar es de que los del colegio, y muy especialmente su rector, tuvieron que moverse bastante hasta ver finalmente conseguido su objetivo.
El ver recuperados para los escolares del colegio los actos públicos en las Escuelas fue sin duda el efecto inmediato más valorado por los jesuítas. Pero se produjo además otro beneficio complementario para los actos escolares desarrollados en el colegio, que menciona Martín Gutiérrez. La incorporación —dice— también «ayuda para este su colegio ser de la Universidad como tal, donde pueden tener actos en él los de fuera que en ella se hobieren de graduar; y así se ha ya empezado: donde acuden doctores y gente principal como actos de la Universidad».


No tardó el colegio de la Compañía de usar del derecho que se le había concedido de celebrar su acto mayor anual en la Universidad. El designado para este honroso cometido fue el entonces estudiante de teología Francisco Suárez. Animado por el rector Martín Gutiérrez, defendió con gran brillantez la tesis de la sobreeminencia de gracia de la Santísima Virgen sobre todos los santos y ángeles juntos; contra el parecer de su mismo padrino, el dominico Mancio de Corpore Christi, catedrático de prima de teología, Suárez se atrevió a defender en Salamanca una doctrina que nunca se había defendido en sus aulas. Años más tarde se referirá al acontecimiento en su comentario a la tercera parte de Santo Tomás, es decir en sus Misterios de la vida de Cristo: «En cuanto a mí, —dice— cuando veinte años ha, emprendí, instado por personas graves, la tarea de tratar esta cuestión, me incliné desde el principio hacia una doctrina tan gloriosa para la Santísima Virgen. Empero, reparando en cierto aire de novedad que me parecía descubrir en ella, no me atreví a decidir por mi solo juicio personal esta cuestión. Consulté a hombres muy sabios y versados en teología, y todos, de común acuerdo, reconocieron la opinión como doctrina verdaderamente piadosa y probable».

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